El tiempo voló. Fue un fin de semana tan maravilloso como efímero, fue
nuestro primer encuentro después de más de treinta y tantos años, cuando ya
nuestras respectivas vidas habían experimentado todos sus acontecimientos más
relevantes, cuando el tiempo inmisericorde ya no nos permitiría recuperar lo
vivido. Camino de vuelta a casa, mientras a través de las ventanillas del vagón
del tren contemplaba melancólico como comenzaba a ocultarse el sol, no podía dejar
de pensar en todo lo que esa mujer, la más importante de mi vida, me había ido contado
durante esos dos días en Madrid. Sobre su improvisada boda; sobre cuál podría haber sido, con
independencia de los sentimientos que pudiera haber existido entre ellos, la auténtica razón para que celebraran su boda tan austera y precipitadamente;
sobre su maternidad; sobre sus veintidós años de matrimonio hasta que llegó el
divorcio; sobre la precaria afectividad familiar que evidenciaba el que sus
suegros hubieran llegado a morir sin haber querido conocer a dos de sus nietos;
sobre las estrecheces económicas a las que venía haciendo frente desde la quiebra del negocio que según sus propias palabras “se
llevó muy mal”. Me causaba una honda preocupación pensar en las consecuencias de
aquel fracaso, sobre todo en las familiares. Para mi, que nunca llegué a
tenerlos, suponía algo espantoso el que un problema económico fuera suficiente
para romper el trato familiar entre hermanos.
Según parece, sus problemas comenzaron cuando decidieron comprar
a los padres de él unas naves en las que ubicar el negocio, un espacio necesario
para almacenar y, en su caso fabricar, productos de puericultura como
carritos, cunas, bañeras y todo tipo de accesorios para bebés. Ambos confiaban
en el éxito del negocio pensando que ante el acontecimiento del nacimiento
de un hijo, nadie escatima a la hora de adquirir o de regalar todo ese tipo de artículos.
Pero lejos de recibir algún privilegio en el trato, los suegros fueron
implacables a la hora de negociar y hacer cumplir las condiciones de la venta. Eso supuso la
rápida descapitalización del incipiente negocio. Lo que ocurrió después es que
los ingresos no llegaron con la suficiente agilidad como para
equilibrar el balance hasta que, finalmente, la acumulación de gastos colapsó
el negocio. No dejó de extrañarme que esa hubiera sido la única causa del descalabro ya que,
una vez comprobado que no existiría flexibilidad en las condiciones, el
matrimonio podía haber optado por buscar otro vendedor, incluso por alquilar en
vez de comprar. Quizá pensaron que, al tratarse de una operación entre familiares, jamás se llegaría a los extremos que fatalmente terminaron por ocurrir.
Quizá también tuviera alguna relación con semejante fracaso el hecho de que un
célebre fabricante galo de carritos para niño denunciara el posible plagio de
uno de sus modelos, o quizá el del que, como ella lamentaba, una de sus hermanas con responsabilidades comerciales en el negocio decidiera, unilateralmente, abandonar la empresa para incorporarse
inmediatamente después en otra de similares características aprovechándose del
conocimiento que tenía de la cartera de clientes del negocio familiar. En
cualquier caso y fuera por lo que fuera, la empresa se vio abocada al cierre,
todas sus propiedades fueron embargadas, así como el patrimonio personal de ambos socios. Finalmente, los embargos y reclamaciones de los bancos alcanzó a los avalistas, lo que afectó al patrimonio de otra de sus
tres hermanas. No obstante, mientras dispusieron de capital, parece que el
matrimonio no escatimó en lujos y caprichos desde coches
de alta gama, hasta, por ejemplo, figurar entre los socios fundadores de un club de golf que por entonces se inauguró en la zona.
Después de que, durante nuestro primer encuentro, escuché de su propia voz los pormenores más significativos de su vida, la preocupación
que empecé a sentir no era por algo anecdótico que le estuviera ocurriendo a
una persona de la que se tiene una mera referencia, sino que la sentía por los
problemas que estaban influyendo en la felicidad de la persona que para mi estaba
siendo la más importante del mundo. Sus preocupaciones pasaron a ser también las
mías y a partir de ese momento mi mayor inquietud empezaría a ser qué hacer y cómo para que cualquier preocupación la impidiera ser plenamente feliz. Solemos decir que el dinero
no da la felicidad, pero su escasez siempre la aleja. El panorama que
me había dibujado no parecía nada fácil y, aunque se autodefinió como una mujer
“luchadora”, sabía, por propia experiencia, que enfrentarse de forma prolongada a
situaciones de precariedad termina por alterar la personalidad, incluso en mermar la salud. Hacía días de
la boda de su hijo, tenía otra hija universitaria estudiando y viviendo fuera de
casa, no contaba con ayuda de nadie, ni siquiera de su eventual pareja para
afrontar los gastos domésticos comunes, incluido el alquiler, y, para colmo, debía
hacer frente a los imprevistos que se le presentaran. Una vida demasiado
estresante para una persona que, a su edad, debería estar viviendo una
etapa de tranquilidad, algo que sus circunstancias, estaba claro,
no estaban poniendo nada fácil.
