Asuntos económicos - Te Olvidaré... cap. XV

Por suerte, en el Vip's próximo a la Puerta de Toledo que encontramos cerca del hotel nos sirvieron unos suculentos platos combinados con los que aplacamos el hambre y nos recuperamos del desgaste extra de un intenso día que ya alcanzaba las últimas horas de la tarde y que transcurría como una exhalación.


La zona de nuestro primer encuentro
-No puedes ni imaginar cuantas veces, ni de que manera, te he echado de menos a lo largo de mi vida-, le explicaba mientras todavía estábamos en el comedor en el que, si acaso, había dos o tres personas más compartiéndolo con nosotros.

No es que hubiera caído en hacer comparaciones de ningún tipo con las parejas con las que mantuve algún tipo de relación a lo largo de todos aquellos últimos años, pero repasando mis experiencias me daba cuenta de que siempre, por  una razón o por otra, al llegar con cada una de ellas a un punto decisivo, inevitablemente me asaltó un pensamiento recurrente que me trajo cada vez a la memoria a aquella dulce muchacha gallega a la que siempre añoré. Un sentimiento para el que la lengua gallega tiene una palabra exacta con la que definirlo: saudade. Recordaba especialmente la experiencia con cierta compañera de profesión con la que mantuve una más que estrecha relación en un periodo en el que ambos nos movimos ente Cádiz y Madrid. Cuando inesperadamente se quedó embarazada, decidió renunciar a la gestación porque en su objetivo de ese momento estaba llegar a trabajar en televisión, un objetivo que su embarazo podría poner en riesgo. Fue mi única y última experiencia en la que llegué a plantearme la paternidad. Tuve que respetar su decisión, pero en mi interior se abrió una herida profunda que no solo supuso el fin de aquella relación, sino de que me planteara la necesidad de pasar por una experiencia similar. El dolor me afectó prolongándose durante años hasta generarme, más que prudencia, rechazo ante todo lo que, más allá de la autenticidad de los sentimientos y del compromiso para consensuar una decisión como la tener un hijo, pudiera generarme iguales o similares consecuencias.

Viéndome allí, frente a frente, hablando de nuestras vidas con la mujer de la que me enamoré durante mis primeros años de juventud, la intensidad de la nostalgia quedaba diluida en la esperanza de recuperar junto a ella la vida  que, por circunstancias, siempre nos fue negada. Ya no éramos dos jóvenes, desde luego, ya no había cabida para esperar de nuestra convivencia otras consecuencias más allá de compartir una etapa postrera sobre la solidez de un amor deseado, auténtico, maduro, sincero y, sobre todo, romántico. A pesar de todo, significaba recuperar algo que, en justicia, a ambos nos pertenecía y que no era sino amarnos, disfrutando de una vida en pareja en busca de la auténtica felicidad.


Recreación del horizonte nocturno madrileño

La noche ya era manifiesta y el cansancio evidenciaba la intensidad de un día que, paradójicamente, parecía haber durado menos de lo normal. Regresamos al hotel. Ella hizo su habitual llamada que cada noche su hija esperaba, momento que aproveché para pasar a asearme al baño lo que, pensé, le proporcionaría mayor intimidad mientras hablaban. Tomé mi medicación y regresé a la habitación.

-¿Todo bien?-, le pregunté.
-Sí, sí…, ya le dije a mi hija que todo bien, que estoy muy feliz-, respondió.
-Supongo que estará sorprendida de lo que está pasando-
-Ya le hablé de ti y ella sabe quien eres-
-¿Y eso…?-
-Pues porque alguna vez te vio en la foto que hace años me mandó tu madre. Para ella eres “el novio militrioncho de mamá”, ya sabes-, una denominación que nos hizo sonreír.
-Seguro que si ahora me ve ¡no me reconoce!-
-Tenemos una relación muy especial-, me aclaró. -Me lo consulta todo, no tenemos secretos. Fíjate que me llamó un día antes de tener su primera experiencia sexual con su novio-
-¡No me digas!-, le respondí sorprendido.
-No es pasión de madre, es una persona muy espacial y una magnífica estudiante-, concluyó.

