El alma desnuda - Te Olvidaré... cap. XVII

Lo confieso. En cuanto me senté ante mi escritorio lo primero que hice fue encenderme un cigarrillo. La abstinencia de fumar durante todo el fin de semana no fue nada fácil, pero, motivado por el amor, lo conseguí. Necesitaba un cigarrillo para relajarme y poder pensar con calma en todo lo que estaba pasando y en como me estaba afectando. Todo el mundo sabe que fumar es un hábito insano, pero para quienes lo hemos hecho toda la vida, dejar de hacerlo de un día para otro es como lanzar un osado reto a la ansiedad.

Seguía teniendo claro que, para hacer posibles los propósitos que estaba compartiendo con mi reencontrado amor de juventud, las prioridades no podían ser otras que solucionar el estado de mis finanzas, vinculadas en su mayor parte al negocio que compartía con quien había venido siendo mi compañera, y, al mismo tiempo, encontrar con urgencia un medio de vida que me permitiera seguir atendiendo todos mis compromisos presentes y los que se presentarían en ese incierto futuro al que me dirigía. Aunque tenía en el horizonte el poder llegar a tomar posesión de la herencia por la que llevaba luchando tantos años, lo que podría ser un importante aldabonazo para mis pretensiones, ninguna de las dos premisas que me planteaba iba a suponer una tarea tan sencilla como para resolverlas con brevedad y mucho menos en medio de un entorno enrarecido por las circunstancias. Era muy complicado soportar tanta tensión y, al mismo tiempo, guardar prudente silencio para no herir más de lo necesario la susceptibilidad de nadie. Cuando lo hacíamos por teléfono, evitaba hablar con ella de cuanto ocurría a mi alrededor, sobre todo por ahorrarle más y mayores preocupaciones. Ante todo quería evitar que volviera a sentirse responsable de la incómoda situación que estaba atravesando. En todo caso, cuando la situación llegaba a convertirse en algo insoportable y necesitaba hablar de cuanto soportaba, lo hacía dándole a entender que estaba siendo fuerte y firme, a lo que ella me solía responder con un entusiasta “¡así me gusta!”.

No lo podía tener más claro, ella era alguien verdaderamente especial y merecía que hiciera ese esfuerzo. Ella era única, excepcional y formaba parte de mi propia historia. Junto a ella encontraría la definitiva felicidad que anhelé toda la vida. De no ser así ¿cómo podía estar complicándome la existencia de semejante manera? No soy yo precisamente de ese tipo de personas tendentes a escapar de su propia realidad cuando le resulta incómoda. En mi escala de valores la lealtad y el compromiso, junto a la sinceridad y al respeto, son conceptos imprescindibles, condiciones irrenunciables. El que la suerte no me acompañara en pasadas relaciones, o mis frecuentes cambios de residencia por causa de mi profesión, poco o nada tienen que ver con mi auténtica naturaleza. Después de muchos años de mudanzas, aunque no estuviera en el mejor lugar del mundo, un día me planté en la decisión de mantener una residencia definitiva y estable. En ella, no sin el esfuerzo de una ardua lucha, había construido un modesto patrimonio, había creado una pequeña empresa con la que ser autosuficiente y todo ello junto a una mujer que siempre me brindó su apoyo incondicional, además de demostrarme un gran amor sin reservas. Una psicóloga cuatro años más joven que yo que puso una gran fe en ese proyecto que compartimos desde un principio. Solo la reaparición de esa persona, la única persona que tanto representaba en mi vida, solo ella, el gran amor de mi vida, podía ser motivo suficiente como para que me planteara romper con todo para, una vez más, empezar otra nueva vida en un lugar distinto, desconocido y lejano.  Por ninguna otra persona, por nadie más en este mundo, hubiera sido capaz de aceptar una decisión semejante.

El que inmediatamente después de nuestro primer encuentro en Madrid me escribiera en uno de sus mensajes “¡qué buena pareja hacemos!”, me transmitió mucho más ánimo que cualquiera de sus muchas palabras de cariño, aunque no puedo negar que me conmoviera cada vez que me dedicaba uno de sus “quérote”, “ceo meu” o simplemente cuando me llamaba “Amor”, palabra que siempre escribió así, con mayúscula. Su percepción sobre que hiciéramos buena pareja alivió mis preocupaciones sobre la impresión que pudiera causarle mi castigado e imperfecto aspecto, tan lejano como distinto del que tuve en los remotos tiempos de nuestra mocedad.