Mientras el tren me acercaba de vuelta a Alicante, sentía como la
nostalgia me oprimía el corazón. Hacía pocas horas que nos habíamos despedido y
ya la estaba echando de menos. Volver a verla fue como un auténtico milagro que
no hubiera imaginado que pudiera suceder ni en el mejor de mis sueños.
La encontré tan bella como la recordaba. Cierto es que el tiempo deja sus
huellas, pero ella seguía siendo una mujer de belleza escultural. Reconocí la dulzura
de su mirada, su embriagadora sonrisa, un tono de tierna inocencia en su voz
adornada con ese dulce acento gallego, la suavidad de su bronceada piel y los luminosos
destellos que surgían de entre los rizos de su largo cabello. De la misma
manera que cuando tantos años atrás la conocí, también ahora me preguntaba cómo
una mujer tan deslumbrante podía haberse fijado en mi. Sentado en el tren, me recreaba en
recordar cada uno de los detalles de nuestro encuentro, incluso los que, además
de provocarme un amor infinito, también me hacían sonreír, aunque en su momento llegaron a causarme cierta estupefacción. En
nuestra “primera vez”, antes de permitir que las pasiones se desataran en la
habitación de nuestro hotel, le expresé mi preocupación por haber llegado
hasta ese momento desprovisto de la aconsejable “protección”. Teniendo ante mi
a una mujer de su aspecto, lo más fácil fue olvidar que se trataba de una alguien en plena madurez y lo más difícil mantener la sensatez.
-Cariño, no he venido preparado-, le comenté preocupado-
-Bueno ¡me da igual!-, respondió.
-Pues, si pasara algo, no quisiera ser el padre de mi nieto-
-Pero a mi no me importa-, me respondió. Una respuesta que en ese
momento me estremeció.
-Después de nacer mi hija opté por hacerme ligadura de trompas- Su tranquilizadora explicación dejó el camino expedito a la pasión que, por momentos, me hizo
imaginar que cuanto estaba sucediendo ocurría en un tiempo anterior,
exactamente treinta y dos años atrás. Fue, como volver a los diecisiete.
Cuando al cabo de unas horas desde mi salida de Madrid, llegué a la
estación de Villena, mi punto de partida de tan solo dos días antes, mis amigos
esperaban para llevarme de vuelta a casa. Durante el corto trayecto en coche
la conversación fue intrascendente. Charlamos sobre el tiempo, el estado de Madrid, el trabajo..., mientras yo trababa de disimular mis auténticas emociones. Cuando
me dejaron en la puerta de mi casa y se marcharon, antes de subir me apresuré a
telefonearla. Ella, que había regresado, tal como hizo el viaje de ida, en avión, ya llevaba
horas en su casa.
-Hola cariño ¿Qué tal tu viaje?-
-¡Mucho más rápido que a la ida, sin retrasos!-
-Sí, porque nos robaron un par de horas-
-Ya las recuperaremos-
-Tenemos que recuperar mucho, mucho tiempo, amor-
-Y lo vamos a hacer-
-Ya te estoy echando de menos. Ha sido fabuloso estar contigo-
-También para mi lo fue. Volveremos a vernos muy pronto-
Sus últimas palabras me llenaron de entusiasmo. Sin lugar a dudas
debía emprender todo lo necesario para hacer posible nuestra convivencia, nuestro proyecto en común,
recuperar lo que durante toda la vida ambos anhelamos y nunca pudimos tener.
Pero traspasar el umbral de la puerta de mi casa supuso el regreso a la cruda
realidad. La que hasta entonces había venido siendo mi pareja, ahora
únicamente compañera de piso, me recibió amable, pero eran más que evidentes
los signos de su sufrimiento por mucho que intentara ocultarlos.
-Tu padre llamó por teléfono. Le dije que estabas fuera por un asunto
de trabajo-.
-Te lo agradezco mucho. Cuando sea el momento oportuno yo mismo le
pondré al corriente de la nueva situación-, le respondí.
