Le pedí a un amigo que madrugara para que me llevara en su coche a la estación de Villena, a unos treinta kilómetros de casa. El tren
pararía un instante y partiría hacia Madrid de inmediato. Intentaba aparentar
serenidad, pero en realidad los nervios me estaban reconcomiendo por dentro.
Impaciente, esperaba en el andén el convoy que, si los horarios se cumplían, llegaría a su destino en poco más de tres horas y media, unos cuarenta minutos antes de que aterrizara su avión, tiempo justo para recorrer la distancia entre la estación y el aeropuerto y poder estar esperándola a su llegada. Por fin apareció mi tren.
En cuanto ocupé mi asiento, una vez reanudada la marcha, me planté en el vagón cafetería. Allí
permanecí un largo rato, viajando de pié, porque era incapaz de permanecer sentado.
Tras el segundo café sentí unas ganas inmensas de fumar un pitillo, pero no es posible
hacerlo en ningún transporte público y, además, a pesar de haber sido fumador toda la vida, había
resuelto dejar de fumar ya que a ella ni le gustaba el tabaco, ni había fumado
nunca. Imaginaba la mala sensación que le daría besar a una persona con sabor a cenicero, o sea, la mala impresión que podía causarle en un momento así un fumador como yo.
En los últimos años,
debido a las prohibiciones de hacerlo en espacios públicos, las restricciones
en otros muchos lugares y, sobre todo, tras el motivador efecto del encarecimiento del precio de las
cajetillas, muchos fumadores decidieron dejar de serlo. Todos saben lo difícil que es dejar de fumar de un día para otro y lo complicado que resulta mantener la fuerza de voluntad para cumplir con una
decisión tan taxativa, sobre todo lo desquiciante que puede llegar a ser prescindir de un cigarrillo cuando se está tan nervioso como yo estaba en ese momento y con lo que apetece después de tomar café, aunque fuera uno tan malo como el que te sirven en un tren. Pero todo sacrificio y esfuerzo merecían la pena por pretender llegar a ser una pareja perfecta para ella.
Cuanto más se
aproximaba el tren a su destino, mayor iba siendo mi estado de nervios. Recordaba muchas cosas de nuestra extraña y frustrada historia, pero en esos momentos recordaba con precisión la escena de aquella última vez en la que la tuve ante mis ojos, cuando tan solo era una niña de apenas catorce o quince años. Un tiempo ya lejano y en el que no tuve más opción
que alejarme de su lado porque mi condición de militar de entonces me obligaba irremediablemente a hacerlo.
Pero había llegado el día en el que, por fin, iba a estar de nuevo junto a ella, podría abrazarla, mirarme en sus ojos, cogerla de la mano,
acariciar su pelo…, y alguna cosa más que no paraba de rodar en mi cabeza
provocándome un temor irreprimible. Quería estar con ella, por supuesto, y
disfrutar de la que sería nuestra primera noche juntos, pero el que esa fuera a ser nuestra primera vez no dejaba de perturbarme. Cuando la conocí fui incapaz de tocarle ni un pelo y solo hubo un inocente beso, el de nuestra despedida. Nunca podrá haber otra persona en todo el mundo con ese misterioso poder de provocarme tan ardientes sentimientos y a la vez tan gran temor.
Por fin llegué a
Madrid y, algo más tarde, después de un acelerado trayecto recorrido a toda prisa, estaba en el aeropuerto, ante la
puerta de llegadas. Apenas quedaban unos minutos para que su
avión aterrizara cuando se anunció por megafonía que su vuelo llegaría con dos horas de retraso. No me lo podía creer. Después de haber soportado con impaciencia el lento transcurrir de los últimos días y después de soportar la ansiedad extrema de aquella misma mañana anhelando aquel momento, cuando por fin ya estaba a punto de producirse, todavía tendría que esperar dos interminables
horas más. Intenté tranquilizarme y ser paciente. Tomé un refrigerio, compré un
periódico, caminé de un lado para otro hasta que mi vieja lesión de espalda se hizo notar. Por suerte,
encontré un lugar en la abarrotada zona de llegadas desde el que, sin perder de vista la puerta por la que aparecería, podía esperar sentado.
Cumplido el nuevo plazo, observé en las
pantallas que su avión había aterrizado. Era cuestión de minutos verla
salir por aquella puerta. Podía escuchar mi corazón cada vez latiendo con mayor intensidad. De repente la vi, ¡ahí
estaba! Ella, sin embargo, no me vio a mi. Apareció radiante, espléndida.
Arrastraba una pequeña troly mientras miraba de un lado a otro alzando la
cabeza. Aunque estaba muy, muy cerca, no se percató de mi presencia y supongo que sintió
preocupación pensando en las posibles consecuencias del retraso de su vuelo. Se quedó parada
escudriñando las amplias cristaleras que daban al exterior, momento que aproveché
para acercarme hasta estar a un centímetro de su espalda y, como en aquella primera vez de hacía treinta y dos años, le susurré al oído un "¿quieres bailar…?". Se giró como un resorte y,
sin mediar palabra, suspiró profundamente, me rodeó con sus brazos y me besó larga y
apasionadamente. En ese momento el tiempo se detuvo y todo a nuestro alrededor
desapareció. Éramos solo nosotros dos en medio del mundo. Por fin pude ver su
cara, sus ojos, su sonrisa y, sobre todo, por fin pude abrazarla y
sentir contra mi el calor de su infinita dulzura. No hay palabras con las que pueda describir ese momento que pareció un sueño mágico.
De repente el ruido
del ambiente volvió a ser perceptible haciéndome tomar conciencia
de donde estábamos, despertándome de aquel sueño. Tampoco puede decirse que estuviéramos llamando especialmente la atención con nuestra actitud en medio de un lugar acostumbrado a escenas de reencuentro,
aunque nadie, absolutamente nadie a nuestro alrededor podía ni remotamente imaginar el significado y la
transcendencia del nuestro.
-Vámonos de aquí- le
dije, e inmediatamente echamos a andar.
Teníamos que
llegar hasta el centro y el
medio más rápido y eficiente para hacerlo era el Metro. En un vagón, de
pie el uno junto al otro, no dejamos de mirarnos y yo no podía dejar de abrazarla. Al cabo de unos minutos llegamos a
nuestra estación y en un momento al hotel para tomar la habitación que tenía reservada desde hacía casi un mes. Se
aproximaba el temido momento de quedarnos al fin solos y un hormigueo eléctrico recorría mi espalda, se me encogía el estómago y hasta me
temblaban las piernas. Nada más cerrarse la puerta de la
habitación a nuestra espalda, la abracé con firmeza y volví a besarla. Caímos sobre la cama abandonándonos a la pasión. Todo cuanto ocurrió fue como entrar en la espiral de un
universo de sensaciones. No hubo necesidad de decir nada. Despojado de toda timidez, exiliados todos mi temores,
anestesiado del dolor, los abrazos y los besos brotaban de un manantial de pasión. Todo fue mágico, sublime, algo que jamás, por muchos años que viva, nunca
podré borrar de la memoria. Me sentí embriagado, un ser muy especial en el que no
podía caber mayor felicidad. Confieso haber vivido la más grande de las sensaciones, un
verdadero éxtasis. Nuestro primer encuentro íntimo, un vertiginoso viaje a lo
más profundo de los deseos, un placer tan intenso que, a
tenor de la expresión que podía estar reflejándose en mi cara, la escuche decirme…
-¡parece que te
estén matando!-
No era para menos.
Ni en sueños podía haber imaginado sentir lo que estaba sintiendo. Hasta mi inseparable dolor de espalda parecía
haber desaparecido aunque no, no tardó en recordarme que seguía estando ahí, como el viejo compañero de siempre pero más inoportuno que nunca. Sentir el tacto de su piel, su suave y liviano cuerpo estrechándose contra el mío funcionó como
un mágico analgésico.
Fueron momentos de indescriptible emoción, de descubrir todos los recovecos de su cuerpo, hasta ahora desconocidos. Me intrigó un tatuaje de borrosa forma estrellada que lucía tras su hombro izquierdo, junto al omóplato, un pequeño tatuaje de evidente mala calidad, quizá dibujado por una mano inexperta. Ese y otro de forma sinuosa y más fino que recorría la forma de su tobillo ya los había descubierto mucho antes en sendas fotografías en las que me los mostró. No comprendo el gusto que tienen quienes gustan de manchar así su piel, yo nunca lo haría, pero es algo personal y por eso no hice más comentarios. La pasión desatada nos hizo perder la noción del tiempo y en medio del amor despertamos al cabo de las horas porque estábamos hambrientos. Había pasado la hora de hacerlo y no habíamos comido nada, pero no nos importó.
