Lo que es normal - Te Olvidaré... cap. XVIII

Normal...,

...una palabra con la que se indica que la acción a la que va unida no altera, ni para bien, ni para mal, los límites de lo socialmente establecido como aceptable.


Cuando algo es normal, es que todo va bien. Cuando de algo se dice que ‘no es normal’, se señala que, por exceso o por defecto, lo que ocurre no es aceptable o razonable. Pero que algo no sea normal no necesariamente significa que se trate de algo negativo o reprobable. Si todo en nuestras vidas ocurriera dentro de los límites de lo normal, nunca tendríamos ocasión de experimentar lo extraordinario, aquellas cosas mágicas que gratifican la existencia ¿Es acaso normal, por ejemplo, empezar en un momento dado a confiar ciegamente en una persona desconocida? Eso es exactamente lo que ocurre cuando entre dos personas surge el amor. Abren sus corazones, destapan su intimidad y ponen toda su fe la en la otra persona. Así germina el vínculo que hace del amor, una de esas pocas cosas que pueden considerarse como verdad en la que confiar ¿A que no es normal?

Para mi, lo normal durante aquellos días del mes de junio no podía ser otra cosa que orientar todo hacía un único fin: recuperar mi vida, aquella que, por las razones ya relatadas en capítulos anteriores, consideraba que me había sido hurtada. Ahora, además, tenía la absoluta seguridad de que la otra persona involucrada en la causa y sus efectos, esa que, aunque ausente en lo físico durante tantos años siempre tuve presente como el gran amor de mi vida, coincidía plenamente en la necesidad de aprovechar la oportunidad que milagrosamente se había presentado ante nosotros. Era el momento de retomar lo que años atrás quedó injustamente frustrado por unas singulares circunstancias y en contra de nuestras voluntades, una frustración que no nos quedó más remedio que aceptar y superar, por mucho sufrimiento que nos produjera entonces.

Conocedor de mis limitaciones, pero confiado en mi capacidad y en las habilidades que a lo largo de los años había adquirido aprendiendo a sortear una y mil dificultades, no pocas de ellas complicadas y duras experiencias, no me cabía duda de poder superar ese trance que me exigía un cambio de vida tan radical que, para empezar, suponía abandonar mi lugar de residencia, mi domicilio, mi casa, todo lo hasta ahora conocido y encontrar nuevas fórmulas que me permitieran trabajar en un ámbito distinto, nuevo y en el que, entre otras debilidades, debería superar para empezar mi desconocimiento del idioma autóctono y de la idiosincrasia local, elementos fundamentales en la comunicación, mi área profesional. Desde un primer momento intuí que la solución a mi problema pasaba por hacer un ejercicio de emprendimiento cuya primera dificultad sería encontrar  primero, y desarrollar después, un proyecto innovador. Debía encontrar una idea nueva, de indudable utilidad, tan atractiva como sencilla para una gran cantidad de usuarios finales. Una de las primeras ideas que me asaltaron surgió del potencial turístico de Moaña, su comarca y lo atractivo de la oferta gastronómica. Pensé que bajo una marca como “salsa moañesa”, un nombre de claro efecto fonético, podría concitar el interés de empresas e instituciones para convocar un concurso. Se trataba de encontrar la receta de la ignota salsa con toda una sucesión de eventos programados que podría concluir con la producción industrializada de lo que vendría a ser un nuevo condimento, idóneo para platos autóctonos, cuyo nombre genérico, además, difundiría conocimiento del topónimo y su gentilicio y, por ende, promocionara la localidad, su comarca y todo su entorno. Una idea ambiciosa pero en principio sencilla en la que cuanto más profundizaba, más y más se complicaba hasta convertirse en un proyecto de difícil ejecución, a no ser que pudiera contar con importantes y decididos apoyos financieros e institucionales, algo difícil  de conseguir desde mil kilómetros de distancia. Pero, aunque tardaran en surgir, aquella no sería la única idea ya que aquel primer proyecto se salía de lo… normal.

Pero lo verdaderamente acuciante durante aquellos días no era sino atraer trabajo suficiente a mi pequeña agencia como para facturar y finalmente cobrar lo necesario para mantener una situación que se complicaba por momentos. El problema ya no solo era que el volumen de trabajo disminuyera alarmantemente, sino que los atrasos en los pagos se multiplicaban. La gestión de cobros, algunas veces infructuosa, pasó a ocupar gran parte de mi tiempo, lo que iba en detrimento de la más que nunca necesaria productividad. La situación estaba a todas luces fuera de lo normal, tanto como lo estaba yo mismo en un momento en el que no estaba siendo consciente de que, lenta y silenciosamente, mis niveles de estrés saltaban hasta más allá de lo aceptable. Insomnio, falta de apetito, un inusual estado de nerviosismo, disminución de la capacidad de concentración y una inexplicable ansiedad entraron a formar parte de lo cotidiano. Quizá los opiáceos de mi prescripción para aliviar la íntima tortura de los molestos e incesantes dolores de espalda fueron suficientes para que todos esos síntomas me pasaran inadvertidos y que sus consecuencias no parecieran llegar a mayores. Nada lo era, pero todo parecía normal.

Nada, absolutamente nada, podía evitar que ella fuera quien ocupara el primer, el último y todos mis pensamientos de cada día. Contaba las horas esperando impaciente los momentos en los que, cada mañana y cada tarde, llegaba su llamada y aunque poco de cuanto me ocurría estaba siendo precisamente agradable, procuraba retener todo lo positivo, especialmente las anécdotas, ocurrencias y chascarrillos que me inspirara el acontecer diario para más tarde, cuando habláramos, compartirlos con ella por el puro placer hacerla sonreír. Oír su risa, una sensación fuera de lo normal.
el puro placer hacerla sonreír

Quizá fuera mi temprana afición por maestros del sarcasmo, autores del tipo de Oscar Wilde, Borges o Bernard Shaw; quizá fuera mi predilección por quienes saben usar con tino una fina ironía; puede que el secreto estuviera en saber anteponer la sorna al exabrupto, puede que haber aprendido a leer entre líneas durante mi adolescencia, sobre todo dentro del ámbito militar que me tocó vivir, para burlar las censuras de aquellas épocas…, no lo sé, quizá por un poco de todo aprendí a recurrir al humor y al ingenio para superar injusticias, desigualdades, abusos y los desmanes de esos seres intolerantes, casi siempre de evidente ignorancia, que todos sufrimos en un momento u otro. Quienes me tratan y a quienes tengo afecto, saben que todas esas fórmulas forman parte de mi identidad, de esa ideología que, como dice la canción, buena o mala es la mía. Reírse con todos y de casi todo, es lo normal en mi.


Lo normal, para mi, es también ser tolerante. Puede que no formen parte de mis gustos y criterios ciertas cosas, como hacerse tatuajes, valorar a las personas por el modelo de coche que conducen o por el tipo de móvil que utilizan, o identificar el éxito con ninguna de esas cosas y menos con el dinero, pero admito que se hace, aunque sea equivocado. Jamás intentaré convencer de nada a nadie, máxime cuando atañe a sus criterios subjetivos. Pero está claro que son todos esos rasgos los que a su vez ponen de manifiesto la verdadera personalidad, la auténtica forma de ser, incluso la humanidad y sensibilidad de quienes los sacan a relucir. Todos nos consideramos normales pero ¿comparados con qué?

El alma desnuda - Te Olvidaré... cap. XVII

Lo confieso. En cuanto me senté ante mi escritorio lo primero que hice fue encenderme un cigarrillo. La abstinencia de fumar durante todo el fin de semana no fue nada fácil, pero, motivado por el amor, lo conseguí. Necesitaba un cigarrillo para relajarme y poder pensar con calma en todo lo que estaba pasando y en como me estaba afectando. Todo el mundo sabe que fumar es un hábito insano, pero para quienes lo hemos hecho toda la vida, dejar de hacerlo de un día para otro es como lanzar un osado reto a la ansiedad.

Seguía teniendo claro que, para hacer posibles los propósitos que estaba compartiendo con mi reencontrado amor de juventud, las prioridades no podían ser otras que solucionar el estado de mis finanzas, vinculadas en su mayor parte al negocio que compartía con quien había venido siendo mi compañera, y, al mismo tiempo, encontrar con urgencia un medio de vida que me permitiera seguir atendiendo todos mis compromisos presentes y los que se presentarían en ese incierto futuro al que me dirigía. Aunque tenía en el horizonte el poder llegar a tomar posesión de la herencia por la que llevaba luchando tantos años, lo que podría ser un importante aldabonazo para mis pretensiones, ninguna de las dos premisas que me planteaba iba a suponer una tarea tan sencilla como para resolverlas con brevedad y mucho menos en medio de un entorno enrarecido por las circunstancias. Era muy complicado soportar tanta tensión y, al mismo tiempo, guardar prudente silencio para no herir más de lo necesario la susceptibilidad de nadie. Cuando lo hacíamos por teléfono, evitaba hablar con ella de cuanto ocurría a mi alrededor, sobre todo por ahorrarle más y mayores preocupaciones. Ante todo quería evitar que volviera a sentirse responsable de la incómoda situación que estaba atravesando. En todo caso, cuando la situación llegaba a convertirse en algo insoportable y necesitaba hablar de cuanto soportaba, lo hacía dándole a entender que estaba siendo fuerte y firme, a lo que ella me solía responder con un entusiasta “¡así me gusta!”.

No lo podía tener más claro, ella era alguien verdaderamente especial y merecía que hiciera ese esfuerzo. Ella era única, excepcional y formaba parte de mi propia historia. Junto a ella encontraría la definitiva felicidad que anhelé toda la vida. De no ser así ¿cómo podía estar complicándome la existencia de semejante manera? No soy yo precisamente de ese tipo de personas tendentes a escapar de su propia realidad cuando le resulta incómoda. En mi escala de valores la lealtad y el compromiso, junto a la sinceridad y al respeto, son conceptos imprescindibles, condiciones irrenunciables. El que la suerte no me acompañara en pasadas relaciones, o mis frecuentes cambios de residencia por causa de mi profesión, poco o nada tienen que ver con mi auténtica naturaleza. Después de muchos años de mudanzas, aunque no estuviera en el mejor lugar del mundo, un día me planté en la decisión de mantener una residencia definitiva y estable. En ella, no sin el esfuerzo de una ardua lucha, había construido un modesto patrimonio, había creado una pequeña empresa con la que ser autosuficiente y todo ello junto a una mujer que siempre me brindó su apoyo incondicional, además de demostrarme un gran amor sin reservas. Una psicóloga cuatro años más joven que yo que puso una gran fe en ese proyecto que compartimos desde un principio. Solo la reaparición de esa persona, la única persona que tanto representaba en mi vida, solo ella, el gran amor de mi vida, podía ser motivo suficiente como para que me planteara romper con todo para, una vez más, empezar otra nueva vida en un lugar distinto, desconocido y lejano.  Por ninguna otra persona, por nadie más en este mundo, hubiera sido capaz de aceptar una decisión semejante.

El que inmediatamente después de nuestro primer encuentro en Madrid me escribiera en uno de sus mensajes “¡qué buena pareja hacemos!”, me transmitió mucho más ánimo que cualquiera de sus muchas palabras de cariño, aunque no puedo negar que me conmoviera cada vez que me dedicaba uno de sus “quérote”, “ceo meu” o simplemente cuando me llamaba “Amor”, palabra que siempre escribió así, con mayúscula. Su percepción sobre que hiciéramos buena pareja alivió mis preocupaciones sobre la impresión que pudiera causarle mi castigado e imperfecto aspecto, tan lejano como distinto del que tuve en los remotos tiempos de nuestra mocedad.

Mientras llegara una nueva oportunidad para volver a encontrarnos, nuestra relación, mantenida en la distancia de los cerca de mil kilómetros que nos separaban, regresó al intercambio de correos electrónicos, al chat, a los mensajes de texto y a las llamadas telefónicas que ya formaban parte de la rutina cotidiana. Invariablemente, todos los días a las mismas horas, esperaba su llamada con la ansiedad del enamorado que arde en deseos de escuchar la dulce voz de su amada. Normalmente me contaba cosas de su trabajo, de sus hijos o de sus actividades del día a día. Fue precisamente durante una de esas conversaciones cuando un día anticipó la despedida.

-Ahora tengo que dejarte porque me reclaman para que prepare la cena-

-¿Cómo que te reclaman? Cada uno debe ocuparse de todo y de sí mismo. Las tareas de casa deben estar repartidas-

-Sí, lo están, pero cada semana nos toca a uno preparar la cena-,  me explicó.

Sus palabras me dejaron preocupado. ¿Por qué seguía soportando una convivencia que no deseaba? Cada vez me era más difícil entender que estuviera aguantando aquella relación a la que, tal y como me confesó poco tiempo antes, estaba decidida a ponerle fin. No es que sintiera celos, nunca fui especialmente celoso, pero me irritaba que ese con quien compartía techo y cama estuviera exigiendo que cumpliera unas condiciones, mientras él no cumplía con las suyas. De hecho, según me contaba mi reencontrado amor,  llevaba meses sin ocuparse del sostenimiento de la casa y sin contribuir al pago del alquiler. En una conversación posterior no pude disimular el enojo que me producía semejante situación. Llegado cierto punto de la conversación, fue ella quien anticipó conclusiones.

-¿Qué quieres, que corte la relación? Fíjate si lo tengo fácil. Voy a hablar con él y acabaremos con este asunto-

-Pero, por favor, tenlo claro- apunté, -si tienes que tomar una decisión que no sea porque yo imponga nada, aunque me parece muy injusto que tu relación se dilate. Se me hace muy cuesta arriba soportar que, como pienso cada noche cuando nos despedimos, vayas después a meterte en la misma cama. Si pones fin a tu relación que sea por tus propios motivos-

-No, no. No te preocupes- apostilló, -ya te dije que estaba dispuesta a romper con él desde hacía tiempo- me recordó.