Estaba más que claro que su condición de madre sustentaba, como es lógico, auténtica pasión por sus dos hijos para los que no escatimaba los elogios a sus muchas virtudes. Ella, la menor, estaba concluyendo estudios universitarios de comunicación audiovisual en Salamanca. Él, el mayor, con treinta y cinco años cumplidos, se acaba de casar con su novia, una licenciada en farmacia, y además de destacar en su trabajo como un excelente comercial, era un deportista de larga trayectoria en el ciclismo amateur.

Si el día anterior me pareció corto, la noche fue como el paso de una estrella fugaz. Me desperté muy temprano lo que me proporcionó el regalo de observarla allí, a mi lado, sintiendo su respiración sosegada y su aspecto profundamente relajado. Era como estar viendo lo que hay más allá del infinito. Sentí la necesidad de amarla, de protegerla, de velar por su felicidad. Y así permanecí, mirándola sin mover un solo músculo por temor a despertarla, hasta el momento en el que, cuando ya entraban los primeros rayos de luz del nuevo día a través de los resquicios de las cortinas, se despertó. Me miró, sonrió y reclinó su cabeza en mi pecho. Tenía que pellizcarme para comprobar que no era un sueño, que estaba viviendo de verdad un momento que siempre formó parte de mis sueños más deseados. No podía sentir más amor, ni imaginar mayor dulzura.

-Buenos días amor. Vámonos a desayunar y aprovechemos el día-, le propuse consciente de que ese sábado iba a pasar en un suspiro.


nuestro primer paseo juntos después de 32 años
Desayunamos en un típico mesón próximo a la Plaza Mayor, por la que empezamos un largo paseo por el centro de Madrid mientras seguíamos poniéndonos al día de todas aquellas vicisitudes que ocurrieron en nuestras respectivas vidas durante tantos y tantos años en los que estuvimos separados. Así, caminando, llegamos a la Puerta del Sol, donde se sitúa el kilómetro cero de las carreteras radiales de España, y, poco más adelante, transitando por Arenal, le invité a asomarse a una bocacalle para que leyera, escrito sobre los toldos que cubrían las ventanas del entresuelo de una de esas viejas casas señoriales, el nombre de un restaurante.

-¿Qué pone ahí?-, le dije
-¡Moaña!-, contestó sorprendida
-¡Sí!, imagina de quién me acordaba cada vez que pasaba por aquí-, le dije mientras se sonreía.

Andamos y andamos sin pausa y sin percatarnos de que pudimos recorrer varios kilómetros, abstraídos más por las charla que por todo lo espectacular, como la plaza de Oriente, el Palacio Real, el Teatro Real y otras maravillas que se iban poniendo ante nuestros ojos. El paseo nos hizo llegar hasta las callejuelas del llamado Madrid de los Austrias que rodean la plaza de la Villa, emplazamiento de la primigenia Casa Consistorial del Ayuntamiento de Madrid. 


Puerta del Sol de Madrid
Allí comenzó a darme detalles de su boda. Sucedió siendo muy joven, todavía era una estudiante cuando se casó. Me contaba como, estando estudiando magisterio en Pontevedra, recordaba ir a clase estando embarazada, motivo por el que compañeros y profesores eran especialmente condescendientes con ella. Me resultó inevitable hacer cuentas y constatar que se casó apenas dos o tres años dmás tarde de habernos conocido. Me resultó francamente chocante. ¿Por qué tantas prisas? El novio resultó ser un muchacho de Cangas, localidad vecina y muy próxima a Moaña. Según parece él era hijo de familia adinerada y demostraba una gran afición por la fotografía. Lo que deducí es que aquella boda fue tan de repente porque él dispondría así de una excusa para quedar exento del servicio militar, obligatorio para todos los mozos varones de la época. Y si acaso ser padre de familia era eximente de tener que hacer "la mili", tal circunstancia se adquirió un carácter definitivo con el embarazo de ella. Confieso que me asaltaron pensamientos contradictorios al conocer esta historia, que me hizo sospechar que alguien pudo sacar provecho de sus sentimientos, pero no quise exteriorizar mi contrariedad mientras ella iba desgranando aquella parte de su historia.