-Se nos ha pasado la
hora de comer-, le dije.
-Sí, ahora tengo
hambre-
-Bueno, no te
preocupes. Por suerte estamos en Madrid, donde siempre hay algo abierto-
Entonces sacó de su
maleta una bolsa de papel y de ella un paquete que me entregó. Se trataba de un libro, una
novela titulada «O Lapis do Carpinteiro», un relato del periodista gallego
Manuel Rivas con la Guerra Civil como escenario y en la que dos
personajes antagónicos cruzan sus vidas en una prisión. Uno, un médico republicano, Daniel Da Barca y otro, un obsesivo guardia civil al que llamaban Herbal, un tipo lleno de fantasmas y
rencores. El primero privado de libertad en una lúgubre cárcel franquista, pero
no de imaginación y fuerza; y el segundo privado de amor y de alegría. La cárcel
es el escenario en la que conviven con otros presos memorables como el
pintor que dibujó con un lápiz de carpintero el Pórtico de la Gloria, alguien
que después de ser asesinado por Herbal se aloja en su cerebro como un fantasma
para atormentarle haciéndole ver su oscura y triste realidad. Un relato repleto de poesía, de imaginación y escrito con una técnica narrativa envidiable en el que las voces psíquicas son las que en realidad, nos van conduciendo a través de esta historia. En 2004 Anton Reixa hizo una
película basada en esta novela.
-Para que te vayas dando cuenta de lo fácil que es el
gallego- me dijo.
-¡Vaya! Yo no te he comprado nada. Pero he traído algo para que lo guardes. Ya sabes, la propuesta que te hice-
Le entregué cuatro monedas. Cuatro duros antiguos de plata que
pasaron de mano en mano en mi familia desde que mi bisabuelo los usó, con
otros cuantos más que se fueron perdiendo con el tiempo, como arras en la ceremonia de su
boda. Lo mismo que después hizo mi abuelo materno y finalmente mis padres.
-Se trata de algo muy querido- le expliqué –no por su valor
numismático, que seguramente tienen, sino por lo que simbolizan estas cuatro monedas en la historia de mi
familia-
-Ya se donde los guardaré-, dijo de inmediato.
-Pero quiero que guardes otra cosa-
Le entregué a continuación una pluma estilográfica. Aunque de buena marca, no
era un modelo de los caros. Se trataba de una pieza con carcasa de baquelita azul que
usó mi madre durante muchos años hasta que, el día que comencé la
universidad, me la regaló. No la usé mucho, la verdad, pero siempre la
guardé con gran cariño. Era uno de los pocos recuerdos que atesoraba de
mi difunta madre. Ella, por su parte, me entregó una pulsera metálica extensible en
cuyos eslabones había escrito, sílaba a sílaba “quérote moito”.
-Bueno, va siendo hora de ir a comer algo-, le propuse
nuevamente.
-¡Vamos!-
-No me voy a llevar el móvil. Solo quiero estar contigo, sin interrupciones-
-Yo más tarde llamaré a mi hija. Todos los días hablamos a la noche-
-Está en Salamanca-
-Sí, claro-
-Venga, Vamos a comer que buena falta te hace. Estás muy delgada-
-¡A ti tampoco te sobra nada!-
No me pasó inadvertida su extremada delgadez y yo, después de los fatales días que venía soportando tampoco estaba en mi mejor momento. Después de advertir sobre el físico que mostraban nuestros cuerpos, una vez vestidos pudimos reponer fuerzas en uno de esos
restaurantes VIP’s que están abiertos a todas horas, uno próximo al hotel.
Teníamos muchas cosas de las que hablar, muchas historias que contarnos y, sobre
todo, teníamos por delante una noche entera que compartir. Acababa de empezar y ya
estaba sintiendo que ese fin de semana iba a
ser bastante más efímero de lo que me podía esperar. El tiempo a su lado volaba, pasaba a
velocidad supersónica. Estaba viviendo un sueño, tan feliz como si estuviera en el mismísimo cielo. Nada me hacía sospechar los aspectos tan sorprendentes de su vida que, de su propia voz, iba a conocer al día siguiente.
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