Mientras llegara una nueva oportunidad para volver a encontrarnos, nuestra relación, mantenida en la distancia de los cerca de mil kilómetros que nos separaban, regresó al intercambio de correos electrónicos, al chat, a los mensajes de texto y a las llamadas telefónicas que ya formaban parte de la rutina cotidiana. Invariablemente, todos los días a las mismas horas, esperaba su llamada con la ansiedad del enamorado que arde en deseos de escuchar la dulce voz de su amada. Normalmente me contaba cosas de su trabajo, de sus hijos o de sus actividades del día a día. Fue precisamente durante una de esas conversaciones cuando un día anticipó la despedida.

-Ahora tengo que dejarte porque me reclaman para que prepare la cena-

-¿Cómo que te reclaman? Cada uno debe ocuparse de todo y de sí mismo. Las tareas de casa deben estar repartidas-

-Sí, lo están, pero cada semana nos toca a uno preparar la cena-,  me explicó.

Sus palabras me dejaron preocupado. ¿Por qué seguía soportando una convivencia que no deseaba? Cada vez me era más difícil entender que estuviera aguantando aquella relación a la que, tal y como me confesó poco tiempo antes, estaba decidida a ponerle fin. No es que sintiera celos, nunca fui especialmente celoso, pero me irritaba que ese con quien compartía techo y cama estuviera exigiendo que cumpliera unas condiciones, mientras él no cumplía con las suyas. De hecho, según me contaba mi reencontrado amor,  llevaba meses sin ocuparse del sostenimiento de la casa y sin contribuir al pago del alquiler. En una conversación posterior no pude disimular el enojo que me producía semejante situación. Llegado cierto punto de la conversación, fue ella quien anticipó conclusiones.

-¿Qué quieres, que corte la relación? Fíjate si lo tengo fácil. Voy a hablar con él y acabaremos con este asunto-

-Pero, por favor, tenlo claro- apunté, -si tienes que tomar una decisión que no sea porque yo imponga nada, aunque me parece muy injusto que tu relación se dilate. Se me hace muy cuesta arriba soportar que, como pienso cada noche cuando nos despedimos, vayas después a meterte en la misma cama. Si pones fin a tu relación que sea por tus propios motivos-

-No, no. No te preocupes- apostilló, -ya te dije que estaba dispuesta a romper con él desde hacía tiempo- me recordó.

No parecía que el comportamiento de la persona con la que convivía fuera de lo más noble y adecuado. No hacía muchos días que, me contó, le sorprendió instalando en el ordenador que compartían en casa, algún tipo de programa espía que le permitiría ver contraseñas y tener acceso a sus correos electrónicos y conversaciones. De hecho, en varias ocasiones ella me llegó a advertir algún tipo de incidencia que le hizo sospechar que su privacidad pudiera estar siendo vulnerada, razón por la que le aconsejé cambiar todas sus contraseñas, como finalmente hizo. Y también le ocurrió que, aunque aducía no tener ingresos de los que poder aportar cantidad alguna para los gastos domésticos, le sorprendió contando cierta cantidad de dinero del que no quiso darle ninguna explicación.

Si de alguien pudiera sentirme celoso, unos celos con carácter retroactivo, era de quien compartió con ella veintidós año de vida, con quien se casó pocos años después de habernos conocido y, lo más importante, con quien tuvo dos hijos. No hay nada que pueda competir con eso. Nunca tuve hijos, mi ocasión quedó frustrada por voluntad de la mujer con la que podría haberlo tenido, pero no es difícil imaginar el vínculo que genera entre un hombre y una mujer, semejante lazo que pervive incluso después de que, como era el caso, el amor hubiera terminado. Me resultaba difícil comprender que su matrimonio hubiera concluido con un divorcio. Estaba convencido de que jamás hubiera pasado algo así de haber tenido la suerte de ocupar ese lugar.

Tanto por mi propio carácter como por mi oficio, siempre consideré la importancia de que mis relaciones, tanto personales como profesionales, fueran positivas, ya que de serlo son fuente de equilibrio emocional y de satisfacción personal mientras que son causa de gran estrés cuando no lo son tanto y, por tanto, se experimentan desacuerdos y enfrentamientos, situaciones que conllevan sinsabores y encontronazos con quien se convive. La mayoría de las veces estas situaciones parten de la dificultad de expresar lo que uno siente pero, al mismo tiempo, también de la dificultad que tenga o voluntad que ponga la otra persona en intentar comprendernos. Aunque tuve alguna más, relaciones de convivencia solo he mantenido tres a lo largo de mi vida. Dos de ellas, a pesar del drama que siempre supone ponerles fin, acabaron de manera más o menos amistosa. La otra no tanto porque la mujer con la que conviví adoptó una postura beligerante y, sabiendo que por mi carácter jamás discutiría por nada material, se apropió de muchas de mis pertenencias y recuerdos como discos, libros, muebles, electrodomésticos…, incluso manipuló cuentas bancarias compartidas para quedarse con cuanto le fue posible. Fue una nefasta experiencia de la que salí mal herido y que despertó en mi cierto resquemor a la hora de iniciar nuevas relaciones.

Un post declarando haber leído 'El Preincipito'
Pero en este caso no estaba sintiendo temor, muy al contrario, me encontraba confiado y hasta eufórico al verme correspondido por quien siempre ocupó mi corazón, aunque fuera de manera latente, y estuvo en mis pensamientos. Sí, es cierto que le pedí que releyera aquel capítulo de «El Principito», metáfora sobre la amistad y el compromiso, para hacerle notar la importancia que para mi tienen determinados valores en la relación personal. Me sentía íntimamente unido a ella y con una sensación como si nos hubiéramos relacionado toda la vida. En gustos, ideologías, criterios y preferencias llegué a advertirle que “somos muy parecidos”. Estaba comenzando a vivir una relación muy especial, casi mágica. Nunca antes había experimentado nada igual.  Estaba sintiendo el amor más grande de toda mi vida, un amor que me hizo tener la certeza de que, por mucho que la hubieran querido, nunca nadie antes podría haberlo hecho tanto. Mi vida ya no sería posible sin que estuviera en ella. Mi único consuelo era tenerla entre mis brazos, quererla, protegerla y consagrar mi existencia en la misión de hacerla tan feliz como fuera capaz. Mi dulce, tierna y querida niña gallega, mi amor infinito.

Y comenzó a ser mi prioridad - Te Olvidaré... cap. XVI

Puesta de sol
El tiempo voló. Fue un fin de semana tan maravilloso como efímero, fue nuestro primer encuentro después de más de treinta y tantos años, cuando ya nuestras respectivas vidas habían experimentado todos sus acontecimientos más relevantes, cuando el tiempo inmisericorde ya no nos permitiría recuperar lo vivido. Camino de vuelta a casa, mientras a través de las ventanillas del vagón del tren contemplaba melancólico como comenzaba a ocultarse el sol, no podía dejar de pensar en todo lo que esa mujer, la más importante de mi vida, me había ido contado durante esos dos días en Madrid. Sobre su improvisada boda; sobre cuál podría haber sido, con independencia de los sentimientos que pudiera haber existido entre ellos, la auténtica razón para que celebraran su boda tan austera y precipitadamente; sobre su maternidad; sobre sus veintidós años de matrimonio hasta que llegó el divorcio; sobre la precaria afectividad familiar que evidenciaba el que sus suegros hubieran llegado a morir sin haber querido conocer a dos de sus nietos; sobre las estrecheces económicas a las que venía haciendo frente desde la quiebra del negocio que según sus propias palabras “se llevó muy mal”. Me causaba una honda preocupación pensar en las consecuencias de aquel fracaso, sobre todo en las familiares. Para mi, que nunca llegué a tenerlos, suponía algo espantoso el que un problema económico fuera suficiente para romper el trato familiar entre hermanos.

Según parece, sus problemas comenzaron cuando decidieron comprar a los padres de él unas naves en las que ubicar el negocio, un espacio necesario para almacenar y, en su caso fabricar, productos de puericultura como carritos, cunas, bañeras y todo tipo de accesorios para bebés. Ambos confiaban en el éxito del negocio pensando que ante el acontecimiento del nacimiento de un hijo, nadie escatima a la hora de adquirir o de regalar todo ese tipo de artículos. Pero lejos de recibir algún privilegio en el trato, los suegros fueron implacables a la hora de negociar y hacer cumplir las condiciones de la venta. Eso supuso la rápida descapitalización del incipiente negocio. Lo que ocurrió después es que los ingresos no llegaron con la suficiente agilidad como para equilibrar el balance hasta que, finalmente, la acumulación de gastos colapsó el negocio. No dejó de extrañarme que esa hubiera sido la única causa del descalabro ya que, una vez comprobado que no existiría flexibilidad en las condiciones, el matrimonio podía haber optado por buscar otro vendedor, incluso por alquilar en vez de comprar. Quizá pensaron que, al tratarse de una operación entre familiares, jamás se llegaría a los extremos que fatalmente terminaron por ocurrir. Quizá también tuviera alguna relación con semejante fracaso el hecho de que un célebre fabricante galo de carritos para niño denunciara el posible plagio de uno de sus modelos, o quizá el del que, como ella lamentaba, una de sus hermanas con responsabilidades comerciales en el negocio decidiera, unilateralmente, abandonar la empresa para incorporarse inmediatamente después en otra de similares características aprovechándose del conocimiento que tenía de la cartera de clientes del negocio familiar. En cualquier caso y fuera por lo que fuera, la empresa se vio abocada al cierre, todas sus propiedades fueron embargadas, así como el patrimonio personal de ambos socios. Finalmente, los embargos y reclamaciones de los bancos alcanzó a los avalistas, lo que afectó al patrimonio de otra de sus tres hermanas. No obstante, mientras dispusieron de capital, parece que el matrimonio no escatimó en lujos y caprichos desde coches de alta gama, hasta, por ejemplo, figurar entre los socios fundadores de un club de golf que por entonces se inauguró en la zona. 
artículos de puericultura


Después de que, durante nuestro primer encuentro, escuché de su propia voz los pormenores más significativos de su vida, la preocupación que empecé a sentir no era por algo anecdótico que le estuviera ocurriendo a una persona de la que se tiene una mera referencia, sino que la sentía por los problemas que estaban influyendo en la felicidad de la persona que para mi estaba siendo la más importante del mundo. Sus preocupaciones pasaron a ser también las mías y a partir de ese momento mi mayor inquietud empezaría a ser qué hacer y cómo para que cualquier preocupación la impidiera ser plenamente feliz. Solemos decir que el dinero no da la felicidad, pero su escasez siempre la aleja. El panorama que me había dibujado no parecía nada fácil y, aunque se autodefinió como una mujer “luchadora”, sabía, por propia experiencia, que enfrentarse de forma prolongada a situaciones de precariedad termina por alterar la personalidad, incluso en mermar la salud. Hacía días de la boda de su hijo, tenía otra hija universitaria estudiando y viviendo fuera de casa, no contaba con ayuda de nadie, ni siquiera de su eventual pareja para afrontar los gastos domésticos comunes, incluido el alquiler, y, para colmo, debía hacer frente a los imprevistos que se le presentaran. Una vida demasiado estresante para una persona que, a su edad, debería estar viviendo una etapa de tranquilidad, algo que sus circunstancias, estaba claro, no estaban poniendo nada fácil.

Mientras el tren me acercaba de vuelta a Alicante, sentía como la nostalgia me oprimía el corazón. Hacía pocas horas que nos habíamos despedido y ya la estaba echando de menos. Volver a verla fue como un auténtico milagro que no hubiera imaginado que pudiera suceder ni en el mejor de mis sueños. La encontré tan bella como la recordaba. Cierto es que el tiempo deja sus huellas, pero ella seguía siendo una mujer de belleza escultural. Reconocí la dulzura de su mirada, su embriagadora sonrisa, un tono de tierna inocencia en su voz adornada con ese dulce acento gallego, la suavidad de su bronceada piel y los luminosos destellos que surgían de entre los rizos de su largo cabello. De la misma manera que cuando tantos años atrás la conocí, también ahora me preguntaba cómo una mujer tan deslumbrante podía haberse fijado en mi. Sentado en el tren, me recreaba en recordar cada uno de los detalles de nuestro encuentro, incluso los que, además de provocarme un amor infinito, también me hacían sonreír, aunque en su momento llegaron a causarme cierta estupefacción. En nuestra “primera vez”, antes de permitir que las pasiones se desataran en la habitación de nuestro hotel, le expresé mi preocupación por haber llegado hasta ese momento desprovisto de la aconsejable “protección”. Teniendo ante mi a una mujer de su aspecto, lo más fácil fue olvidar que se trataba de una alguien en plena madurez y lo más difícil mantener la sensatez.

-Cariño, no he venido preparado-, le comenté preocupado-
-Bueno ¡me da igual!-, respondió.
-Pues, si pasara algo, no quisiera ser el padre de mi nieto-
-Pero a mi no me importa-, me respondió. Una respuesta que en ese momento me estremeció.
-Después de nacer mi hija opté por hacerme ligadura de trompas- Su tranquilizadora explicación dejó el camino expedito a la pasión que, por momentos, me hizo imaginar que cuanto estaba sucediendo ocurría en un tiempo anterior, exactamente treinta y dos años atrás. Fue, como volver a los diecisiete.

Cuando al cabo de unas horas desde mi salida de Madrid, llegué a la estación de Villena, mi punto de partida de tan solo dos días antes, mis amigos esperaban para llevarme de vuelta a casa. Durante el corto trayecto en coche la conversación fue intrascendente. Charlamos sobre el tiempo, el estado de Madrid, el trabajo..., mientras yo trababa de disimular mis auténticas emociones. Cuando me dejaron en la puerta de mi casa y se marcharon, antes de subir me apresuré a telefonearla. Ella, que había regresado, tal como hizo el viaje de ida, en avión, ya llevaba horas en su casa.

-Hola cariño ¿Qué tal tu viaje?-
-¡Mucho más rápido que a la ida, sin retrasos!-
-Sí, porque nos robaron un par de horas-
-Ya las recuperaremos-
-Tenemos que recuperar mucho, mucho tiempo, amor-
-Y lo vamos a hacer-
-Ya te estoy echando de menos. Ha sido fabuloso estar contigo-
-También para mi lo fue. Volveremos a vernos muy pronto-

Sus últimas palabras me llenaron de entusiasmo. Sin lugar a dudas debía emprender todo lo necesario para hacer posible nuestra convivencia, nuestro proyecto en común, recuperar lo que durante toda la vida ambos anhelamos y nunca pudimos tener. Pero traspasar el umbral de la puerta de mi casa supuso el regreso a la cruda realidad. La que hasta entonces había venido siendo mi pareja, ahora únicamente compañera de piso, me recibió amable, pero eran más que evidentes los signos de su sufrimiento por mucho que intentara ocultarlos.

-Tu padre llamó por teléfono. Le dije que estabas fuera por un asunto de trabajo-.
-Te lo agradezco mucho. Cuando sea el momento oportuno yo mismo le pondré al corriente de la nueva situación-, le respondí.

No era lo más oportuno hacer mayores comentarios en ese momento. Venía de verme con quien siempre, desde mi incipiente juventud, vivió en mi recuerdo como el gran amor de mi vida y estaba dispuesto a aprovechar la oportunidad que el destino me ponía delante. Recuperaría la vida a la que nunca tuve opción, pero no deseaba hacer daño a quien había convivido conmigo los últimos años y que siempre fue una gran compañera, una persona con la que no había tenido más conflictos, ni mayores discrepancias que las propias de quienes conviven bajo un mismo techo y, posteriormente, de quienes comparten la administración de un pequeño negocio. Sabiendo que no podría llevar adelante mis propósitos sin lastimar sus sentimientos, tendría que obrar con la mayor sutileza y dándola a entender que siempre atendería mi parte de las obligaciones que un buen día acordamos compartir. Era consciente de que no tenía ningún derecho a dejarla en la estacada y de que, de la misma manera que debía seguir ocupándome de mi padre, también tendría que tener en cuenta que un día me comprometí a trabajar por conseguir lo que ambos considerábamos sería la clase de vida que merecíamos ¿Cómo pasar por alto todas las cosas que habíamos compartido?, los tiempos duros, los problemas superados, las batallas contra las adversidades, los días felices, las aventuras, las excursiones, las noches contemplando las estrellas, nuestros pequeños logros, el día que estrenamos coche, cada uno de esos momentos festivos en los que celebrábamos con champán un nuevo mueble, unas cortinas nuevas, el aire acondicionado o un nuevo electrodoméstico… Por naturaleza, hasta que en cada momento los motivos superaron con creces lo razonablemente soportable, siempre, en todas mis relaciones fui fiel. No soy de los que necesitan reemplazar ocasionalmente a su pareja y sí de los que ven en ella tanto a la mujer, como a la compañera con la que compartirlo todo. Creo que no hay vida completa sin compartir cuanto acontezca, bueno o malo, con quien puedes considerar tu amiga, tu confidente, tu amante y tu “cómplice”. 
Mi ex pareja esperaba


Iba a ser duro, muy duro afrontar las circunstancias inevitablemente implícitas en mi decisión. A la vista de todos estaba cometiendo una locura, dejándome llevar por un impulso vehemente, incluso pudiera parecer que estuviera tomándome la revancha de una frustración ocurrida en los años de mi juventud; pudiera, simplemente, estar tomando una postura injusta, egoísta y caprichosa. Pero para mi se trataba de algo vital, de algo de mucha mayor enjundia de lo que pudiera parecer. Cuando ya eres persona adulta y madura, con los cincuenta ampliamente superados, la decisión de renunciar a todo para comenzar de cero una nueva vida con otra persona, es algo que no se hace por simple capricho. Trataba de volver sobre mis pasos para retomar la vida que los imponderables me negaron. Mi antiguo amor no era solamente eso, un amor de juventud, sino que era parte de mi vida, una vida injustamente negada, un hito en mi propia historia siempre  condicionada por una sucesión de circunstancias que excluyeron mi posibilidad de elección. Era un sueño, sí, una especie de milagro, pero también un realidad palmaria a la que no podía renunciar. Estaba convencido de que aquello no era un mero reencuentro con una persona importante del pasado, sino la providencial oportunidad de recuperar todo aquello a lo que en su momento me vi obligado a renunciar. Estaba ante la persona adecuada. No solo hablaban los sentimientos aletargados, la nostalgia o el deseo, hablaban las evidencias ¿Cómo era posible que después de más de treinta años la mujer que fue aquella niña que conocí, guardara todavía viejas fotos y cartas, además de coincidir plenamente en que aquella separación fue una injusta circunstancia de la vida?

El calendario señalaba fechas próximas al fin de aquel mes y, sin poder de dejar de pensar en los muchos problemas que tendría que afrontar, decidí enviarle algo de dinero. Mi situación financiera no dejaba de ser complicada, pero ella era mi prioridad así que, haciendo uso de los datos de la cuenta bancaria que me facilitó cuando, días atrás, me pidió que avalara la solicitud de un préstamo para preveer las nuevas necesidades de su hija, le ingresé trescientos euros, tanto como me fue posible en ese momento. Después de hacerlo la llamé para advertírselo.

-He cobrado unas facturas con las que ya no contaba -le dije-, un dinero extra. Así que te he ingresado una pequeña parte en la cuenta que me facilitaste de la que tu hija es titular ¿Tú puedes disponer, verdad?-
-Si amor, tengo firma autorizada-.


Aquel sería el primero de otros muchos ingresos con los que, dentro de mis modestas posibilidades, intentaba contribuir a paliar sus estrecheces económicas. Pero además, dado que íbamos a seguir viéndonos en Madrid, le facilité los datos de mi tarjeta de crédito con la excusa de que se sirviera de ella para sacar billetes de avión y hacer reservas de hotel. Me proporcionó cierta tranquilidad el que, con esa tarjeta, pudiera atender cualquier tipo de imprevisto. Cuanto hacía no era sino anticipar lo que sería propio y natural en nuestra inminente convivencia, nuestro proyecto en común. Estaba considerando que ella ya era parte de mi propia familia. No podía imaginar que a mis años, tras todo lo pasado, fuera capaz de estar sintiendo lo mismo que sentí en mi juventud. La oxitocina que producía mi cerebro era la propia de un amor juvenil. De lo más recóndito de mi memoria surgían sin cesar todo tipo de recuerdos, incluso los de la inmensa tristeza, la gran amargura que me supuso la irremediable separación y posterior soledad. Me sentí como se sintió aquel muchacho que fui, deseoso entonces y capaz ahora. Su felicidad era lo único que podría dar sentido a mi existencia y yo estaba dispuesto a todo. Cuanto más lo repetía más claro estaba que ella siempre fue y siempre sería, el gran amor de mi vida.