-Fue algo muy sencillo, casi improvisado-, me confesó. -Nos casó un cura que me había dado clase en el instituto, pero yo no fui con traje blanco de novia, ni hubo ninguna ceremonia especial-

Cuanto me contaba me dejaba una sensación extraña pensando en que lo normal es que ese tipo de episodios, trascendentes en la vida de cualquier pareja con independencia de las convicciones religiosas, es que se preparen con tiempo y primor. Incluso en los casos de mayor austeridad, siempre hay algo extraordinario. Pero el relato de aquella boda sonaba a algo hecho con prisa, improvisado. Reprimí hacer preguntas. No era cosa de forzar que contara algo que le fuera a ser incómodo en ese momento cuando íbamos a tener todo el tiempo por delante para hablar con detalle de todo cuanto aconteció en nuestras vidas.  Sin embargo, me resultó aún más chocante saber que sus suegros, los padres de su ex marido, llegaron a fallecer sin haber querido conocer a sus dos nietos, un dato del que se deduce que el matrimonio nunca fue del agrado de sus suegros y que nunca contó con su aprobación.

En cualquier caso, aquel matrimonio duró veintidós años antes de que llegara el divorcio entre ambos. Concluyó justo después colapsar un negocio de artículos de puericultura que ambos emprendieron y cuya quiebra final supuso, además, la ruptura con dos de sus tres hermanas a las que el fiasco alcanzó como avalistas. Las consecuencias de serlo mermó sus respectivos patrimonios y afectaría a sus respectivas economías de por vida, desde el momento en el que los bancos hicieran valer los compromisos, como garantes que fueron de las operaciones de créditos, para exigir el cobro de la deuda. Para compensar aquella debacle de algún modo, ella me aseguró haber renunciado, en favor de sus dos hermanas perjudicadas, a la parte de la herencia familiar que en su momento le correspondería y que básicamente es la casa paterna, un caserón en un recóndito rincón de uno de los barrios de Moaña, que además de haber sido el hogar familiar, ahora ocupado por su madre, en otros tiempos fue, además, un bar-comedor, negocio que fue sustento de toda la familia.


Sentí una gran consternación al saber de esos malos momentos de su vida en los que no pude estar ahí para evitarlos, pero más honda fue la preocupación que me causó conocer el origen de lo que parecía hacerle arrastrar graves problemas económicos. Si quienes la avalaron estaban pagando las consecuencias, no lo haría ella en menor medida que, entre otras cosas y por esa razón, se veía privada de tener propiedades a su nombre y, además, estaba obligada a desprenderse mensualmente de una parte de su sueldo, que le era retenido tan pronto como le fuese ingresado en cuenta. Aún así, no solo hacía frente al sostenimiento de su casa y de ella misma, sino que tenía a una estudiante fuera de casa, lo que, aunque su hija compatibilizara los estudios con un trabajo de camarera que le proporcionaba algunos ingresos, suponía tener que atender otros gastos típicos de una estudiante universitaria. Mi economía tampoco estaba en su mejor momento y desde no hacía mucho tiempo, las circunstancias sobrevenidas me obligaban a hacer no pocos equilibrios para atender todas mis obligaciones, pero aún así me propuse, desde ese mismo instante, colaborar, en la mayor medida que me fuera posible, a paliar sus dificultades. No podía soportar la idea de que hubiera nada que la estuviera haciendo sufrir. Yo ya estaba ahí con la intención de cuidarla y con el firme propósito de velar por su felicidad.

No hay comentarios: