Por suerte, en el Vip's próximo a la Puerta de Toledo que encontramos cerca del hotel nos
sirvieron unos suculentos platos combinados con los que aplacamos el hambre y nos
recuperamos del desgaste extra de un intenso día que ya alcanzaba las últimas
horas de la tarde y que transcurría como una exhalación.
-No puedes ni imaginar cuantas veces, ni de que manera, te he echado de menos a lo largo de mi vida-, le explicaba mientras todavía estábamos en el comedor en el que, si acaso, había dos o tres personas más compartiéndolo con nosotros.
-No puedes ni imaginar cuantas veces, ni de que manera, te he echado de menos a lo largo de mi vida-, le explicaba mientras todavía estábamos en el comedor en el que, si acaso, había dos o tres personas más compartiéndolo con nosotros.
No es que hubiera
caído en hacer comparaciones de ningún tipo con las parejas con las que mantuve
algún tipo de relación a lo largo de todos aquellos últimos años, pero repasando mis experiencias me daba cuenta de que
siempre, por una razón o por otra,
al llegar con cada una de ellas a un punto decisivo, inevitablemente me
asaltó un pensamiento recurrente que me trajo cada vez a la memoria a aquella dulce
muchacha gallega a la que siempre añoré. Un sentimiento para el que la lengua gallega tiene una palabra exacta con la que definirlo: saudade. Recordaba especialmente la experiencia con cierta compañera de profesión con la que mantuve una más que
estrecha relación en un periodo en el que ambos nos movimos ente Cádiz y
Madrid. Cuando inesperadamente se quedó embarazada, decidió renunciar a la
gestación porque en su objetivo de ese momento estaba llegar a trabajar en televisión,
un objetivo que su embarazo podría poner en riesgo. Fue mi única y última
experiencia en la que llegué a plantearme la paternidad. Tuve que respetar su
decisión, pero en mi interior se abrió una herida profunda que no solo supuso
el fin de aquella relación, sino de que me planteara la necesidad de pasar por
una experiencia similar. El dolor me afectó prolongándose durante años hasta
generarme, más que prudencia, rechazo ante todo lo que, más allá de la
autenticidad de los sentimientos y del compromiso para consensuar
una decisión como la tener un hijo, pudiera generarme iguales o similares consecuencias.
Viéndome allí,
frente a frente, hablando de nuestras vidas con la mujer de la que me enamoré durante mis primeros
años de juventud, la intensidad de la nostalgia quedaba diluida
en la esperanza de recuperar junto a ella la vida que, por circunstancias, siempre nos fue negada. Ya no
éramos dos jóvenes, desde luego, ya no había cabida para esperar de nuestra convivencia otras consecuencias más allá de compartir una etapa postrera sobre
la solidez de un amor deseado, auténtico, maduro, sincero y, sobre todo, romántico. A
pesar de todo, significaba recuperar algo que, en justicia, a ambos nos
pertenecía y que no era sino amarnos, disfrutando de una vida en pareja en
busca de la auténtica felicidad.
La noche ya era manifiesta y el cansancio evidenciaba la intensidad de un día que, paradójicamente, parecía haber durado menos de lo normal. Regresamos al hotel. Ella hizo su habitual llamada que cada noche su hija esperaba, momento que aproveché para pasar a asearme al baño lo que, pensé, le proporcionaría mayor intimidad mientras hablaban. Tomé mi medicación y regresé a la habitación.
La noche ya era manifiesta y el cansancio evidenciaba la intensidad de un día que, paradójicamente, parecía haber durado menos de lo normal. Regresamos al hotel. Ella hizo su habitual llamada que cada noche su hija esperaba, momento que aproveché para pasar a asearme al baño lo que, pensé, le proporcionaría mayor intimidad mientras hablaban. Tomé mi medicación y regresé a la habitación.
-¿Todo bien?-, le
pregunté.
-Sí, sí…, ya le dije
a mi hija que todo bien, que estoy muy feliz-, respondió.
-Supongo que estará
sorprendida de lo que está pasando-
-Ya le hablé de ti y
ella sabe quien eres-
-¿Y eso…?-
-Pues porque alguna
vez te vio en la foto que hace años me mandó tu madre. Para ella eres “el novio militrioncho de mamá”,
ya sabes-, una denominación que nos hizo sonreír.
-Seguro que si ahora
me ve ¡no me reconoce!-
-Tenemos una
relación muy especial-, me aclaró. -Me lo consulta todo, no tenemos secretos.
Fíjate que me llamó un día antes de tener su primera experiencia sexual con su
novio-
-¡No me digas!-, le
respondí sorprendido.
-No es pasión de
madre, es una persona muy espacial y una magnífica estudiante-, concluyó.
Estaba más que claro
que su condición de madre sustentaba, como es lógico, auténtica pasión por sus
dos hijos para los que no escatimaba los elogios a sus muchas virtudes. Ella, la
menor, estaba concluyendo estudios universitarios de comunicación audiovisual
en Salamanca. Él, el mayor, con treinta y cinco años cumplidos, se acaba de
casar con su novia, una licenciada en farmacia, y además de destacar en su
trabajo como un excelente comercial, era un deportista de larga trayectoria en
el ciclismo amateur.
Si el día anterior
me pareció corto, la noche fue como el paso de una estrella fugaz. Me
desperté muy temprano lo que me proporcionó el regalo de observarla allí, a mi
lado, sintiendo su respiración sosegada y su aspecto profundamente relajado. Era como estar viendo lo que hay más allá del infinito. Sentí la necesidad de amarla, de
protegerla, de velar por su felicidad. Y así permanecí, mirándola sin mover un
solo músculo por temor a despertarla, hasta el momento en el que, cuando ya
entraban los primeros rayos de luz del nuevo día a través de los resquicios de
las cortinas, se despertó. Me miró, sonrió y reclinó su cabeza en mi pecho.
Tenía que pellizcarme para comprobar que no era un sueño, que estaba viviendo
de verdad un momento que siempre formó parte de mis sueños más deseados. No
podía sentir más amor, ni imaginar mayor dulzura.
-Buenos días amor.
Vámonos a desayunar y aprovechemos el día-, le propuse consciente de que ese sábado
iba a pasar en un suspiro.
Desayunamos en un típico mesón próximo a la Plaza Mayor, por la que empezamos un largo paseo por el centro de Madrid mientras seguíamos poniéndonos al día de todas aquellas vicisitudes que ocurrieron en nuestras respectivas vidas durante tantos y tantos años en los que estuvimos separados. Así, caminando, llegamos a la Puerta del Sol, donde se sitúa el kilómetro cero de las carreteras radiales de España, y, poco más adelante, transitando por Arenal, le invité a asomarse a una bocacalle para que leyera, escrito sobre los toldos que cubrían las ventanas del entresuelo de una de esas viejas casas señoriales, el nombre de un restaurante.
Desayunamos en un típico mesón próximo a la Plaza Mayor, por la que empezamos un largo paseo por el centro de Madrid mientras seguíamos poniéndonos al día de todas aquellas vicisitudes que ocurrieron en nuestras respectivas vidas durante tantos y tantos años en los que estuvimos separados. Así, caminando, llegamos a la Puerta del Sol, donde se sitúa el kilómetro cero de las carreteras radiales de España, y, poco más adelante, transitando por Arenal, le invité a asomarse a una bocacalle para que leyera, escrito sobre los toldos que cubrían las ventanas del entresuelo de una de esas viejas casas señoriales, el nombre de un restaurante.
-¿Qué pone ahí?-, le
dije
-¡Moaña!-, contestó
sorprendida
-¡Sí!, imagina de
quién me acordaba cada vez que pasaba por aquí-, le dije mientras se sonreía.
Andamos y andamos
sin pausa y sin percatarnos de que pudimos recorrer varios kilómetros,
abstraídos más por las charla que por todo lo espectacular, como la plaza de
Oriente, el Palacio Real, el Teatro Real y otras maravillas que se iban poniendo ante nuestros
ojos. El paseo nos hizo llegar hasta las callejuelas del llamado Madrid de los Austrias que rodean la plaza de la
Villa, emplazamiento de la primigenia Casa Consistorial del Ayuntamiento de
Madrid.
Allí comenzó a darme detalles de su boda. Sucedió siendo muy joven, todavía era una estudiante cuando se casó. Me contaba como, estando estudiando magisterio en Pontevedra, recordaba ir a clase estando embarazada, motivo por el que compañeros y profesores eran especialmente condescendientes con ella. Me resultó inevitable hacer cuentas y constatar que se casó apenas dos o tres años dmás tarde de habernos conocido. Me resultó francamente chocante. ¿Por qué tantas prisas? El novio resultó ser un muchacho de Cangas, localidad vecina y muy próxima a Moaña. Según parece él era hijo de familia adinerada y demostraba una gran afición por la fotografía. Lo que deducí es que aquella boda fue tan de repente porque él dispondría así de una excusa para quedar exento del servicio militar, obligatorio para todos los mozos varones de la época. Y si acaso ser padre de familia era eximente de tener que hacer "la mili", tal circunstancia se adquirió un carácter definitivo con el embarazo de ella. Confieso que me asaltaron pensamientos contradictorios al conocer esta historia, que me hizo sospechar que alguien pudo sacar provecho de sus sentimientos, pero no quise exteriorizar mi contrariedad mientras ella iba desgranando aquella parte de su historia.
Allí comenzó a darme detalles de su boda. Sucedió siendo muy joven, todavía era una estudiante cuando se casó. Me contaba como, estando estudiando magisterio en Pontevedra, recordaba ir a clase estando embarazada, motivo por el que compañeros y profesores eran especialmente condescendientes con ella. Me resultó inevitable hacer cuentas y constatar que se casó apenas dos o tres años dmás tarde de habernos conocido. Me resultó francamente chocante. ¿Por qué tantas prisas? El novio resultó ser un muchacho de Cangas, localidad vecina y muy próxima a Moaña. Según parece él era hijo de familia adinerada y demostraba una gran afición por la fotografía. Lo que deducí es que aquella boda fue tan de repente porque él dispondría así de una excusa para quedar exento del servicio militar, obligatorio para todos los mozos varones de la época. Y si acaso ser padre de familia era eximente de tener que hacer "la mili", tal circunstancia se adquirió un carácter definitivo con el embarazo de ella. Confieso que me asaltaron pensamientos contradictorios al conocer esta historia, que me hizo sospechar que alguien pudo sacar provecho de sus sentimientos, pero no quise exteriorizar mi contrariedad mientras ella iba desgranando aquella parte de su historia.
-Fue algo muy
sencillo, casi improvisado-, me confesó. -Nos casó un cura que me había dado
clase en el instituto, pero yo no fui con traje blanco de novia, ni hubo
ninguna ceremonia especial-
Cuanto me contaba me
dejaba una sensación extraña pensando en que lo normal es que ese tipo de episodios,
trascendentes en la vida de cualquier pareja con independencia de las convicciones religiosas, es que se preparen con tiempo y primor.
Incluso en los casos de mayor austeridad, siempre hay algo extraordinario. Pero
el relato de aquella boda sonaba a algo hecho con prisa, improvisado. Reprimí
hacer preguntas. No era cosa de forzar que contara algo que le fuera a ser incómodo
en ese momento cuando íbamos a tener todo el tiempo por delante para hablar con
detalle de todo cuanto aconteció en nuestras vidas. Sin embargo, me resultó aún más chocante saber que sus
suegros, los padres de su ex marido, llegaron a fallecer sin haber querido
conocer a sus dos nietos, un dato del que se deduce que el matrimonio nunca fue
del agrado de sus suegros y que nunca contó con su aprobación.
En cualquier caso, aquel
matrimonio duró veintidós años antes de que llegara el divorcio entre ambos. Concluyó justo
después colapsar un negocio de artículos de puericultura que ambos
emprendieron y cuya quiebra final supuso, además, la ruptura con dos de sus
tres hermanas a las que el fiasco alcanzó como avalistas. Las consecuencias de
serlo mermó sus respectivos patrimonios y afectaría a sus respectivas economías de por vida, desde el momento en el que los bancos hicieran valer los compromisos, como garantes que fueron de las operaciones de créditos, para exigir el cobro de la deuda. Para compensar aquella debacle de algún modo, ella
me aseguró haber renunciado, en favor de sus dos hermanas perjudicadas, a la
parte de la herencia familiar que en su momento le correspondería y que básicamente es la casa
paterna, un caserón en un recóndito rincón de uno de los barrios de Moaña, que además de haber
sido el hogar familiar, ahora ocupado por su madre, en otros tiempos fue, además, un bar-comedor, negocio que fue sustento de toda la familia.
Sentí una gran
consternación al saber de esos malos momentos de su vida en los que no pude
estar ahí para evitarlos, pero más honda fue la preocupación que me causó
conocer el origen de lo que parecía hacerle arrastrar graves problemas económicos. Si quienes la avalaron estaban pagando las consecuencias, no lo haría ella en
menor medida que, entre otras cosas y por esa razón, se veía privada de tener
propiedades a su nombre y, además, estaba obligada a desprenderse mensualmente de una parte de su sueldo, que le era retenido tan pronto como le fuese ingresado en cuenta. Aún así, no solo hacía
frente al sostenimiento de su casa y de ella misma, sino que tenía a una estudiante fuera de casa, lo que, aunque su hija compatibilizara los estudios
con un trabajo de camarera que le proporcionaba algunos ingresos, suponía tener que atender otros gastos
típicos de una estudiante universitaria. Mi economía tampoco estaba en su
mejor momento y desde no hacía mucho tiempo, las circunstancias sobrevenidas me
obligaban a hacer no pocos equilibrios para atender todas mis obligaciones, pero aún así me propuse, desde ese mismo instante, colaborar, en la mayor medida que me fuera posible, a paliar sus dificultades. No podía soportar la
idea de que hubiera nada que la estuviera haciendo sufrir. Yo ya estaba ahí con la intención de cuidarla y con el
firme propósito de velar por su felicidad.