No parecía que el comportamiento de la persona con la que convivía fuera de lo más noble y adecuado. No hacía muchos días que, me contó, le sorprendió instalando en el ordenador que compartían en casa, algún tipo de programa espía que le permitiría ver contraseñas y tener acceso a sus correos electrónicos y conversaciones. De hecho, en varias ocasiones ella me llegó a advertir algún tipo de incidencia que le hizo sospechar que su privacidad pudiera estar siendo vulnerada, razón por la que le aconsejé cambiar todas sus contraseñas, como finalmente hizo. Y también le ocurrió que, aunque aducía no tener ingresos de los que poder aportar cantidad alguna para los gastos domésticos, le sorprendió contando cierta cantidad de dinero del que no quiso darle ninguna explicación.

Si de alguien pudiera sentirme celoso, unos celos con carácter retroactivo, era de quien compartió con ella veintidós año de vida, con quien se casó pocos años después de habernos conocido y, lo más importante, con quien tuvo dos hijos. No hay nada que pueda competir con eso. Nunca tuve hijos, mi ocasión quedó frustrada por voluntad de la mujer con la que podría haberlo tenido, pero no es difícil imaginar el vínculo que genera entre un hombre y una mujer, semejante lazo que pervive incluso después de que, como era el caso, el amor hubiera terminado. Me resultaba difícil comprender que su matrimonio hubiera concluido con un divorcio. Estaba convencido de que jamás hubiera pasado algo así de haber tenido la suerte de ocupar ese lugar.

Tanto por mi propio carácter como por mi oficio, siempre consideré la importancia de que mis relaciones, tanto personales como profesionales, fueran positivas, ya que de serlo son fuente de equilibrio emocional y de satisfacción personal mientras que son causa de gran estrés cuando no lo son tanto y, por tanto, se experimentan desacuerdos y enfrentamientos, situaciones que conllevan sinsabores y encontronazos con quien se convive. La mayoría de las veces estas situaciones parten de la dificultad de expresar lo que uno siente pero, al mismo tiempo, también de la dificultad que tenga o voluntad que ponga la otra persona en intentar comprendernos. Aunque tuve alguna más, relaciones de convivencia solo he mantenido tres a lo largo de mi vida. Dos de ellas, a pesar del drama que siempre supone ponerles fin, acabaron de manera más o menos amistosa. La otra no tanto porque la mujer con la que conviví adoptó una postura beligerante y, sabiendo que por mi carácter jamás discutiría por nada material, se apropió de muchas de mis pertenencias y recuerdos como discos, libros, muebles, electrodomésticos…, incluso manipuló cuentas bancarias compartidas para quedarse con cuanto le fue posible. Fue una nefasta experiencia de la que salí mal herido y que despertó en mi cierto resquemor a la hora de iniciar nuevas relaciones.

Un post declarando haber leído 'El Preincipito'
Pero en este caso no estaba sintiendo temor, muy al contrario, me encontraba confiado y hasta eufórico al verme correspondido por quien siempre ocupó mi corazón, aunque fuera de manera latente, y estuvo en mis pensamientos. Sí, es cierto que le pedí que releyera aquel capítulo de «El Principito», metáfora sobre la amistad y el compromiso, para hacerle notar la importancia que para mi tienen determinados valores en la relación personal. Me sentía íntimamente unido a ella y con una sensación como si nos hubiéramos relacionado toda la vida. En gustos, ideologías, criterios y preferencias llegué a advertirle que “somos muy parecidos”. Estaba comenzando a vivir una relación muy especial, casi mágica. Nunca antes había experimentado nada igual.  Estaba sintiendo el amor más grande de toda mi vida, un amor que me hizo tener la certeza de que, por mucho que la hubieran querido, nunca nadie antes podría haberlo hecho tanto. Mi vida ya no sería posible sin que estuviera en ella. Mi único consuelo era tenerla entre mis brazos, quererla, protegerla y consagrar mi existencia en la misión de hacerla tan feliz como fuera capaz. Mi dulce, tierna y querida niña gallega, mi amor infinito.

Y comenzó a ser mi prioridad - Te Olvidaré... cap. XVI

Puesta de sol
El tiempo voló. Fue un fin de semana tan maravilloso como efímero, fue nuestro primer encuentro después de más de treinta y tantos años, cuando ya nuestras respectivas vidas habían experimentado todos sus acontecimientos más relevantes, cuando el tiempo inmisericorde ya no nos permitiría recuperar lo vivido. Camino de vuelta a casa, mientras a través de las ventanillas del vagón del tren contemplaba melancólico como comenzaba a ocultarse el sol, no podía dejar de pensar en todo lo que esa mujer, la más importante de mi vida, me había ido contado durante esos dos días en Madrid. Sobre su improvisada boda; sobre cuál podría haber sido, con independencia de los sentimientos que pudiera haber existido entre ellos, la auténtica razón para que celebraran su boda tan austera y precipitadamente; sobre su maternidad; sobre sus veintidós años de matrimonio hasta que llegó el divorcio; sobre la precaria afectividad familiar que evidenciaba el que sus suegros hubieran llegado a morir sin haber querido conocer a dos de sus nietos; sobre las estrecheces económicas a las que venía haciendo frente desde la quiebra del negocio que según sus propias palabras “se llevó muy mal”. Me causaba una honda preocupación pensar en las consecuencias de aquel fracaso, sobre todo en las familiares. Para mi, que nunca llegué a tenerlos, suponía algo espantoso el que un problema económico fuera suficiente para romper el trato familiar entre hermanos.

Según parece, sus problemas comenzaron cuando decidieron comprar a los padres de él unas naves en las que ubicar el negocio, un espacio necesario para almacenar y, en su caso fabricar, productos de puericultura como carritos, cunas, bañeras y todo tipo de accesorios para bebés. Ambos confiaban en el éxito del negocio pensando que ante el acontecimiento del nacimiento de un hijo, nadie escatima a la hora de adquirir o de regalar todo ese tipo de artículos. Pero lejos de recibir algún privilegio en el trato, los suegros fueron implacables a la hora de negociar y hacer cumplir las condiciones de la venta. Eso supuso la rápida descapitalización del incipiente negocio. Lo que ocurrió después es que los ingresos no llegaron con la suficiente agilidad como para equilibrar el balance hasta que, finalmente, la acumulación de gastos colapsó el negocio. No dejó de extrañarme que esa hubiera sido la única causa del descalabro ya que, una vez comprobado que no existiría flexibilidad en las condiciones, el matrimonio podía haber optado por buscar otro vendedor, incluso por alquilar en vez de comprar. Quizá pensaron que, al tratarse de una operación entre familiares, jamás se llegaría a los extremos que fatalmente terminaron por ocurrir. Quizá también tuviera alguna relación con semejante fracaso el hecho de que un célebre fabricante galo de carritos para niño denunciara el posible plagio de uno de sus modelos, o quizá el del que, como ella lamentaba, una de sus hermanas con responsabilidades comerciales en el negocio decidiera, unilateralmente, abandonar la empresa para incorporarse inmediatamente después en otra de similares características aprovechándose del conocimiento que tenía de la cartera de clientes del negocio familiar. En cualquier caso y fuera por lo que fuera, la empresa se vio abocada al cierre, todas sus propiedades fueron embargadas, así como el patrimonio personal de ambos socios. Finalmente, los embargos y reclamaciones de los bancos alcanzó a los avalistas, lo que afectó al patrimonio de otra de sus tres hermanas. No obstante, mientras dispusieron de capital, parece que el matrimonio no escatimó en lujos y caprichos desde coches de alta gama, hasta, por ejemplo, figurar entre los socios fundadores de un club de golf que por entonces se inauguró en la zona. 
artículos de puericultura


Después de que, durante nuestro primer encuentro, escuché de su propia voz los pormenores más significativos de su vida, la preocupación que empecé a sentir no era por algo anecdótico que le estuviera ocurriendo a una persona de la que se tiene una mera referencia, sino que la sentía por los problemas que estaban influyendo en la felicidad de la persona que para mi estaba siendo la más importante del mundo. Sus preocupaciones pasaron a ser también las mías y a partir de ese momento mi mayor inquietud empezaría a ser qué hacer y cómo para que cualquier preocupación la impidiera ser plenamente feliz. Solemos decir que el dinero no da la felicidad, pero su escasez siempre la aleja. El panorama que me había dibujado no parecía nada fácil y, aunque se autodefinió como una mujer “luchadora”, sabía, por propia experiencia, que enfrentarse de forma prolongada a situaciones de precariedad termina por alterar la personalidad, incluso en mermar la salud. Hacía días de la boda de su hijo, tenía otra hija universitaria estudiando y viviendo fuera de casa, no contaba con ayuda de nadie, ni siquiera de su eventual pareja para afrontar los gastos domésticos comunes, incluido el alquiler, y, para colmo, debía hacer frente a los imprevistos que se le presentaran. Una vida demasiado estresante para una persona que, a su edad, debería estar viviendo una etapa de tranquilidad, algo que sus circunstancias, estaba claro, no estaban poniendo nada fácil.

Mientras el tren me acercaba de vuelta a Alicante, sentía como la nostalgia me oprimía el corazón. Hacía pocas horas que nos habíamos despedido y ya la estaba echando de menos. Volver a verla fue como un auténtico milagro que no hubiera imaginado que pudiera suceder ni en el mejor de mis sueños. La encontré tan bella como la recordaba. Cierto es que el tiempo deja sus huellas, pero ella seguía siendo una mujer de belleza escultural. Reconocí la dulzura de su mirada, su embriagadora sonrisa, un tono de tierna inocencia en su voz adornada con ese dulce acento gallego, la suavidad de su bronceada piel y los luminosos destellos que surgían de entre los rizos de su largo cabello. De la misma manera que cuando tantos años atrás la conocí, también ahora me preguntaba cómo una mujer tan deslumbrante podía haberse fijado en mi. Sentado en el tren, me recreaba en recordar cada uno de los detalles de nuestro encuentro, incluso los que, además de provocarme un amor infinito, también me hacían sonreír, aunque en su momento llegaron a causarme cierta estupefacción. En nuestra “primera vez”, antes de permitir que las pasiones se desataran en la habitación de nuestro hotel, le expresé mi preocupación por haber llegado hasta ese momento desprovisto de la aconsejable “protección”. Teniendo ante mi a una mujer de su aspecto, lo más fácil fue olvidar que se trataba de una alguien en plena madurez y lo más difícil mantener la sensatez.

-Cariño, no he venido preparado-, le comenté preocupado-
-Bueno ¡me da igual!-, respondió.
-Pues, si pasara algo, no quisiera ser el padre de mi nieto-
-Pero a mi no me importa-, me respondió. Una respuesta que en ese momento me estremeció.
-Después de nacer mi hija opté por hacerme ligadura de trompas- Su tranquilizadora explicación dejó el camino expedito a la pasión que, por momentos, me hizo imaginar que cuanto estaba sucediendo ocurría en un tiempo anterior, exactamente treinta y dos años atrás. Fue, como volver a los diecisiete.

Cuando al cabo de unas horas desde mi salida de Madrid, llegué a la estación de Villena, mi punto de partida de tan solo dos días antes, mis amigos esperaban para llevarme de vuelta a casa. Durante el corto trayecto en coche la conversación fue intrascendente. Charlamos sobre el tiempo, el estado de Madrid, el trabajo..., mientras yo trababa de disimular mis auténticas emociones. Cuando me dejaron en la puerta de mi casa y se marcharon, antes de subir me apresuré a telefonearla. Ella, que había regresado, tal como hizo el viaje de ida, en avión, ya llevaba horas en su casa.

-Hola cariño ¿Qué tal tu viaje?-
-¡Mucho más rápido que a la ida, sin retrasos!-
-Sí, porque nos robaron un par de horas-
-Ya las recuperaremos-
-Tenemos que recuperar mucho, mucho tiempo, amor-
-Y lo vamos a hacer-
-Ya te estoy echando de menos. Ha sido fabuloso estar contigo-
-También para mi lo fue. Volveremos a vernos muy pronto-

Sus últimas palabras me llenaron de entusiasmo. Sin lugar a dudas debía emprender todo lo necesario para hacer posible nuestra convivencia, nuestro proyecto en común, recuperar lo que durante toda la vida ambos anhelamos y nunca pudimos tener. Pero traspasar el umbral de la puerta de mi casa supuso el regreso a la cruda realidad. La que hasta entonces había venido siendo mi pareja, ahora únicamente compañera de piso, me recibió amable, pero eran más que evidentes los signos de su sufrimiento por mucho que intentara ocultarlos.

-Tu padre llamó por teléfono. Le dije que estabas fuera por un asunto de trabajo-.
-Te lo agradezco mucho. Cuando sea el momento oportuno yo mismo le pondré al corriente de la nueva situación-, le respondí.

No era lo más oportuno hacer mayores comentarios en ese momento. Venía de verme con quien siempre, desde mi incipiente juventud, vivió en mi recuerdo como el gran amor de mi vida y estaba dispuesto a aprovechar la oportunidad que el destino me ponía delante. Recuperaría la vida a la que nunca tuve opción, pero no deseaba hacer daño a quien había convivido conmigo los últimos años y que siempre fue una gran compañera, una persona con la que no había tenido más conflictos, ni mayores discrepancias que las propias de quienes conviven bajo un mismo techo y, posteriormente, de quienes comparten la administración de un pequeño negocio. Sabiendo que no podría llevar adelante mis propósitos sin lastimar sus sentimientos, tendría que obrar con la mayor sutileza y dándola a entender que siempre atendería mi parte de las obligaciones que un buen día acordamos compartir. Era consciente de que no tenía ningún derecho a dejarla en la estacada y de que, de la misma manera que debía seguir ocupándome de mi padre, también tendría que tener en cuenta que un día me comprometí a trabajar por conseguir lo que ambos considerábamos sería la clase de vida que merecíamos ¿Cómo pasar por alto todas las cosas que habíamos compartido?, los tiempos duros, los problemas superados, las batallas contra las adversidades, los días felices, las aventuras, las excursiones, las noches contemplando las estrellas, nuestros pequeños logros, el día que estrenamos coche, cada uno de esos momentos festivos en los que celebrábamos con champán un nuevo mueble, unas cortinas nuevas, el aire acondicionado o un nuevo electrodoméstico… Por naturaleza, hasta que en cada momento los motivos superaron con creces lo razonablemente soportable, siempre, en todas mis relaciones fui fiel. No soy de los que necesitan reemplazar ocasionalmente a su pareja y sí de los que ven en ella tanto a la mujer, como a la compañera con la que compartirlo todo. Creo que no hay vida completa sin compartir cuanto acontezca, bueno o malo, con quien puedes considerar tu amiga, tu confidente, tu amante y tu “cómplice”. 
Mi ex pareja esperaba


Iba a ser duro, muy duro afrontar las circunstancias inevitablemente implícitas en mi decisión. A la vista de todos estaba cometiendo una locura, dejándome llevar por un impulso vehemente, incluso pudiera parecer que estuviera tomándome la revancha de una frustración ocurrida en los años de mi juventud; pudiera, simplemente, estar tomando una postura injusta, egoísta y caprichosa. Pero para mi se trataba de algo vital, de algo de mucha mayor enjundia de lo que pudiera parecer. Cuando ya eres persona adulta y madura, con los cincuenta ampliamente superados, la decisión de renunciar a todo para comenzar de cero una nueva vida con otra persona, es algo que no se hace por simple capricho. Trataba de volver sobre mis pasos para retomar la vida que los imponderables me negaron. Mi antiguo amor no era solamente eso, un amor de juventud, sino que era parte de mi vida, una vida injustamente negada, un hito en mi propia historia siempre  condicionada por una sucesión de circunstancias que excluyeron mi posibilidad de elección. Era un sueño, sí, una especie de milagro, pero también un realidad palmaria a la que no podía renunciar. Estaba convencido de que aquello no era un mero reencuentro con una persona importante del pasado, sino la providencial oportunidad de recuperar todo aquello a lo que en su momento me vi obligado a renunciar. Estaba ante la persona adecuada. No solo hablaban los sentimientos aletargados, la nostalgia o el deseo, hablaban las evidencias ¿Cómo era posible que después de más de treinta años la mujer que fue aquella niña que conocí, guardara todavía viejas fotos y cartas, además de coincidir plenamente en que aquella separación fue una injusta circunstancia de la vida?

El calendario señalaba fechas próximas al fin de aquel mes y, sin poder de dejar de pensar en los muchos problemas que tendría que afrontar, decidí enviarle algo de dinero. Mi situación financiera no dejaba de ser complicada, pero ella era mi prioridad así que, haciendo uso de los datos de la cuenta bancaria que me facilitó cuando, días atrás, me pidió que avalara la solicitud de un préstamo para preveer las nuevas necesidades de su hija, le ingresé trescientos euros, tanto como me fue posible en ese momento. Después de hacerlo la llamé para advertírselo.

-He cobrado unas facturas con las que ya no contaba -le dije-, un dinero extra. Así que te he ingresado una pequeña parte en la cuenta que me facilitaste de la que tu hija es titular ¿Tú puedes disponer, verdad?-
-Si amor, tengo firma autorizada-.


Aquel sería el primero de otros muchos ingresos con los que, dentro de mis modestas posibilidades, intentaba contribuir a paliar sus estrecheces económicas. Pero además, dado que íbamos a seguir viéndonos en Madrid, le facilité los datos de mi tarjeta de crédito con la excusa de que se sirviera de ella para sacar billetes de avión y hacer reservas de hotel. Me proporcionó cierta tranquilidad el que, con esa tarjeta, pudiera atender cualquier tipo de imprevisto. Cuanto hacía no era sino anticipar lo que sería propio y natural en nuestra inminente convivencia, nuestro proyecto en común. Estaba considerando que ella ya era parte de mi propia familia. No podía imaginar que a mis años, tras todo lo pasado, fuera capaz de estar sintiendo lo mismo que sentí en mi juventud. La oxitocina que producía mi cerebro era la propia de un amor juvenil. De lo más recóndito de mi memoria surgían sin cesar todo tipo de recuerdos, incluso los de la inmensa tristeza, la gran amargura que me supuso la irremediable separación y posterior soledad. Me sentí como se sintió aquel muchacho que fui, deseoso entonces y capaz ahora. Su felicidad era lo único que podría dar sentido a mi existencia y yo estaba dispuesto a todo. Cuanto más lo repetía más claro estaba que ella siempre fue y siempre sería, el gran amor de mi vida.

Asuntos económicos - Te Olvidaré... cap. XV

Por suerte, en el Vip's próximo a la Puerta de Toledo que encontramos cerca del hotel nos sirvieron unos suculentos platos combinados con los que aplacamos el hambre y nos recuperamos del desgaste extra de un intenso día que ya alcanzaba las últimas horas de la tarde y que transcurría como una exhalación.


La zona de nuestro primer encuentro
-No puedes ni imaginar cuantas veces, ni de que manera, te he echado de menos a lo largo de mi vida-, le explicaba mientras todavía estábamos en el comedor en el que, si acaso, había dos o tres personas más compartiéndolo con nosotros.

No es que hubiera caído en hacer comparaciones de ningún tipo con las parejas con las que mantuve algún tipo de relación a lo largo de todos aquellos últimos años, pero repasando mis experiencias me daba cuenta de que siempre, por  una razón o por otra, al llegar con cada una de ellas a un punto decisivo, inevitablemente me asaltó un pensamiento recurrente que me trajo cada vez a la memoria a aquella dulce muchacha gallega a la que siempre añoré. Un sentimiento para el que la lengua gallega tiene una palabra exacta con la que definirlo: saudade. Recordaba especialmente la experiencia con cierta compañera de profesión con la que mantuve una más que estrecha relación en un periodo en el que ambos nos movimos ente Cádiz y Madrid. Cuando inesperadamente se quedó embarazada, decidió renunciar a la gestación porque en su objetivo de ese momento estaba llegar a trabajar en televisión, un objetivo que su embarazo podría poner en riesgo. Fue mi única y última experiencia en la que llegué a plantearme la paternidad. Tuve que respetar su decisión, pero en mi interior se abrió una herida profunda que no solo supuso el fin de aquella relación, sino de que me planteara la necesidad de pasar por una experiencia similar. El dolor me afectó prolongándose durante años hasta generarme, más que prudencia, rechazo ante todo lo que, más allá de la autenticidad de los sentimientos y del compromiso para consensuar una decisión como la tener un hijo, pudiera generarme iguales o similares consecuencias.

Viéndome allí, frente a frente, hablando de nuestras vidas con la mujer de la que me enamoré durante mis primeros años de juventud, la intensidad de la nostalgia quedaba diluida en la esperanza de recuperar junto a ella la vida  que, por circunstancias, siempre nos fue negada. Ya no éramos dos jóvenes, desde luego, ya no había cabida para esperar de nuestra convivencia otras consecuencias más allá de compartir una etapa postrera sobre la solidez de un amor deseado, auténtico, maduro, sincero y, sobre todo, romántico. A pesar de todo, significaba recuperar algo que, en justicia, a ambos nos pertenecía y que no era sino amarnos, disfrutando de una vida en pareja en busca de la auténtica felicidad.


Recreación del horizonte nocturno madrileño

La noche ya era manifiesta y el cansancio evidenciaba la intensidad de un día que, paradójicamente, parecía haber durado menos de lo normal. Regresamos al hotel. Ella hizo su habitual llamada que cada noche su hija esperaba, momento que aproveché para pasar a asearme al baño lo que, pensé, le proporcionaría mayor intimidad mientras hablaban. Tomé mi medicación y regresé a la habitación.

-¿Todo bien?-, le pregunté.
-Sí, sí…, ya le dije a mi hija que todo bien, que estoy muy feliz-, respondió.
-Supongo que estará sorprendida de lo que está pasando-
-Ya le hablé de ti y ella sabe quien eres-
-¿Y eso…?-
-Pues porque alguna vez te vio en la foto que hace años me mandó tu madre. Para ella eres “el novio militrioncho de mamá”, ya sabes-, una denominación que nos hizo sonreír.
-Seguro que si ahora me ve ¡no me reconoce!-
-Tenemos una relación muy especial-, me aclaró. -Me lo consulta todo, no tenemos secretos. Fíjate que me llamó un día antes de tener su primera experiencia sexual con su novio-
-¡No me digas!-, le respondí sorprendido.
-No es pasión de madre, es una persona muy espacial y una magnífica estudiante-, concluyó.

Estaba más que claro que su condición de madre sustentaba, como es lógico, auténtica pasión por sus dos hijos para los que no escatimaba los elogios a sus muchas virtudes. Ella, la menor, estaba concluyendo estudios universitarios de comunicación audiovisual en Salamanca. Él, el mayor, con treinta y cinco años cumplidos, se acaba de casar con su novia, una licenciada en farmacia, y además de destacar en su trabajo como un excelente comercial, era un deportista de larga trayectoria en el ciclismo amateur.

Si el día anterior me pareció corto, la noche fue como el paso de una estrella fugaz. Me desperté muy temprano lo que me proporcionó el regalo de observarla allí, a mi lado, sintiendo su respiración sosegada y su aspecto profundamente relajado. Era como estar viendo lo que hay más allá del infinito. Sentí la necesidad de amarla, de protegerla, de velar por su felicidad. Y así permanecí, mirándola sin mover un solo músculo por temor a despertarla, hasta el momento en el que, cuando ya entraban los primeros rayos de luz del nuevo día a través de los resquicios de las cortinas, se despertó. Me miró, sonrió y reclinó su cabeza en mi pecho. Tenía que pellizcarme para comprobar que no era un sueño, que estaba viviendo de verdad un momento que siempre formó parte de mis sueños más deseados. No podía sentir más amor, ni imaginar mayor dulzura.

-Buenos días amor. Vámonos a desayunar y aprovechemos el día-, le propuse consciente de que ese sábado iba a pasar en un suspiro.


nuestro primer paseo juntos después de 32 años
Desayunamos en un típico mesón próximo a la Plaza Mayor, por la que empezamos un largo paseo por el centro de Madrid mientras seguíamos poniéndonos al día de todas aquellas vicisitudes que ocurrieron en nuestras respectivas vidas durante tantos y tantos años en los que estuvimos separados. Así, caminando, llegamos a la Puerta del Sol, donde se sitúa el kilómetro cero de las carreteras radiales de España, y, poco más adelante, transitando por Arenal, le invité a asomarse a una bocacalle para que leyera, escrito sobre los toldos que cubrían las ventanas del entresuelo de una de esas viejas casas señoriales, el nombre de un restaurante.

-¿Qué pone ahí?-, le dije
-¡Moaña!-, contestó sorprendida
-¡Sí!, imagina de quién me acordaba cada vez que pasaba por aquí-, le dije mientras se sonreía.

Andamos y andamos sin pausa y sin percatarnos de que pudimos recorrer varios kilómetros, abstraídos más por las charla que por todo lo espectacular, como la plaza de Oriente, el Palacio Real, el Teatro Real y otras maravillas que se iban poniendo ante nuestros ojos. El paseo nos hizo llegar hasta las callejuelas del llamado Madrid de los Austrias que rodean la plaza de la Villa, emplazamiento de la primigenia Casa Consistorial del Ayuntamiento de Madrid. 


Puerta del Sol de Madrid
Allí comenzó a darme detalles de su boda. Sucedió siendo muy joven, todavía era una estudiante cuando se casó. Me contaba como, estando estudiando magisterio en Pontevedra, recordaba ir a clase estando embarazada, motivo por el que compañeros y profesores eran especialmente condescendientes con ella. Me resultó inevitable hacer cuentas y constatar que se casó apenas dos o tres años dmás tarde de habernos conocido. Me resultó francamente chocante. ¿Por qué tantas prisas? El novio resultó ser un muchacho de Cangas, localidad vecina y muy próxima a Moaña. Según parece él era hijo de familia adinerada y demostraba una gran afición por la fotografía. Lo que deducí es que aquella boda fue tan de repente porque él dispondría así de una excusa para quedar exento del servicio militar, obligatorio para todos los mozos varones de la época. Y si acaso ser padre de familia era eximente de tener que hacer "la mili", tal circunstancia se adquirió un carácter definitivo con el embarazo de ella. Confieso que me asaltaron pensamientos contradictorios al conocer esta historia, que me hizo sospechar que alguien pudo sacar provecho de sus sentimientos, pero no quise exteriorizar mi contrariedad mientras ella iba desgranando aquella parte de su historia.

-Fue algo muy sencillo, casi improvisado-, me confesó. -Nos casó un cura que me había dado clase en el instituto, pero yo no fui con traje blanco de novia, ni hubo ninguna ceremonia especial-

Cuanto me contaba me dejaba una sensación extraña pensando en que lo normal es que ese tipo de episodios, trascendentes en la vida de cualquier pareja con independencia de las convicciones religiosas, es que se preparen con tiempo y primor. Incluso en los casos de mayor austeridad, siempre hay algo extraordinario. Pero el relato de aquella boda sonaba a algo hecho con prisa, improvisado. Reprimí hacer preguntas. No era cosa de forzar que contara algo que le fuera a ser incómodo en ese momento cuando íbamos a tener todo el tiempo por delante para hablar con detalle de todo cuanto aconteció en nuestras vidas.  Sin embargo, me resultó aún más chocante saber que sus suegros, los padres de su ex marido, llegaron a fallecer sin haber querido conocer a sus dos nietos, un dato del que se deduce que el matrimonio nunca fue del agrado de sus suegros y que nunca contó con su aprobación.

En cualquier caso, aquel matrimonio duró veintidós años antes de que llegara el divorcio entre ambos. Concluyó justo después colapsar un negocio de artículos de puericultura que ambos emprendieron y cuya quiebra final supuso, además, la ruptura con dos de sus tres hermanas a las que el fiasco alcanzó como avalistas. Las consecuencias de serlo mermó sus respectivos patrimonios y afectaría a sus respectivas economías de por vida, desde el momento en el que los bancos hicieran valer los compromisos, como garantes que fueron de las operaciones de créditos, para exigir el cobro de la deuda. Para compensar aquella debacle de algún modo, ella me aseguró haber renunciado, en favor de sus dos hermanas perjudicadas, a la parte de la herencia familiar que en su momento le correspondería y que básicamente es la casa paterna, un caserón en un recóndito rincón de uno de los barrios de Moaña, que además de haber sido el hogar familiar, ahora ocupado por su madre, en otros tiempos fue, además, un bar-comedor, negocio que fue sustento de toda la familia.


Sentí una gran consternación al saber de esos malos momentos de su vida en los que no pude estar ahí para evitarlos, pero más honda fue la preocupación que me causó conocer el origen de lo que parecía hacerle arrastrar graves problemas económicos. Si quienes la avalaron estaban pagando las consecuencias, no lo haría ella en menor medida que, entre otras cosas y por esa razón, se veía privada de tener propiedades a su nombre y, además, estaba obligada a desprenderse mensualmente de una parte de su sueldo, que le era retenido tan pronto como le fuese ingresado en cuenta. Aún así, no solo hacía frente al sostenimiento de su casa y de ella misma, sino que tenía a una estudiante fuera de casa, lo que, aunque su hija compatibilizara los estudios con un trabajo de camarera que le proporcionaba algunos ingresos, suponía tener que atender otros gastos típicos de una estudiante universitaria. Mi economía tampoco estaba en su mejor momento y desde no hacía mucho tiempo, las circunstancias sobrevenidas me obligaban a hacer no pocos equilibrios para atender todas mis obligaciones, pero aún así me propuse, desde ese mismo instante, colaborar, en la mayor medida que me fuera posible, a paliar sus dificultades. No podía soportar la idea de que hubiera nada que la estuviera haciendo sufrir. Yo ya estaba ahí con la intención de cuidarla y con el firme propósito de velar por su felicidad.

Al fin solos - Te Olvidaré... cap. XIV

Le pedí a un amigo que madrugara para que me llevara en su coche a la estación de Villena, a unos treinta kilómetros de casa. El tren pararía un instante y partiría hacia Madrid de inmediato. Intentaba aparentar serenidad, pero en realidad los nervios me estaban reconcomiendo por dentro. Impaciente, esperaba en el andén el convoy que, si los horarios se cumplían, llegaría a su destino en poco más de tres horas y media, unos cuarenta minutos antes de que aterrizara su avión, tiempo justo para recorrer la distancia entre la estación y el aeropuerto y poder estar esperándola a su llegada. Por fin apareció mi tren. En cuanto ocupé mi asiento, una vez reanudada la marcha, me planté en el vagón cafetería. Allí permanecí un largo rato, viajando de pié, porque era incapaz de permanecer sentado. Tras el segundo café sentí unas ganas inmensas de fumar un pitillo, pero no es posible hacerlo en ningún transporte público y, además, a pesar de haber sido fumador toda la vida, había resuelto dejar de fumar ya que a ella ni le gustaba el tabaco, ni había fumado nunca. Imaginaba la mala sensación que le daría besar a una persona con sabor a cenicero, o sea, la mala impresión que podía causarle en un momento así un fumador como yo.

Mi punto de partida
En los últimos años, debido a las prohibiciones de hacerlo en espacios públicos, las restricciones en otros muchos lugares y, sobre todo, tras el motivador efecto del encarecimiento del precio de las cajetillas, muchos fumadores decidieron dejar de serlo. Todos saben lo difícil que es dejar de fumar de un día para otro y lo complicado que resulta mantener la fuerza de voluntad para cumplir con una decisión tan taxativa, sobre todo lo desquiciante que puede llegar a ser prescindir de un cigarrillo cuando se está tan nervioso como yo estaba en ese momento y con lo que apetece después de tomar café, aunque fuera uno tan malo como el que te sirven en un tren. Pero todo sacrificio y esfuerzo merecían la pena por pretender llegar a ser una pareja perfecta para ella.

Cuanto más se aproximaba el tren a su destino, mayor iba siendo mi estado de nervios. Recordaba muchas cosas de nuestra extraña y frustrada historia, pero en esos momentos recordaba con precisión la escena de aquella última vez en la que la tuve ante mis ojos, cuando tan solo era una niña de apenas catorce o quince años. Un tiempo ya lejano y en el que no tuve más opción que alejarme de su lado porque mi condición de militar de entonces me obligaba irremediablemente a hacerlo. Pero había llegado el día en el que, por fin, iba a estar de nuevo junto a ella, podría abrazarla, mirarme en sus ojos, cogerla de la mano, acariciar su pelo…, y alguna cosa más que no paraba de rodar en mi cabeza provocándome un temor irreprimible. Quería estar con ella, por supuesto, y disfrutar de la que sería nuestra primera noche juntos, pero el que esa fuera a ser nuestra primera vez no dejaba de perturbarme. Cuando la conocí fui incapaz de tocarle ni un pelo y solo hubo un inocente beso, el de nuestra despedida. Nunca podrá haber otra persona en todo el mundo con ese misterioso poder de provocarme tan ardientes sentimientos y a la vez tan gran temor.

Por fin llegué a Madrid y, algo más tarde, después de un acelerado trayecto recorrido a toda prisa, estaba en el aeropuerto, ante la puerta de llegadas. Apenas quedaban unos minutos para que su avión aterrizara cuando se anunció por megafonía que su vuelo llegaría con dos horas de retraso. No me lo podía creer. Después de haber soportado con impaciencia el lento transcurrir de los últimos días y después de soportar la ansiedad extrema de aquella misma mañana anhelando aquel momento, cuando por fin ya estaba a punto de producirse, todavía tendría que esperar dos interminables horas más. Intenté tranquilizarme y ser paciente. Tomé un refrigerio, compré un periódico, caminé de un lado para otro hasta que mi vieja lesión de espalda se hizo notar. Por suerte, encontré un lugar en la abarrotada zona de llegadas desde el que, sin perder de vista la puerta por la que aparecería, podía esperar sentado.

Cumplido el nuevo plazo, observé en las pantallas que su avión había aterrizado. Era cuestión de minutos verla salir por aquella puerta. Podía escuchar mi corazón cada vez latiendo con mayor intensidad. De repente la vi, ¡ahí estaba! Ella, sin embargo, no me vio a mi. Apareció radiante, espléndida. Arrastraba una pequeña troly mientras miraba de un lado a otro alzando la cabeza. Aunque estaba muy, muy cerca, no se percató de mi presencia y supongo que sintió preocupación pensando en las posibles consecuencias del retraso de su vuelo. Se quedó parada escudriñando las amplias cristaleras que daban al exterior, momento que aproveché para acercarme hasta estar a un centímetro de su espalda y, como en aquella primera vez de hacía treinta y dos años, le susurré al oído un "¿quieres bailar…?". Se giró como un resorte y, sin mediar palabra, suspiró profundamente, me rodeó con sus brazos y me besó larga y apasionadamente. En ese momento el tiempo se detuvo y todo a nuestro alrededor desapareció. Éramos solo nosotros dos en medio del mundo. Por fin pude ver su cara, sus ojos, su sonrisa y, sobre todo, por fin pude abrazarla y sentir contra mi el calor de su infinita dulzura. No hay palabras con las que pueda describir ese momento que pareció un sueño mágico.

De repente el ruido del ambiente volvió a ser perceptible haciéndome tomar conciencia de donde estábamos, despertándome de aquel sueño. Tampoco puede decirse que estuviéramos llamando especialmente la atención con nuestra actitud en medio de un lugar acostumbrado a escenas de reencuentro, aunque nadie, absolutamente nadie a nuestro alrededor podía ni remotamente imaginar  el significado y la transcendencia del nuestro.

-Vámonos de aquí- le dije, e inmediatamente echamos a andar.

El medio más rápido para llegar al centro de Madrid
Teníamos que llegar hasta el centro y el medio más rápido y eficiente para hacerlo era el Metro. En un vagón, de pie el uno junto al otro, no dejamos de mirarnos y yo no podía dejar de abrazarla. Al cabo de unos minutos llegamos a nuestra estación y en un momento al hotel para tomar la habitación que tenía reservada desde hacía casi un mes. Se aproximaba el temido momento de quedarnos al fin solos y un hormigueo eléctrico recorría mi espalda, se me encogía el estómago y hasta me temblaban las piernas. Nada más cerrarse la puerta de la habitación a nuestra espalda, la abracé con firmeza y volví a besarla. Caímos sobre la cama abandonándonos a la pasión. Todo cuanto ocurrió fue como entrar en la espiral de un universo de sensaciones. No hubo necesidad de decir nada. Despojado de toda timidez, exiliados todos mi temores, anestesiado del dolor, los abrazos y los besos brotaban de un manantial de pasión. Todo fue mágico, sublime, algo que jamás, por muchos años que viva, nunca podré borrar de la memoria. Me sentí embriagado, un ser muy especial en el que no podía caber mayor felicidad. Confieso haber vivido la más grande de las sensaciones, un verdadero éxtasis. Nuestro primer encuentro íntimo, un vertiginoso viaje a lo más profundo de los deseos, un placer tan intenso que, a tenor de la expresión que podía estar reflejándose en mi cara, la escuche decirme…

-¡parece que te estén matando!-

No era para menos. Ni en sueños podía haber imaginado sentir lo que estaba sintiendo. Hasta mi inseparable dolor de espalda parecía haber desaparecido aunque no, no tardó en recordarme que seguía estando ahí, como el viejo compañero de siempre pero más inoportuno que nunca. Sentir el tacto de su piel, su suave y liviano cuerpo estrechándose contra el mío funcionó como un mágico analgésico.


Ma intrigó un tatuaje
Fueron momentos de indescriptible emoción, de descubrir todos los recovecos de su cuerpo, hasta ahora desconocidos. Me intrigó un tatuaje de borrosa forma estrellada que lucía tras su hombro izquierdo, junto al omóplato, un pequeño tatuaje de evidente mala calidad, quizá dibujado por una mano inexperta. Ese y otro de forma sinuosa y más fino que recorría la forma de su tobillo ya los había descubierto mucho antes en sendas fotografías en las que me los mostró. No comprendo el gusto que tienen quienes gustan de manchar así su piel, yo nunca lo haría, pero es algo personal y por eso no hice más comentarios. La pasión desatada nos hizo perder la noción del tiempo y en medio del amor despertamos al cabo de las horas porque estábamos hambrientos. Había pasado la hora de hacerlo y no habíamos comido nada, pero no nos importó.

Nuestra primera intimidad
-Se nos ha pasado la hora de comer-, le dije.
-Sí, ahora tengo hambre-
-Bueno, no te preocupes. Por suerte estamos en Madrid, donde siempre hay algo abierto-

Entonces sacó de su maleta una bolsa de papel y de ella un paquete que me entregó. Se trataba de un libro, una novela titulada «O Lapis do Carpinteiro», un relato del periodista gallego Manuel Rivas con la Guerra Civil como escenario y en la que dos personajes antagónicos cruzan sus vidas en una prisión. Uno, un médico republicano, Daniel Da Barca y otro, un obsesivo guardia civil al que llamaban Herbal, un tipo lleno de fantasmas y rencores. El primero privado de libertad en una lúgubre cárcel franquista, pero no de imaginación y fuerza; y el segundo privado de amor y de alegría. La cárcel es el escenario en la que conviven con otros presos memorables como el pintor que dibujó con un lápiz de carpintero el Pórtico de la Gloria, alguien que después de ser asesinado por Herbal se aloja en su cerebro como un fantasma para atormentarle haciéndole ver su oscura y triste realidad. Un relato repleto de poesía, de imaginación y escrito con una técnica narrativa envidiable en el que las voces psíquicas son las que en realidad, nos van conduciendo a través de esta historia. En 2004 Anton Reixa hizo una película basada en esta novela.

-Para que te vayas dando cuenta de lo fácil que es el gallego- me dijo.
-¡Vaya! Yo no te he comprado nada. Pero he traído algo para que lo guardes. Ya sabes, la propuesta que te hice-

Le entregué cuatro monedas. Cuatro duros antiguos de plata que pasaron de mano en mano en mi familia desde que mi bisabuelo los usó, con otros cuantos más que se fueron perdiendo con el tiempo, como arras en la ceremonia de su boda. Lo mismo que después hizo mi abuelo materno y finalmente mis padres.

-Se trata de algo muy querido- le expliqué –no por su valor numismático, que seguramente tienen, sino por lo que simbolizan estas cuatro monedas en la historia de mi familia-
-Ya se donde los guardaré-, dijo de inmediato.
-Pero quiero que guardes otra cosa-

Le entregué a continuación una pluma estilográfica. Aunque de buena marca, no era un modelo de los caros. Se trataba de una pieza con carcasa de baquelita azul que usó mi madre durante muchos años hasta que, el día que comencé la universidad, me la regaló. No la usé mucho, la verdad, pero siempre la guardé con gran cariño. Era uno de los pocos recuerdos que atesoraba de mi difunta madre. Ella, por su parte, me entregó una pulsera metálica extensible en cuyos eslabones había escrito, sílaba a sílaba “quérote moito”.

-Bueno, va siendo hora de ir a comer algo-, le propuse nuevamente.
-¡Vamos!-
-No me voy a llevar el móvil. Solo quiero estar contigo, sin interrupciones-
-Yo más tarde llamaré a mi hija. Todos los días hablamos a la noche-
-Está en Salamanca-
-Sí, claro-
-Venga, Vamos a comer que buena falta te hace. Estás muy delgada-
-¡A ti tampoco te sobra nada!-


No me pasó inadvertida su extremada delgadez y yo, después de los fatales días que venía soportando tampoco estaba en mi mejor momento. Después de advertir sobre el físico que mostraban nuestros cuerpos, una vez vestidos pudimos reponer fuerzas en uno de esos restaurantes VIP’s que están abiertos a todas horas, uno próximo al hotel. Teníamos muchas cosas de las que hablar, muchas historias que contarnos y, sobre todo, teníamos por delante una noche entera que compartir. Acababa de empezar y ya estaba sintiendo que ese fin de semana iba a ser bastante más efímero de lo que me podía esperar. El tiempo a su lado volaba, pasaba a velocidad supersónica. Estaba viviendo un sueño, tan feliz como si estuviera en el mismísimo cielo. Nada me hacía sospechar los aspectos tan sorprendentes de su vida que, de su propia voz, iba a conocer al día siguiente.