No era lo más oportuno hacer mayores comentarios en ese momento. Venía de verme con quien siempre, desde mi incipiente juventud, vivió
en mi recuerdo como el gran amor de mi vida y estaba dispuesto a aprovechar la
oportunidad que el destino me ponía delante. Recuperaría la vida a la que nunca
tuve opción, pero no deseaba hacer daño a quien había convivido conmigo los
últimos años y que siempre fue una gran compañera, una persona con la que no
había tenido más conflictos, ni mayores discrepancias que las propias de quienes conviven bajo un mismo techo y, posteriormente, de quienes comparten la administración de un pequeño
negocio. Sabiendo que no podría llevar adelante mis propósitos sin lastimar sus
sentimientos, tendría que obrar con
la mayor sutileza y dándola a entender que siempre atendería mi parte de las obligaciones que un buen día acordamos compartir. Era
consciente de que no tenía ningún derecho a dejarla en la estacada y de que, de la
misma manera que debía seguir ocupándome de mi padre, también tendría que tener
en cuenta que un día me comprometí a trabajar por conseguir lo que ambos considerábamos sería
la clase de vida que merecíamos ¿Cómo pasar por alto todas las cosas que
habíamos compartido?, los tiempos duros, los problemas superados, las batallas contra
las adversidades, los días felices, las aventuras, las excursiones, las noches
contemplando las estrellas, nuestros pequeños logros, el día que estrenamos coche, cada uno de esos momentos festivos en los que celebrábamos
con champán un nuevo mueble, unas cortinas nuevas, el aire acondicionado o un
nuevo electrodoméstico… Por naturaleza, hasta que en cada momento los motivos superaron
con creces lo razonablemente soportable, siempre, en todas mis relaciones fui
fiel. No soy de los que necesitan reemplazar ocasionalmente a su pareja y sí de los que ven en ella tanto a la
mujer, como a la compañera con la que compartirlo todo. Creo que no hay vida
completa sin compartir cuanto acontezca, bueno o malo, con quien puedes
considerar tu amiga, tu confidente, tu amante y tu “cómplice”.
Iba a ser duro, muy duro afrontar las circunstancias inevitablemente
implícitas en mi decisión. A la vista de todos estaba cometiendo una
locura, dejándome llevar por un impulso vehemente, incluso pudiera
parecer que estuviera tomándome la revancha de una frustración ocurrida
en los años de mi juventud; pudiera, simplemente, estar tomando una postura injusta,
egoísta y caprichosa. Pero para mi se trataba de algo vital, de algo de mucha mayor enjundia de lo que pudiera parecer.
Cuando ya eres persona adulta y madura, con los cincuenta ampliamente superados, la decisión de renunciar a todo para comenzar de cero una nueva vida con otra persona, es algo que no se hace por simple capricho. Trataba de volver sobre mis pasos para retomar
la vida que los imponderables me negaron. Mi antiguo amor no era solamente eso,
un amor de juventud, sino que era parte de mi vida, una vida injustamente negada, un hito en mi propia historia siempre condicionada por una sucesión de circunstancias que excluyeron mi posibilidad de elección. Era un sueño, sí, una especie de milagro, pero
también un realidad palmaria a la que no podía renunciar. Estaba convencido de
que aquello no era un mero reencuentro con una persona importante del pasado,
sino la providencial oportunidad de recuperar todo aquello a lo que en su
momento me vi obligado a renunciar. Estaba ante la persona adecuada. No solo hablaban
los sentimientos aletargados, la nostalgia o el deseo, hablaban las evidencias
¿Cómo era posible que después de más de treinta años la mujer que fue aquella
niña que conocí, guardara todavía viejas fotos y cartas, además de coincidir
plenamente en que aquella separación fue una injusta circunstancia de la vida?
El calendario señalaba fechas próximas al fin de aquel mes y,
sin poder de dejar de pensar en los muchos problemas que tendría que afrontar,
decidí enviarle algo de dinero. Mi situación financiera no
dejaba de ser complicada, pero ella era mi prioridad así que, haciendo uso de
los datos de la cuenta bancaria que me facilitó cuando, días atrás, me pidió que avalara la solicitud de un préstamo para preveer las nuevas necesidades de
su hija, le ingresé trescientos euros, tanto como me fue posible en ese
momento. Después de hacerlo la llamé para advertírselo.
-He cobrado unas facturas con las que ya no contaba -le dije-, un
dinero extra. Así que te he ingresado una pequeña parte en la cuenta que me
facilitaste de la que tu hija es titular ¿Tú puedes disponer, verdad?-
-Si amor, tengo firma autorizada-.
Aquel sería el
primero de otros muchos ingresos con los que, dentro de mis modestas posibilidades, intentaba contribuir a paliar sus estrecheces económicas. Pero además, dado que
íbamos a seguir viéndonos en Madrid, le facilité los datos de mi tarjeta de crédito con la excusa de que se sirviera de ella para
sacar billetes de avión y hacer reservas de
hotel. Me proporcionó cierta tranquilidad el que, con esa tarjeta, pudiera
atender cualquier tipo de imprevisto. Cuanto hacía no era sino anticipar lo que sería propio y natural en nuestra inminente convivencia, nuestro proyecto en
común. Estaba considerando que ella ya era parte de mi propia familia. No podía
imaginar que a mis años, tras todo lo pasado, fuera capaz de estar sintiendo lo
mismo que sentí en mi juventud. La oxitocina que producía mi cerebro era la
propia de un amor juvenil. De lo más recóndito de mi memoria surgían sin cesar todo tipo
de recuerdos, incluso los de la inmensa tristeza, la gran amargura que me supuso la irremediable separación y posterior soledad. Me sentí como se sintió aquel muchacho que
fui, deseoso entonces y capaz ahora. Su felicidad era lo único que podría dar sentido a
mi existencia y yo estaba dispuesto a todo. Cuanto más lo repetía más claro estaba que ella siempre fue y siempre sería, el
gran amor de mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario