Asuntos económicos - Te Olvidaré... cap. XV

Por suerte, en el Vip's próximo a la Puerta de Toledo que encontramos cerca del hotel nos sirvieron unos suculentos platos combinados con los que aplacamos el hambre y nos recuperamos del desgaste extra de un intenso día que ya alcanzaba las últimas horas de la tarde y que transcurría como una exhalación.


La zona de nuestro primer encuentro
-No puedes ni imaginar cuantas veces, ni de que manera, te he echado de menos a lo largo de mi vida-, le explicaba mientras todavía estábamos en el comedor en el que, si acaso, había dos o tres personas más compartiéndolo con nosotros.

No es que hubiera caído en hacer comparaciones de ningún tipo con las parejas con las que mantuve algún tipo de relación a lo largo de todos aquellos últimos años, pero repasando mis experiencias me daba cuenta de que siempre, por  una razón o por otra, al llegar con cada una de ellas a un punto decisivo, inevitablemente me asaltó un pensamiento recurrente que me trajo cada vez a la memoria a aquella dulce muchacha gallega a la que siempre añoré. Un sentimiento para el que la lengua gallega tiene una palabra exacta con la que definirlo: saudade. Recordaba especialmente la experiencia con cierta compañera de profesión con la que mantuve una más que estrecha relación en un periodo en el que ambos nos movimos ente Cádiz y Madrid. Cuando inesperadamente se quedó embarazada, decidió renunciar a la gestación porque en su objetivo de ese momento estaba llegar a trabajar en televisión, un objetivo que su embarazo podría poner en riesgo. Fue mi única y última experiencia en la que llegué a plantearme la paternidad. Tuve que respetar su decisión, pero en mi interior se abrió una herida profunda que no solo supuso el fin de aquella relación, sino de que me planteara la necesidad de pasar por una experiencia similar. El dolor me afectó prolongándose durante años hasta generarme, más que prudencia, rechazo ante todo lo que, más allá de la autenticidad de los sentimientos y del compromiso para consensuar una decisión como la tener un hijo, pudiera generarme iguales o similares consecuencias.

Viéndome allí, frente a frente, hablando de nuestras vidas con la mujer de la que me enamoré durante mis primeros años de juventud, la intensidad de la nostalgia quedaba diluida en la esperanza de recuperar junto a ella la vida  que, por circunstancias, siempre nos fue negada. Ya no éramos dos jóvenes, desde luego, ya no había cabida para esperar de nuestra convivencia otras consecuencias más allá de compartir una etapa postrera sobre la solidez de un amor deseado, auténtico, maduro, sincero y, sobre todo, romántico. A pesar de todo, significaba recuperar algo que, en justicia, a ambos nos pertenecía y que no era sino amarnos, disfrutando de una vida en pareja en busca de la auténtica felicidad.


Recreación del horizonte nocturno madrileño

La noche ya era manifiesta y el cansancio evidenciaba la intensidad de un día que, paradójicamente, parecía haber durado menos de lo normal. Regresamos al hotel. Ella hizo su habitual llamada que cada noche su hija esperaba, momento que aproveché para pasar a asearme al baño lo que, pensé, le proporcionaría mayor intimidad mientras hablaban. Tomé mi medicación y regresé a la habitación.

-¿Todo bien?-, le pregunté.
-Sí, sí…, ya le dije a mi hija que todo bien, que estoy muy feliz-, respondió.
-Supongo que estará sorprendida de lo que está pasando-
-Ya le hablé de ti y ella sabe quien eres-
-¿Y eso…?-
-Pues porque alguna vez te vio en la foto que hace años me mandó tu madre. Para ella eres “el novio militrioncho de mamá”, ya sabes-, una denominación que nos hizo sonreír.
-Seguro que si ahora me ve ¡no me reconoce!-
-Tenemos una relación muy especial-, me aclaró. -Me lo consulta todo, no tenemos secretos. Fíjate que me llamó un día antes de tener su primera experiencia sexual con su novio-
-¡No me digas!-, le respondí sorprendido.
-No es pasión de madre, es una persona muy espacial y una magnífica estudiante-, concluyó.

Estaba más que claro que su condición de madre sustentaba, como es lógico, auténtica pasión por sus dos hijos para los que no escatimaba los elogios a sus muchas virtudes. Ella, la menor, estaba concluyendo estudios universitarios de comunicación audiovisual en Salamanca. Él, el mayor, con treinta y cinco años cumplidos, se acaba de casar con su novia, una licenciada en farmacia, y además de destacar en su trabajo como un excelente comercial, era un deportista de larga trayectoria en el ciclismo amateur.

Si el día anterior me pareció corto, la noche fue como el paso de una estrella fugaz. Me desperté muy temprano lo que me proporcionó el regalo de observarla allí, a mi lado, sintiendo su respiración sosegada y su aspecto profundamente relajado. Era como estar viendo lo que hay más allá del infinito. Sentí la necesidad de amarla, de protegerla, de velar por su felicidad. Y así permanecí, mirándola sin mover un solo músculo por temor a despertarla, hasta el momento en el que, cuando ya entraban los primeros rayos de luz del nuevo día a través de los resquicios de las cortinas, se despertó. Me miró, sonrió y reclinó su cabeza en mi pecho. Tenía que pellizcarme para comprobar que no era un sueño, que estaba viviendo de verdad un momento que siempre formó parte de mis sueños más deseados. No podía sentir más amor, ni imaginar mayor dulzura.

-Buenos días amor. Vámonos a desayunar y aprovechemos el día-, le propuse consciente de que ese sábado iba a pasar en un suspiro.


nuestro primer paseo juntos después de 32 años
Desayunamos en un típico mesón próximo a la Plaza Mayor, por la que empezamos un largo paseo por el centro de Madrid mientras seguíamos poniéndonos al día de todas aquellas vicisitudes que ocurrieron en nuestras respectivas vidas durante tantos y tantos años en los que estuvimos separados. Así, caminando, llegamos a la Puerta del Sol, donde se sitúa el kilómetro cero de las carreteras radiales de España, y, poco más adelante, transitando por Arenal, le invité a asomarse a una bocacalle para que leyera, escrito sobre los toldos que cubrían las ventanas del entresuelo de una de esas viejas casas señoriales, el nombre de un restaurante.

-¿Qué pone ahí?-, le dije
-¡Moaña!-, contestó sorprendida
-¡Sí!, imagina de quién me acordaba cada vez que pasaba por aquí-, le dije mientras se sonreía.

Andamos y andamos sin pausa y sin percatarnos de que pudimos recorrer varios kilómetros, abstraídos más por las charla que por todo lo espectacular, como la plaza de Oriente, el Palacio Real, el Teatro Real y otras maravillas que se iban poniendo ante nuestros ojos. El paseo nos hizo llegar hasta las callejuelas del llamado Madrid de los Austrias que rodean la plaza de la Villa, emplazamiento de la primigenia Casa Consistorial del Ayuntamiento de Madrid. 


Puerta del Sol de Madrid
Allí comenzó a darme detalles de su boda. Sucedió siendo muy joven, todavía era una estudiante cuando se casó. Me contaba como, estando estudiando magisterio en Pontevedra, recordaba ir a clase estando embarazada, motivo por el que compañeros y profesores eran especialmente condescendientes con ella. Me resultó inevitable hacer cuentas y constatar que se casó apenas dos o tres años dmás tarde de habernos conocido. Me resultó francamente chocante. ¿Por qué tantas prisas? El novio resultó ser un muchacho de Cangas, localidad vecina y muy próxima a Moaña. Según parece él era hijo de familia adinerada y demostraba una gran afición por la fotografía. Lo que deducí es que aquella boda fue tan de repente porque él dispondría así de una excusa para quedar exento del servicio militar, obligatorio para todos los mozos varones de la época. Y si acaso ser padre de familia era eximente de tener que hacer "la mili", tal circunstancia se adquirió un carácter definitivo con el embarazo de ella. Confieso que me asaltaron pensamientos contradictorios al conocer esta historia, que me hizo sospechar que alguien pudo sacar provecho de sus sentimientos, pero no quise exteriorizar mi contrariedad mientras ella iba desgranando aquella parte de su historia.

-Fue algo muy sencillo, casi improvisado-, me confesó. -Nos casó un cura que me había dado clase en el instituto, pero yo no fui con traje blanco de novia, ni hubo ninguna ceremonia especial-

Cuanto me contaba me dejaba una sensación extraña pensando en que lo normal es que ese tipo de episodios, trascendentes en la vida de cualquier pareja con independencia de las convicciones religiosas, es que se preparen con tiempo y primor. Incluso en los casos de mayor austeridad, siempre hay algo extraordinario. Pero el relato de aquella boda sonaba a algo hecho con prisa, improvisado. Reprimí hacer preguntas. No era cosa de forzar que contara algo que le fuera a ser incómodo en ese momento cuando íbamos a tener todo el tiempo por delante para hablar con detalle de todo cuanto aconteció en nuestras vidas.  Sin embargo, me resultó aún más chocante saber que sus suegros, los padres de su ex marido, llegaron a fallecer sin haber querido conocer a sus dos nietos, un dato del que se deduce que el matrimonio nunca fue del agrado de sus suegros y que nunca contó con su aprobación.

En cualquier caso, aquel matrimonio duró veintidós años antes de que llegara el divorcio entre ambos. Concluyó justo después colapsar un negocio de artículos de puericultura que ambos emprendieron y cuya quiebra final supuso, además, la ruptura con dos de sus tres hermanas a las que el fiasco alcanzó como avalistas. Las consecuencias de serlo mermó sus respectivos patrimonios y afectaría a sus respectivas economías de por vida, desde el momento en el que los bancos hicieran valer los compromisos, como garantes que fueron de las operaciones de créditos, para exigir el cobro de la deuda. Para compensar aquella debacle de algún modo, ella me aseguró haber renunciado, en favor de sus dos hermanas perjudicadas, a la parte de la herencia familiar que en su momento le correspondería y que básicamente es la casa paterna, un caserón en un recóndito rincón de uno de los barrios de Moaña, que además de haber sido el hogar familiar, ahora ocupado por su madre, en otros tiempos fue, además, un bar-comedor, negocio que fue sustento de toda la familia.


Sentí una gran consternación al saber de esos malos momentos de su vida en los que no pude estar ahí para evitarlos, pero más honda fue la preocupación que me causó conocer el origen de lo que parecía hacerle arrastrar graves problemas económicos. Si quienes la avalaron estaban pagando las consecuencias, no lo haría ella en menor medida que, entre otras cosas y por esa razón, se veía privada de tener propiedades a su nombre y, además, estaba obligada a desprenderse mensualmente de una parte de su sueldo, que le era retenido tan pronto como le fuese ingresado en cuenta. Aún así, no solo hacía frente al sostenimiento de su casa y de ella misma, sino que tenía a una estudiante fuera de casa, lo que, aunque su hija compatibilizara los estudios con un trabajo de camarera que le proporcionaba algunos ingresos, suponía tener que atender otros gastos típicos de una estudiante universitaria. Mi economía tampoco estaba en su mejor momento y desde no hacía mucho tiempo, las circunstancias sobrevenidas me obligaban a hacer no pocos equilibrios para atender todas mis obligaciones, pero aún así me propuse, desde ese mismo instante, colaborar, en la mayor medida que me fuera posible, a paliar sus dificultades. No podía soportar la idea de que hubiera nada que la estuviera haciendo sufrir. Yo ya estaba ahí con la intención de cuidarla y con el firme propósito de velar por su felicidad.

Al fin solos - Te Olvidaré... cap. XIV

Le pedí a un amigo que madrugara para que me llevara en su coche a la estación de Villena, a unos treinta kilómetros de casa. El tren pararía un instante y partiría hacia Madrid de inmediato. Intentaba aparentar serenidad, pero en realidad los nervios me estaban reconcomiendo por dentro. Impaciente, esperaba en el andén el convoy que, si los horarios se cumplían, llegaría a su destino en poco más de tres horas y media, unos cuarenta minutos antes de que aterrizara su avión, tiempo justo para recorrer la distancia entre la estación y el aeropuerto y poder estar esperándola a su llegada. Por fin apareció mi tren. En cuanto ocupé mi asiento, una vez reanudada la marcha, me planté en el vagón cafetería. Allí permanecí un largo rato, viajando de pié, porque era incapaz de permanecer sentado. Tras el segundo café sentí unas ganas inmensas de fumar un pitillo, pero no es posible hacerlo en ningún transporte público y, además, a pesar de haber sido fumador toda la vida, había resuelto dejar de fumar ya que a ella ni le gustaba el tabaco, ni había fumado nunca. Imaginaba la mala sensación que le daría besar a una persona con sabor a cenicero, o sea, la mala impresión que podía causarle en un momento así un fumador como yo.

Mi punto de partida
En los últimos años, debido a las prohibiciones de hacerlo en espacios públicos, las restricciones en otros muchos lugares y, sobre todo, tras el motivador efecto del encarecimiento del precio de las cajetillas, muchos fumadores decidieron dejar de serlo. Todos saben lo difícil que es dejar de fumar de un día para otro y lo complicado que resulta mantener la fuerza de voluntad para cumplir con una decisión tan taxativa, sobre todo lo desquiciante que puede llegar a ser prescindir de un cigarrillo cuando se está tan nervioso como yo estaba en ese momento y con lo que apetece después de tomar café, aunque fuera uno tan malo como el que te sirven en un tren. Pero todo sacrificio y esfuerzo merecían la pena por pretender llegar a ser una pareja perfecta para ella.

Cuanto más se aproximaba el tren a su destino, mayor iba siendo mi estado de nervios. Recordaba muchas cosas de nuestra extraña y frustrada historia, pero en esos momentos recordaba con precisión la escena de aquella última vez en la que la tuve ante mis ojos, cuando tan solo era una niña de apenas catorce o quince años. Un tiempo ya lejano y en el que no tuve más opción que alejarme de su lado porque mi condición de militar de entonces me obligaba irremediablemente a hacerlo. Pero había llegado el día en el que, por fin, iba a estar de nuevo junto a ella, podría abrazarla, mirarme en sus ojos, cogerla de la mano, acariciar su pelo…, y alguna cosa más que no paraba de rodar en mi cabeza provocándome un temor irreprimible. Quería estar con ella, por supuesto, y disfrutar de la que sería nuestra primera noche juntos, pero el que esa fuera a ser nuestra primera vez no dejaba de perturbarme. Cuando la conocí fui incapaz de tocarle ni un pelo y solo hubo un inocente beso, el de nuestra despedida. Nunca podrá haber otra persona en todo el mundo con ese misterioso poder de provocarme tan ardientes sentimientos y a la vez tan gran temor.

Por fin llegué a Madrid y, algo más tarde, después de un acelerado trayecto recorrido a toda prisa, estaba en el aeropuerto, ante la puerta de llegadas. Apenas quedaban unos minutos para que su avión aterrizara cuando se anunció por megafonía que su vuelo llegaría con dos horas de retraso. No me lo podía creer. Después de haber soportado con impaciencia el lento transcurrir de los últimos días y después de soportar la ansiedad extrema de aquella misma mañana anhelando aquel momento, cuando por fin ya estaba a punto de producirse, todavía tendría que esperar dos interminables horas más. Intenté tranquilizarme y ser paciente. Tomé un refrigerio, compré un periódico, caminé de un lado para otro hasta que mi vieja lesión de espalda se hizo notar. Por suerte, encontré un lugar en la abarrotada zona de llegadas desde el que, sin perder de vista la puerta por la que aparecería, podía esperar sentado.

Cumplido el nuevo plazo, observé en las pantallas que su avión había aterrizado. Era cuestión de minutos verla salir por aquella puerta. Podía escuchar mi corazón cada vez latiendo con mayor intensidad. De repente la vi, ¡ahí estaba! Ella, sin embargo, no me vio a mi. Apareció radiante, espléndida. Arrastraba una pequeña troly mientras miraba de un lado a otro alzando la cabeza. Aunque estaba muy, muy cerca, no se percató de mi presencia y supongo que sintió preocupación pensando en las posibles consecuencias del retraso de su vuelo. Se quedó parada escudriñando las amplias cristaleras que daban al exterior, momento que aproveché para acercarme hasta estar a un centímetro de su espalda y, como en aquella primera vez de hacía treinta y dos años, le susurré al oído un "¿quieres bailar…?". Se giró como un resorte y, sin mediar palabra, suspiró profundamente, me rodeó con sus brazos y me besó larga y apasionadamente. En ese momento el tiempo se detuvo y todo a nuestro alrededor desapareció. Éramos solo nosotros dos en medio del mundo. Por fin pude ver su cara, sus ojos, su sonrisa y, sobre todo, por fin pude abrazarla y sentir contra mi el calor de su infinita dulzura. No hay palabras con las que pueda describir ese momento que pareció un sueño mágico.

De repente el ruido del ambiente volvió a ser perceptible haciéndome tomar conciencia de donde estábamos, despertándome de aquel sueño. Tampoco puede decirse que estuviéramos llamando especialmente la atención con nuestra actitud en medio de un lugar acostumbrado a escenas de reencuentro, aunque nadie, absolutamente nadie a nuestro alrededor podía ni remotamente imaginar  el significado y la transcendencia del nuestro.

-Vámonos de aquí- le dije, e inmediatamente echamos a andar.

El medio más rápido para llegar al centro de Madrid
Teníamos que llegar hasta el centro y el medio más rápido y eficiente para hacerlo era el Metro. En un vagón, de pie el uno junto al otro, no dejamos de mirarnos y yo no podía dejar de abrazarla. Al cabo de unos minutos llegamos a nuestra estación y en un momento al hotel para tomar la habitación que tenía reservada desde hacía casi un mes. Se aproximaba el temido momento de quedarnos al fin solos y un hormigueo eléctrico recorría mi espalda, se me encogía el estómago y hasta me temblaban las piernas. Nada más cerrarse la puerta de la habitación a nuestra espalda, la abracé con firmeza y volví a besarla. Caímos sobre la cama abandonándonos a la pasión. Todo cuanto ocurrió fue como entrar en la espiral de un universo de sensaciones. No hubo necesidad de decir nada. Despojado de toda timidez, exiliados todos mi temores, anestesiado del dolor, los abrazos y los besos brotaban de un manantial de pasión. Todo fue mágico, sublime, algo que jamás, por muchos años que viva, nunca podré borrar de la memoria. Me sentí embriagado, un ser muy especial en el que no podía caber mayor felicidad. Confieso haber vivido la más grande de las sensaciones, un verdadero éxtasis. Nuestro primer encuentro íntimo, un vertiginoso viaje a lo más profundo de los deseos, un placer tan intenso que, a tenor de la expresión que podía estar reflejándose en mi cara, la escuche decirme…

-¡parece que te estén matando!-

No era para menos. Ni en sueños podía haber imaginado sentir lo que estaba sintiendo. Hasta mi inseparable dolor de espalda parecía haber desaparecido aunque no, no tardó en recordarme que seguía estando ahí, como el viejo compañero de siempre pero más inoportuno que nunca. Sentir el tacto de su piel, su suave y liviano cuerpo estrechándose contra el mío funcionó como un mágico analgésico.


Ma intrigó un tatuaje
Fueron momentos de indescriptible emoción, de descubrir todos los recovecos de su cuerpo, hasta ahora desconocidos. Me intrigó un tatuaje de borrosa forma estrellada que lucía tras su hombro izquierdo, junto al omóplato, un pequeño tatuaje de evidente mala calidad, quizá dibujado por una mano inexperta. Ese y otro de forma sinuosa y más fino que recorría la forma de su tobillo ya los había descubierto mucho antes en sendas fotografías en las que me los mostró. No comprendo el gusto que tienen quienes gustan de manchar así su piel, yo nunca lo haría, pero es algo personal y por eso no hice más comentarios. La pasión desatada nos hizo perder la noción del tiempo y en medio del amor despertamos al cabo de las horas porque estábamos hambrientos. Había pasado la hora de hacerlo y no habíamos comido nada, pero no nos importó.

Nuestra primera intimidad
-Se nos ha pasado la hora de comer-, le dije.
-Sí, ahora tengo hambre-
-Bueno, no te preocupes. Por suerte estamos en Madrid, donde siempre hay algo abierto-

Entonces sacó de su maleta una bolsa de papel y de ella un paquete que me entregó. Se trataba de un libro, una novela titulada «O Lapis do Carpinteiro», un relato del periodista gallego Manuel Rivas con la Guerra Civil como escenario y en la que dos personajes antagónicos cruzan sus vidas en una prisión. Uno, un médico republicano, Daniel Da Barca y otro, un obsesivo guardia civil al que llamaban Herbal, un tipo lleno de fantasmas y rencores. El primero privado de libertad en una lúgubre cárcel franquista, pero no de imaginación y fuerza; y el segundo privado de amor y de alegría. La cárcel es el escenario en la que conviven con otros presos memorables como el pintor que dibujó con un lápiz de carpintero el Pórtico de la Gloria, alguien que después de ser asesinado por Herbal se aloja en su cerebro como un fantasma para atormentarle haciéndole ver su oscura y triste realidad. Un relato repleto de poesía, de imaginación y escrito con una técnica narrativa envidiable en el que las voces psíquicas son las que en realidad, nos van conduciendo a través de esta historia. En 2004 Anton Reixa hizo una película basada en esta novela.

-Para que te vayas dando cuenta de lo fácil que es el gallego- me dijo.
-¡Vaya! Yo no te he comprado nada. Pero he traído algo para que lo guardes. Ya sabes, la propuesta que te hice-

Le entregué cuatro monedas. Cuatro duros antiguos de plata que pasaron de mano en mano en mi familia desde que mi bisabuelo los usó, con otros cuantos más que se fueron perdiendo con el tiempo, como arras en la ceremonia de su boda. Lo mismo que después hizo mi abuelo materno y finalmente mis padres.

-Se trata de algo muy querido- le expliqué –no por su valor numismático, que seguramente tienen, sino por lo que simbolizan estas cuatro monedas en la historia de mi familia-
-Ya se donde los guardaré-, dijo de inmediato.
-Pero quiero que guardes otra cosa-

Le entregué a continuación una pluma estilográfica. Aunque de buena marca, no era un modelo de los caros. Se trataba de una pieza con carcasa de baquelita azul que usó mi madre durante muchos años hasta que, el día que comencé la universidad, me la regaló. No la usé mucho, la verdad, pero siempre la guardé con gran cariño. Era uno de los pocos recuerdos que atesoraba de mi difunta madre. Ella, por su parte, me entregó una pulsera metálica extensible en cuyos eslabones había escrito, sílaba a sílaba “quérote moito”.

-Bueno, va siendo hora de ir a comer algo-, le propuse nuevamente.
-¡Vamos!-
-No me voy a llevar el móvil. Solo quiero estar contigo, sin interrupciones-
-Yo más tarde llamaré a mi hija. Todos los días hablamos a la noche-
-Está en Salamanca-
-Sí, claro-
-Venga, Vamos a comer que buena falta te hace. Estás muy delgada-
-¡A ti tampoco te sobra nada!-


No me pasó inadvertida su extremada delgadez y yo, después de los fatales días que venía soportando tampoco estaba en mi mejor momento. Después de advertir sobre el físico que mostraban nuestros cuerpos, una vez vestidos pudimos reponer fuerzas en uno de esos restaurantes VIP’s que están abiertos a todas horas, uno próximo al hotel. Teníamos muchas cosas de las que hablar, muchas historias que contarnos y, sobre todo, teníamos por delante una noche entera que compartir. Acababa de empezar y ya estaba sintiendo que ese fin de semana iba a ser bastante más efímero de lo que me podía esperar. El tiempo a su lado volaba, pasaba a velocidad supersónica. Estaba viviendo un sueño, tan feliz como si estuviera en el mismísimo cielo. Nada me hacía sospechar los aspectos tan sorprendentes de su vida que, de su propia voz, iba a conocer al día siguiente.

