Normal...,
...una palabra con la que se indica que la acción a la que va unida no altera, ni para bien, ni para mal, los límites de lo socialmente establecido como aceptable.
Cuando algo es normal, es que
todo va bien. Cuando de algo se dice que ‘no es normal’, se señala que, por
exceso o por defecto, lo que ocurre no es aceptable o razonable. Pero que algo
no sea normal no necesariamente significa que se trate de algo negativo o
reprobable. Si todo en nuestras vidas ocurriera dentro de los límites de lo
normal, nunca tendríamos ocasión de experimentar lo extraordinario, aquellas
cosas mágicas que gratifican la existencia ¿Es acaso normal, por ejemplo,
empezar en un momento dado a confiar ciegamente en una persona desconocida? Eso
es exactamente lo que ocurre cuando entre dos personas surge el amor. Abren sus
corazones, destapan su intimidad y ponen toda su fe la en la otra persona. Así germina
el vínculo que hace del amor, una de esas pocas cosas que pueden considerarse
como verdad en la que confiar ¿A que no es normal?
Para mi, lo normal durante
aquellos días del mes de junio no podía ser otra cosa que orientar todo hacía
un único fin: recuperar mi vida, aquella que, por las razones ya relatadas en
capítulos anteriores, consideraba que me había sido hurtada. Ahora, además,
tenía la absoluta seguridad de que la otra persona involucrada en la causa y
sus efectos, esa que, aunque ausente en lo físico durante tantos años siempre tuve
presente como el gran amor de mi vida, coincidía plenamente en la necesidad de
aprovechar la oportunidad que milagrosamente se había presentado ante nosotros.
Era el momento de retomar lo que años atrás quedó injustamente frustrado por unas
singulares circunstancias y en contra de nuestras voluntades, una frustración
que no nos quedó más remedio que aceptar y superar, por mucho sufrimiento que
nos produjera entonces.
Conocedor de mis limitaciones,
pero confiado en mi capacidad y en las habilidades que a lo largo de los años
había adquirido aprendiendo a sortear una y mil dificultades, no pocas de ellas
complicadas y duras experiencias, no me cabía duda de poder superar ese trance
que me exigía un cambio de vida tan radical que, para empezar, suponía
abandonar mi lugar de residencia, mi domicilio, mi casa, todo lo hasta ahora
conocido y encontrar nuevas fórmulas que me permitieran trabajar en un ámbito
distinto, nuevo y en el que, entre otras debilidades, debería superar para
empezar mi desconocimiento del idioma autóctono y de la idiosincrasia local,
elementos fundamentales en la comunicación, mi área profesional. Desde un primer
momento intuí que la solución a mi problema pasaba por hacer un ejercicio de
emprendimiento cuya primera dificultad sería encontrar primero, y desarrollar después, un
proyecto innovador. Debía encontrar una idea nueva, de indudable utilidad, tan
atractiva como sencilla para una gran cantidad de usuarios finales. Una de las
primeras ideas que me asaltaron surgió del potencial turístico de Moaña, su
comarca y lo atractivo de la oferta gastronómica. Pensé que bajo una marca como
“salsa moañesa”, un nombre de claro efecto fonético, podría concitar el interés
de empresas e instituciones para convocar un concurso. Se trataba de encontrar
la receta de la ignota salsa con toda una sucesión de eventos programados que
podría concluir con la producción industrializada de lo que vendría a ser un
nuevo condimento, idóneo para platos autóctonos, cuyo nombre genérico, además, difundiría
conocimiento del topónimo y su gentilicio y, por ende, promocionara la
localidad, su comarca y todo su entorno. Una idea ambiciosa pero en principio
sencilla en la que cuanto más profundizaba, más y más se complicaba hasta
convertirse en un proyecto de difícil ejecución, a no ser que pudiera contar
con importantes y decididos apoyos financieros e institucionales, algo difícil de conseguir desde mil kilómetros de
distancia. Pero, aunque tardaran en surgir, aquella no sería la única idea ya
que aquel primer proyecto se salía de lo… normal.
Pero lo verdaderamente acuciante
durante aquellos días no era sino atraer trabajo suficiente a mi pequeña
agencia como para facturar y finalmente cobrar lo necesario para mantener una
situación que se complicaba por momentos. El problema ya no solo era que el
volumen de trabajo disminuyera alarmantemente, sino que los atrasos en los
pagos se multiplicaban. La gestión de cobros, algunas veces infructuosa, pasó a
ocupar gran parte de mi tiempo, lo que iba en detrimento de la más que nunca
necesaria productividad. La situación estaba a todas luces fuera de lo normal,
tanto como lo estaba yo mismo en un momento en el que no estaba siendo
consciente de que, lenta y silenciosamente, mis niveles de estrés saltaban hasta
más allá de lo aceptable. Insomnio, falta de apetito, un inusual estado de
nerviosismo, disminución de la capacidad de concentración y una inexplicable
ansiedad entraron a formar parte de lo cotidiano. Quizá los opiáceos de mi
prescripción para aliviar la íntima tortura de los molestos e incesantes
dolores de espalda fueron suficientes para que todos esos síntomas me pasaran
inadvertidos y que sus consecuencias no parecieran llegar a mayores. Nada lo
era, pero todo parecía normal.
Nada, absolutamente nada, podía
evitar que ella fuera quien ocupara el primer, el último y todos mis pensamientos
de cada día. Contaba las horas esperando impaciente los momentos en los que,
cada mañana y cada tarde, llegaba su llamada y aunque poco de cuanto me ocurría
estaba siendo precisamente agradable, procuraba retener todo lo positivo, especialmente
las anécdotas, ocurrencias y chascarrillos que me inspirara el acontecer diario
para más tarde, cuando habláramos, compartirlos con ella por el puro placer
hacerla sonreír. Oír su risa, una sensación fuera de lo normal.
Quizá fuera mi temprana afición
por maestros del sarcasmo, autores del tipo de Oscar Wilde, Borges o Bernard Shaw; quizá fuera mi predilección por quienes saben usar con tino una fina ironía; puede que el secreto estuviera en saber anteponer
la sorna al exabrupto, puede que haber aprendido a leer entre líneas durante mi
adolescencia, sobre todo dentro del ámbito militar que me tocó vivir, para
burlar las censuras de aquellas épocas…, no lo sé, quizá por un poco de todo aprendí
a recurrir al humor y al ingenio para superar injusticias, desigualdades, abusos
y los desmanes de esos seres intolerantes, casi siempre de evidente ignorancia,
que todos sufrimos en un momento u otro. Quienes me tratan y a quienes tengo
afecto, saben que todas esas fórmulas forman parte de mi identidad, de esa
ideología que, como dice la canción, buena o mala es la mía. Reírse
con todos y de casi todo, es lo normal en mi.
Lo normal, para mi, es también
ser tolerante. Puede que no formen parte de mis gustos y criterios ciertas
cosas, como hacerse tatuajes, valorar a las personas por el modelo de coche que
conducen o por el tipo de móvil que utilizan, o identificar el éxito con
ninguna de esas cosas y menos con el dinero, pero admito que se hace,
aunque sea equivocado. Jamás intentaré convencer de nada a nadie, máxime cuando
atañe a sus criterios subjetivos. Pero está claro que son todos esos
rasgos los que a su vez ponen de manifiesto la verdadera personalidad, la
auténtica forma de ser, incluso la humanidad y sensibilidad de quienes los
sacan a relucir. Todos nos consideramos normales pero ¿comparados con qué?