Lo confieso. En
cuanto me senté ante mi escritorio lo primero que hice fue encenderme un
cigarrillo. La abstinencia de fumar durante todo el fin de semana no fue nada
fácil, pero, motivado por el amor, lo conseguí. Necesitaba un cigarrillo para
relajarme y poder pensar con calma en todo lo que estaba pasando y en como me
estaba afectando. Todo el mundo sabe que fumar es un hábito insano, pero para
quienes lo hemos hecho toda la vida, dejar de hacerlo de un día para otro es como lanzar un osado reto a la ansiedad.
Seguía teniendo
claro que, para hacer posibles los propósitos que estaba compartiendo con mi
reencontrado amor de juventud, las prioridades no podían ser otras que
solucionar el estado de mis finanzas, vinculadas en su mayor parte al negocio
que compartía con quien había venido siendo mi compañera, y, al mismo tiempo,
encontrar con urgencia un medio de vida que me permitiera seguir atendiendo
todos mis compromisos presentes y los que se presentarían en ese incierto
futuro al que me dirigía. Aunque tenía en el horizonte el poder llegar a tomar
posesión de la herencia por la que llevaba luchando tantos años, lo que podría ser un importante aldabonazo para mis pretensiones, ninguna de
las dos premisas que me planteaba iba a suponer una tarea tan sencilla como para resolverlas con
brevedad y mucho menos en medio de un entorno enrarecido por las
circunstancias. Era muy complicado soportar tanta tensión y, al mismo tiempo,
guardar prudente silencio para no herir más de lo necesario la susceptibilidad
de nadie. Cuando lo hacíamos por teléfono, evitaba hablar con ella de cuanto
ocurría a mi alrededor, sobre todo por ahorrarle más y mayores
preocupaciones. Ante todo quería evitar que volviera a sentirse responsable de la
incómoda situación que estaba atravesando. En todo caso, cuando la situación llegaba a convertirse en algo insoportable y necesitaba hablar de cuanto soportaba, lo hacía dándole a entender que estaba siendo fuerte y firme,
a lo que ella me solía responder con un entusiasta “¡así me gusta!”.
No lo podía tener
más claro, ella era alguien verdaderamente especial y merecía que hiciera ese
esfuerzo. Ella era única, excepcional y formaba parte de mi propia historia. Junto a ella encontraría la definitiva felicidad que anhelé toda la vida. De no ser así ¿cómo podía estar complicándome la existencia
de semejante manera? No soy yo precisamente de ese tipo de personas tendentes a
escapar de su propia realidad cuando le resulta incómoda. En
mi escala de valores la lealtad y el compromiso, junto a la sinceridad y al
respeto, son conceptos imprescindibles, condiciones irrenunciables. El que la
suerte no me acompañara en pasadas relaciones, o mis frecuentes cambios de residencia por causa de mi profesión, poco o nada tienen que ver con mi
auténtica naturaleza. Después de muchos años de mudanzas, aunque no estuviera
en el mejor lugar del mundo, un día me planté en la decisión de mantener una
residencia definitiva y estable. En ella, no sin el esfuerzo de una ardua lucha, había construido
un modesto patrimonio, había creado una pequeña empresa con la que ser
autosuficiente y todo ello junto a una mujer que siempre me brindó su apoyo
incondicional, además de demostrarme un gran amor sin reservas. Una psicóloga
cuatro años más joven que yo que puso una gran fe en ese proyecto que compartimos desde un principio. Solo
la reaparición de esa persona, la única persona que tanto representaba en mi
vida, solo ella, el gran amor de mi vida, podía ser motivo suficiente como para
que me planteara romper con todo para, una vez más, empezar otra nueva vida en un lugar
distinto, desconocido y lejano. Por ninguna otra persona, por nadie más en este mundo, hubiera sido capaz de
aceptar una decisión semejante.
Mientras llegara una
nueva oportunidad para volver a encontrarnos, nuestra relación, mantenida en la
distancia de los cerca de mil kilómetros que nos separaban, regresó al intercambio
de correos electrónicos, al chat, a los mensajes de texto y a las llamadas
telefónicas que ya formaban parte de la rutina cotidiana.
Invariablemente, todos los días a las mismas horas, esperaba su llamada con la
ansiedad del enamorado que arde en deseos de escuchar la dulce voz de su amada. Normalmente
me contaba cosas de su trabajo, de sus hijos o de sus actividades del día a
día. Fue precisamente durante una de esas conversaciones cuando un día anticipó
la despedida.
-Ahora tengo que
dejarte porque me reclaman para que prepare la cena-
-¿Cómo que te reclaman?
Cada uno debe ocuparse de todo y de sí mismo. Las tareas de casa deben estar
repartidas-
-Sí, lo están, pero
cada semana nos toca a uno preparar la cena-, me explicó.
Sus palabras me
dejaron preocupado. ¿Por qué seguía soportando una convivencia que no deseaba?
Cada vez me era más difícil entender que estuviera aguantando aquella
relación a la que, tal y como me confesó poco tiempo antes, estaba decidida a ponerle fin. No es que sintiera celos, nunca fui especialmente celoso, pero me irritaba
que ese con quien compartía techo y cama estuviera exigiendo que cumpliera unas
condiciones, mientras él no cumplía con las suyas. De hecho, según me contaba
mi reencontrado amor, llevaba meses
sin ocuparse del sostenimiento de la casa y sin contribuir al pago del
alquiler. En una conversación posterior no pude disimular el enojo que me
producía semejante situación. Llegado cierto punto de la conversación, fue ella
quien anticipó conclusiones.
-¿Qué quieres, que corte
la relación? Fíjate si lo tengo fácil. Voy a hablar con él y acabaremos con
este asunto-
-Pero, por favor, tenlo
claro- apunté, -si tienes que tomar una decisión que no sea porque yo imponga
nada, aunque me parece muy injusto que tu relación se dilate. Se me hace muy
cuesta arriba soportar que, como pienso cada noche cuando nos despedimos, vayas
después a meterte en la misma cama. Si pones fin a tu relación que sea por
tus propios motivos-
-No, no. No te
preocupes- apostilló, -ya te dije que estaba dispuesta a romper con él desde
hacía tiempo- me recordó.
No parecía que el
comportamiento de la persona con la que convivía fuera de lo más noble y
adecuado. No hacía muchos días que, me contó, le sorprendió instalando en el
ordenador que compartían en casa, algún tipo de programa espía que le
permitiría ver contraseñas y tener acceso a sus correos electrónicos y
conversaciones. De hecho, en varias ocasiones ella me llegó a advertir algún
tipo de incidencia que le hizo sospechar que su privacidad pudiera estar
siendo vulnerada, razón por la que le aconsejé cambiar todas sus contraseñas,
como finalmente hizo. Y también le ocurrió que, aunque aducía no tener ingresos de los que poder aportar cantidad alguna para los gastos domésticos, le sorprendió contando cierta cantidad de dinero del que no quiso darle ninguna explicación.
Si de
alguien pudiera sentirme celoso, unos celos con carácter retroactivo, era de
quien compartió con ella veintidós año de vida, con quien se casó pocos años
después de habernos conocido y, lo más importante, con quien tuvo dos hijos. No
hay nada que pueda competir con eso. Nunca tuve hijos, mi ocasión quedó
frustrada por voluntad de la mujer con la que podría haberlo tenido, pero
no es difícil imaginar el vínculo que genera entre un hombre y una mujer, semejante
lazo que pervive incluso después de que, como era el caso, el amor hubiera terminado.
Me resultaba difícil comprender que su matrimonio hubiera concluido con un divorcio.
Estaba convencido de que jamás hubiera pasado algo así de haber tenido la
suerte de ocupar ese lugar.
Tanto
por mi propio carácter como por mi oficio, siempre consideré la importancia de que mis relaciones, tanto personales
como profesionales, fueran positivas, ya que de serlo son fuente de equilibrio
emocional y de satisfacción personal mientras que son causa de gran estrés cuando no
lo son tanto y, por tanto, se experimentan desacuerdos y
enfrentamientos, situaciones que conllevan sinsabores y encontronazos con quien se convive. La mayoría de las veces estas situaciones parten de la dificultad de expresar lo que uno siente pero, al
mismo tiempo, también de la dificultad que tenga o voluntad que ponga la otra persona
en intentar comprendernos. Aunque
tuve alguna más, relaciones de convivencia solo he mantenido tres a lo largo de
mi vida. Dos de ellas, a pesar del drama que siempre supone ponerles fin, acabaron de manera más o menos amistosa. La otra no tanto porque la mujer
con la que conviví adoptó una postura beligerante y, sabiendo que por mi
carácter jamás discutiría por nada material, se apropió de muchas de mis pertenencias
y recuerdos como discos, libros, muebles, electrodomésticos…, incluso manipuló
cuentas bancarias compartidas para quedarse con cuanto le fue posible. Fue una
nefasta experiencia de la que salí mal herido y que despertó en mi cierto
resquemor a la hora de iniciar nuevas relaciones.
Pero en
este caso no estaba sintiendo temor, muy al contrario, me encontraba confiado y
hasta eufórico al verme correspondido por quien siempre ocupó mi corazón,
aunque fuera de manera latente, y estuvo en mis pensamientos. Sí, es cierto que
le pedí que releyera aquel capítulo de «El Principito», metáfora sobre la amistad
y el compromiso, para hacerle notar la importancia que para mi tienen determinados valores en la relación personal. Me
sentía íntimamente unido a ella y con una sensación como si nos hubiéramos relacionado toda la vida. En gustos, ideologías, criterios y preferencias llegué a
advertirle que “somos muy parecidos”. Estaba comenzando a vivir una relación
muy especial, casi mágica. Nunca antes había experimentado nada igual. Estaba sintiendo el amor más grande de toda mi vida, un amor que me hizo tener la certeza de que, por
mucho que la hubieran querido, nunca nadie antes podría haberlo hecho tanto. Mi vida ya no sería posible sin que estuviera en ella.
Mi único consuelo era tenerla entre mis brazos, quererla, protegerla y
consagrar mi existencia en la misión de hacerla tan feliz como fuera capaz. Mi dulce, tierna
y querida niña gallega, mi amor infinito.