Sentimientos auténticos - Te Olvidaré... cap. XIII


Cuando se produjo el inesperado reencuentro, lo último que pudo pasar por mi cabeza fue rehacer mi vida junto a la persona de la que me enamoré en mi juventud y a la que siempre añoré con nostalgia. Pensaba que, después de tantos años, lo lógico sería encontrar a una mujer madura, con su vida asentada y estable. Creía que a partir de entonces, se impondría una sincera amistad con una persona con la que podía compartir muchas cosas y que conoció aspectos importantes de mi pasado, algo insólito para quien, como yo, había vivido casi como un nómada la mayor parte de su vida y solo ahora, en los últimos años, disfrutaba de cierto arraigo. Lo inesperado y sorprendente fue encontrar una mujer divorciada, con dos hijos adultos, con una relación que después de siete años estaba al borde de la ruptura y, lo más increíble, que guardaba de mi un recuerdo similar al que yo tenía de ella y que parecía sentir por mi algo similar a lo que yo siempre sentí por ella.


Amistad y compromiso
La gran pregunta era si nuestros sentimientos estaban siendo sinceros o solo se trataba de satisfacer un deseo que quedó frustrado desde aquel día en el que tuvimos que despedirnos, un día ya muy lejano. Yo, por mi parte, estaba siendo muy consciente de lo que sentía, razón por la que no me importaba renunciar a todo lo que constituía mi mundo para dedicarle mi vida por entero, un compromiso que cuando eres joven puede ser algo vehemente, pero que cuando te lo planteas desde la madurez supone una decisión seria y meditada, aunque en ambos casos esté impulsada desde el corazón. Al pedirle que releyera con atención aquel capítulo del cuento de Antoine de Saint-Exupéry, no pretendía sino darle a entender la importancia que para mi tiene el compromiso. Solo pensar que pudiera depender de algo caprichoso y por tanto efímero me provocaba un gran temor. Necesitaba tener la seguridad de que se trataba de una decisión tomada con madurez y sincera convicción.


Responsabilidad del compromiso
De cuanto debía afrontar a la hora de recuperar lo que las circunstancias me negaron hacía treinta y tantos años, lo peor no sería renunciar a nada material, sino poner fin a la relación que durante los últimos veinte años había mantenido con la mujer con la que compartí un sólido proyecto de vida en común al que de ninguna otra manera, ni por ninguna otra causa, hubiera renunciado. Además, tenía que ser coherente y honesto, por lo que, aunque continuáramos compartiendo casa y trabajo, la convivencia quedó de inmediato reducida al trato imprescindible y nuestras vidas, tan estrechamente unidas hasta ese momento, se distanciaron hasta no haber entre nosotros mayor relación que la de compartir los espacios comunes. Por suerte nuestra casa era grande y eso hacía sencillo dividir nuestra respectivas intimidades en habitaciones separadas.


Ella es única
Inevitablemente, rodeado de incomprensión y encerrado en mi silencio cumpliendo el compromiso que me impuse con tal de impedir que mi antiguo amor pudiera sentirse culpable de cuanto acontecía, empecé a sentir algo que ya tenía olvidado por completo pero que no era nada nuevo ni desconocido, esa angustiosa y terrible soledad desde la que, como tantas otras veces, debía afrontar las dificultades. Se despertaron en mi muchos viejos recuerdos llenándome de nostalgia, pero también de rabia por como había transcurrido tanto tiempo sin opción de vivir la vida que hubiera elegido. Sentía cierto dolor al mirar las fotografías que casi a diario me mandaba. En cada una de ellas reconocía a la niña a la que siempre quise y a la que ahora estaba queriendo más que nunca. Ella era mi dulce y tierna niña gallega, el gran amor de mi vida.

-Cuando te hablo de mis hijos te pones my triste-, advirtió en una de las conversaciones que cada día manteníamos por teléfono.

Sí, era cierto. Me era inevitable pensar que esos hijos, máximo exponente de las consecuencias del amor, podían haber sido también mis hijos y que, sin embargo, fueron los de alguien que llegó después de mi para tener el privilegio de ocupar ese lugar.


-Las cosas ya nunca podrán ser como hubiera deseado. Ni siquiera tuve oportunidad de proponerte compartir nada-, le decía.

-Ya no podré compartir los hijos contigo, pero compartiré los nietos-, me prometió.

Por el simple hecho de serlo, sentí por sus hijos un cariño muy especial y comencé a preocuparme por sus vidas, lo que suponía el riesgo de parecer un entrometido, algo que siempre detesté por 
experiencia propia

A pesar de mis esfuerzos me resultaba imposible disimular lo convulso de mis sentimientos. Nostalgia, rabia, soledad, incomprensión… A mi pesar, me estaban traicionando mis propias emociones. En ese momento no era consciente y confiaba en mis propias fuerzas pero, poco a poco, sin que pudiera ser consciente, estaba comenzando a ser presa de una depresión. Mi tendencia a somatizar me dio un primer aviso cuando una tarde sentí con espantosa e inusual intensidad el dolor que mi lesión de espalda originaba. Una sensación con la que, dentro de unos límites normales, había aprendido a vivir soportándolo a base de opiáceos, una medicación que también influía en mi ánimo. De esa manera, aunque no pasaba de ser una molestia constante, el dolor era algo soportable.

Nunca tuve un objetivo tan claro. Como mi recuperado amor me llegó a decir, "solo depende de nosotros. Lo tenemos al alcance de la mano". Tenía ante mi la oportunidad de vivir junto a la persona con la que deseaba compartir mi vida. Pero, siendo realista, el panorama no era el más propicio. Las dificultades no serían pocas. Con el más motivador de los objetivos en el horizonte, solo me preocupaba hacer lo correcto. Quedaban ya pocos días para acudir a nuestra cita en Madrid y mi gran preocupación seguía centrada en el trabajo. Era urgente encontrar la fórmula que me permitiera mantener mi actividad en un lugar tan lejano como en el que pensaba residir. La práctica de mi oficio dependía de una serie de premisas que, en mi ámbito, hacía mucho tiempo que dejaron de ser problema. Conocía bien mi entorno, estaba bien relacionado, disponía de una buena cartera de clientes, mantenía buenas relaciones con los medios de comunicación, gozaba de una buena reputación profesional y conocía el idioma autóctono.  Pero, ¿sería capaz de conseguir todo eso en una tierra nueva, diferente y con su propia lengua, tan rápidamente como necesitaba?

-Pienso en mi trabajo y me preocupa ser un completo analfabeto en gallego-, le confesé en cierta ocasión.
-No te preocupes-, me replicó, -el gallego es muy fácil y esta será 'a nosa terra'-
-No sé, a mi no me parece tan sencillo. Ten en cuenta que para mi trabajo es importante conocer hasta el argot-
-No te costará  mucho, ya verás-
-Bueno, gracias por confiar en mi capacidad pero te advierto que tengo muchos defectos-
-¡Y yo!, yo también los tengo- replicó, -y en ocasiones soy un poco bruta, así que si alguna vez lo soy contigo, no me lo tengas en cuenta-, me advirtió en un tono jocoso.
-Pues yo te veo perfecta y, además, guapísima-
-Pero eso eres tú, que me miras con buenos ojos-
-No creas que lo digo por adularte, estoy siendo objetivo-, le dije.

Y era muy cierto. Cuando la conocí su belleza me encandiló y ahora, a pesar de los años y de haber sido madre por partida doble, seguía siendo una mujer de inusual belleza y físico espectacular. En sus ojos permanecía la luz de una mirada arrebatadora y en su voz el sonido aterciopelado de la inocencia. De su pelo salían mil y un destellos como de una cascada de luz de estrellas y su dulce sonrisa perfecta era el semblante de la felicidad en sí misma. Mi deseo de abrazarla, de besarla, de tenerla entre mis brazos y sentir contra mi pecho su eterno caudal de ternura era tan irreprimible que ponía un nudo en mi garganta y hasta causaba un extraño dolor que parecía salir del corazón.

Cierto día en el que me anunció que iba a pasar la tarde a la playa con su íntima gran amiga aprovechando un día soleado, le pedí que desde allí me enviara un foto. Sinceramente, quería verla en bañador, imagen de la que solo me mostró una en blanco y negro de sus años de pubertad. Cuando al cabo de un rato recibí aquella foto vi su cara con la playa al fondo. Entonces contesté con un mensaje reclamando mi pretensión diciéndole "¡trampa, trampa!". Mi sorpresa fue mayúscula cuando en pocos minutos volví a recibir otra foto, esta vez tumbada de espaldas al sol ¡desde una playa nudista!


Praia nudista
A pocos días de nuestra cita, ese deseado instante de volver a tenerla frente a mi, un momento que me parecía increíble que fuera a llegar, le hice una propuesta que no pretendía sino dar forma simbólica a nuestro mutuo sentimiento que durante tanto tiempo había estado latente, aunque desgraciadamente hubiéramos estado separados.

-Quiero proponerte algo-, le dije.
-Dime, dime… ¡yo me dejo!-, bromeó.
-Hemos estado tanto tiempo separados que el tiempo que debemos esperar ahora hasta que todas las cosas se arreglen para poder estar juntos no será mucho pero, cualquier tiempo separado de ti a mi me parece una eternidad. ¿Qué te parece si llevamos a Madrid algo, algún pequeño objeto personal que tenga algún significado para cada uno de nosotros y nos los intercambiamos? Se trataría de que el uno le guarde al otro algo por lo que sienta aprecio. Es una manera de simbolizar nuestra unidad y confianza?-
-Bueno. Bien, me parece bien-, me dijo.

 Los días parecían pasar con una lentitud pasmosa. Ya ni recordaba esa sensación de ansiedad que provocaba estar esperando la llegada de una fecha marcada en el calendario. Hacía días que había sacado un billete de tren que me llevaría hasta la estación de Príncipe Pío en Madrid y una y otra vez revisaba en el mapa el itinerario que debería hacer para, una vez allí, llegar a tiempo de recibirla en el aeropuerto. Tenía tiempo suficiente, pero temía que cualquier incidencia no prevista me impidiera llegar a tiempo. Para nuestro primer fin de semana juntos había reservado una habitación en un céntrico hotel del Madrid más castizo, cerca de la Puerta de Toledo, un sitio desde el que podríamos llegar en un corto paseo a otros sitios de interés como la Plaza Mayor, la Puerta del Sol o la de Cascorro, la llamada cabecera del Rastro, el típico mercadillo de los domingos en Madrid.


Cabecera del Rastro
No podía dejar de sentir cierto temor ante lo que iba a ser, no ya nuestra primera cita en muchos años, sino la primera vez en la vida en la que íbamos a tenerla en completa intimidad. Un sentimiento que siempre había quedado en lo platónico, pasaría de repente a su forma más apasionada, todo en un solo instante. Se aproximaba la primera vez en la vida en la pasaríamos juntos toda una noche y en la misma cama.

-¿Te das cuenta?- le pregunté a pocos días del gran momento- ¡Vamos a pasar de cero a todo más rápido que un Ferrari! Te confieso que me produce cierto temor-
-Pues no temas- me respondió, -lo que tenga que pasar pasará-

Yo ya no era aquel jovenzuelo que veía en las viejas fotos de entonces en las que ¡hasta a mi me parecía verme guapo y apuesto! Me había convertido en un señor mayor, con sus canas, sus arrugas y sus defectos. Aunque hacía mucho tiempo que había dejado de tener importancia y de causarme ningún tipo de complejo, la palidez de mi piel no pasaba inadvertida. Por esta causa, en aeropuertos o en la recepción de los hoteles, siempre soy tomado por un extranjero, quizá por uno de origen nórdico. Mi blanco color se debe a la incapacidad de sintetizar la melalina, algo que me impide broncearme al tomar el sol, hacerlo solo me produce incómodas quemaduras. Por esta razón tengo adquirida la costumbre de usar cremas de alto factor de protección, aunque solo sea para salir a la calle, sobre todo durante las estaciones en las que el sol es más intenso. Pero esa falta de melanina no solo afecta mi piel, también al pelo, cejas, pestañas…, a todo lo que contribuye a darme un aspecto raro. Y por mucho que me empeñe en combatirlo, también lo nota mi dentadura que no consigo blanquear como quisiera, ni con los tratamientos que se consideran más eficaces. Quizá cuando, con el tiempo, me llegue el momento de recurrir a las prótesis, pueda entonces lucir una bonita y blanca sonrisa.


Hacía mucho tiempo que mi físico no me había preocupado tanto como mi aspecto personal. Tal cosa no hacía sino denotar mi preocupación por no defraudar en ningún sentido. A  pesar de sus muestras de afecto, a pesar de su amor, tenía el temor de que tantos defectos, los que estaban a la vista y los que no, pudieran causarle una mala impresión. Era la noche previa a la gran fecha. A la mañana siguiente debía llegar a la estación con la antelación suficiente para subirme al tren. Había llegado el día y contener los nervios eran tan difícil como atemperar el ritmo de los latidos de mi acelerado corazón. Por fin íbamos a encontrarnos, después de toda una vida. ¿Cómo sería ese momento?

Recuperar un viejo amor. Te Olvidaré... cap. XII

Desde que me propuso volver a vernos en Madrid el tiempo pareció ralentizarse en una interminable cuenta atrás. Solo los conversaciones diarias, que habían pasado a ser costumbre de horarios fijos, aliviaban la larga espera. Si a partir de entonces el rumbo de nuestra relación se confirmaba, habría llegado el momento de hablar claramente con las personas de mi entorno, empezando por quien hasta el momento estaba siendo mi pareja.

-Ha pasado algo y quiero que lo sepas-, le dije un día cuando estábamos todavía en el despacho.

Mi socia, a la sazón mi pareja, levantó la mirada, se retiró unos centímetros del escritorio apoyándose en el respaldo de su silla y adoptó una postura de prestarme atención.

-Hace unos días-, le expliqué, -casualmente me reencontré en una red social con una persona muy importante para mi. Es una mujer que conocí cuando era joven, en mis tiempos de la Marina en Galicia. Tuvimos una buena relación, conoció a mis padres e incluso estuvo en mi casa de Madrid. Pero las circunstancias nunca nos permitieron profundizar en nuestra relación. He hablado con ella y dentro de poco vamos a volver vernos después de más treinta y tantos años sin saber nada el uno del otro. Sé que nuestra relación, a pesar de no haber habido contacto entre nosotros todos estos años, va más allá de una buena amistad que no estoy dispuesto a volver a perder. Esto no es fácil de explicar y sé que tampoco es fácil de entender. Necesito verla, hablar con ella y si todo es como pienso, debo prepararlo todo para comenzar una nueva vida junto a ella, la que no pude elegir cuando fue el momento de poder hacerlo. No creas que te estoy dejando en la estacada, de ninguna manera. No voy a dejar de lado mis obligaciones y pienso seguir atendiendo puntualmente el sostenimiento de esta casa y, por supuesto, la que ocupa mi padre. Espero que no quede mucho para cobrar la herencia y eso nos permitirá liquidar créditos, cancelar la hipoteca, dejar saldadas todas las deudas y arreglados todos nuestras asuntos-, concluí.
-Ya sabía yo que acabaría sola-, contestó. –Si ahora te vas yo creo que me muero, pero quiero que seas feliz y si tiene que ser así, que sea. Por el dinero no te preocupes, yo se defenderme sola-. Sus palabras realmente me conmovieron.
-Lo sé- le contesté, -pero yo no soy de ese tipo de personas que salen huyendo, lo sabes bienNo sé que va a pasar exactamente, no tengo nada predeterminado, pero quiero que estés al corriente de todo desde el principio. Nunca he mentido, ni he ocultado nada y esta no iba a ser la primera vez-.

Vista desde fuera, comprendo que la decisión podría estar pareciendo algo vehemente y caprichoso, lo sé. Pero aunque así se pudiera interpretar, lo cierto es que se trataba de una decisión basada en algo más que en un fuerte y sincero sentimiento. Aquella persona con la que estaba dispuesto a comenzar de nuevo, formaba parte de mi historia, de una vida, la mía, que siempre estuvo condicionada por circunstancias impuestas. Desde que en mi juventud, con apenas 16 años, saliera de casa de mis padres buscando mi independencia y liberarme de cualquier atisbo de influencia de aquellos aristócratas trasnochados, cumplí con mi compromiso de depender de mi mismo. Nunca, por grande que fuera mi necesidad, pedí nada a nadie, ni nunca me plegué a condiciones, ni siquiera laborales, que pudieran suponer renunciar a mis principios, aunque tuviera que pagar por ello un alto precio como el de atravesar momentos de terrible soledad, de marginación o soportar el desarraigo que conlleva empezar de nuevo en una ciudad desconocida. La oportunidad que la vida me estaba brindando ahora, pudiendo volver junto a esa persona que para los demás solo parecía ser un amor de juventud, no se basaba solo en querer revivir un viejo sentimiento frustrado y que nunca pudo pasar de lo platónico, sino que, además, estaba suponiendo el milagro de poder retomar mi vida desde un punto, quizá el primero y quizá el más crucial, en el que, como en muchas otras ocasiones posteriores, no tuve la más mínima oportunidad de elegir mi destino.

No hacía muchos días que en el transcurso de una de nuestras conversaciones telefónicas, mi antiguo amor y yo coincidimos en que lo que nos estaba ocurriendo y como pensábamos conducirlo, sería difícilmente compresible incluso para las personas más próximas en nuestros respectivos entornos. Intentar explicar qué estaba pasando y el por qué de nuestra decisión no fue fácil. Hacerlo se convirtió, por encima de los problemas económicos, en la peor de las prioridades. Solo la cercanía de nuestra cita en Madrid elevaba el ánimo. El proyecto de una nueva vida, teniendo todo en contra, no iba a ser nada sencillo. Debía afrontar todas las adversidades, especialmente, resolver qué hacer con mi padre al que, dada su edad y salud, no podría dejar solo.

El trabajo, la forma de asegurar los ingresos necesarios para atender todo cuento dejaría atrás y para garantizar, además, el inicio de una nueva etapa era, lógicamente, la otra gran preocupación. Por desgracia el momento, con una grave crisis económica en marcha, no era precisamente el más favorable. Aunque nunca se lo pediría, llegué a suponer que quien estaba compartiendo conmigo el mismo propósito, me ayudaría a la hora de encontrar un primer trabajo remunerado, pero no fue así. Solo cuando a colación de una conversación sobre trabajo se presentó la ocasión, le sugerí comentar a sus jefes que tipo de servicios era capaz de ofrecer a la suya y a otras empresas.

-Se lo diré, pero con la crisis ya sabes que es lo primero que se recortan-, contestó. Una afirmación que me desalentó, no solo por lo equivocado de su criterio, sino porque dejaba clara su actitud ante una circunstancia tan vital para nuestras intenciones.

Llegaron los días en los que la exigencia de resolver tantas vicisitudes comenzaron a hacer mella en mi ánimo, aunque, eso sí, mi voluntad permanecería inalterable. La ilusión de llegar a ver cumplido el objetivo, luchar por la felicidad de esa mujer, superaba con creces el desánimo ante tantas adversidades. Solo necesitaba un poco de comprensión y algo de apoyo por su parte. Fue en una nueva conversación cuando empecé a comentarle algunos pormenores de cuanto estaba sucediendo en mi entorno.

-Siento mucho por todo lo que estás pasando-, me dijo
-Lo peor es tener que enfrentarme a tanta gente. Nadie puede comprender nada de esto y todos, desde los amigos hasta mi padre, no hacen sino reprocharme mi decisión-
-Me estoy sintiendo culpable de todo por lo que estás pasando-, contestó.

Quizá no fuera lo más acertado pero, ante su respuesta, decidí no volver a referirme a estas cuestiones y no lo hice nunca más. Lo último que quería era hacerla responsable de cuanto me ocurría, así que, desde ese momento, guardé silencio y no hablé más con ella de mis problemas, al fin y al cabo solo a mi me competían. Debía ser lo suficientemente fuerte como para superar la situación sin inquietar a la persona con la que estaba dispuesto a comenzar mi nueva vida. Al fin y al cabo ella era la última persona que pudiera tener culpa de cuanto me pasaba. Era momento de seguir los dictados del corazón. No se trataba de un arrebato, era algo deseado con madurez por la fuerza de un amor  que siempre había conservado de forma platónica y que ahora, por fin, podía convertir en realidad. Después de todo lo pasado, de todo lo vivido y de no haber podido decidir nunca libremente, ahora tenía derecho a ser feliz.

Estar juntos iba a ser algo que solo dependería de nosotros mismos. Su decisión parecía ser tan determinante como la mía. En cierta ocasión llegó a asegurarme que, de ser necesario, emprendería conmigo esta nueva vida aunque tuviera que ser en un lugar distinto, quizá Madrid, quizá Valencia… Pero esa fue una idea que de inmediato le invité a desechar. Durante toda mi vida me había visto obligado a vivir en lugares distintos una y otra vez. Siempre en un sitio nuevo en el que todo comenzaba con la dura etapa de ser, entre todos los demás, el recién llegado. No me parecía que debiera obligarla a abandonar su tierra, a distanciarse de los suyos. Además, entre mis despertadas nostalgias, no faltaba la añoranza por aquel maravilloso paisaje de mi querida Galicia y el entorno de la ría en el que encontré a la que siempre había sido el gran amor de mi vida. Ir a otra ciudad para mi suponía, en cualquier caso, una condición 'sine qua non' pero para ella supondría un sacrificio, aunque de las que me estuviera hablando fueran ciudades en las que podría conservar su trabajo ya que  en todas ellas había oficinas de la empresa, con central en Vigo, en la que trabajaba desde hacía varios años.

Me era imposible pensar en otra cosa. Ella era el centro de todos mis pensamientos de la mañana a la noche. Todo cuento hacía, todo lo que afrontara, parecía fácilmente superable con la motivación de vivir junto a ella. Cada día, además de con otros muchos durante cada día,  empezaban y terminaban con un mensaje para ella. En cierto día en el que el trabajo del anterior se alargó obligándome a llegar a casa mucho más tarde de lo habitual, no desperté a tiempo de escribirle mi mensaje diario de buenos días. Cuando abrí el correo me encontré con uno suyo que, además de hacerme sonreír, me conmovió.

-Buaaaaaaaaah…!!!- escribió. –¡Te olvidaste de mi!-, algo que no ocurriría bajo ninguna circunstancia.

Mientras los días transcurrían con una lentitud pasmosa hacía nuestro encuentro, me envió un mensaje pidiéndome ayuda. Por alguna circunstancia, llegado el fin de la etapa universitaria de su hija en Salamanca, iba a solicitar un crédito, supongo que para preparar el traslado a Madrid en donde iba a cursar un curso de posgrado, y disponer de la liquidez necesaria para matrículas, alquileres y otras contingencias. Necesitaba un aval para acceder al crédito y dado que lo estaba tramitando en la misma entidad con la que yo venía operando durante los últimos años, me dirigí a mi sucursal provisto de la escritura de mi casa para hablar con la directora. Hizo un par de llamadas y tras uno minutos me invitó a pasar a su despacho para comentarme la situación.

-Con tu aval no hay problemas, pero parece que la concesión del crédito no va a ser algo sencillo porque el informe de la oficina de Vigo no es favorable-, me explicó la directora de la oficina.
-¿Qué pasa? ¿Puedo hacer algo más?-
-Parece que hay problemas  con operaciones anteriores para esta misma titular-
-Mira, yo avalo esta operación sin ningún problema, incluso si fuera necesario estoy dispuesto a ser el titular de la solicitud. Te dejo la escritura de mi casa y, por favor te pido, haz todo lo posible para solucionarlo-

Cuando regresé a mi despacho volví a hablar con ella para explicarle el resultado de mi gestión.

-Déjalo, no te preocupes-, me dijo entonces. –No es necesario que hagas más nada porque ya lo he solucionado con una buena amiga mía-, concluyó.

Me quedé pensando que todo aquello no era más que una de esas reacciones que los bancos suelen tener cuando se les pide un crédito, sobre todo en plena crisis, cuando los créditos se dan con cuentagotas y sobradas garantías como yo mismo había experimentado. Aunque finalmente mi intervención no llegó a ser necesaria, recibí un correo de su hija dándome las gracias. “No te preocupes, no tienes que agradecérmelo”, le contesté, “puedes considerar que lo hago como si fuéramos familia”. Sabiendo que la situación quedó resuelta no volví a preocuparme por este asunto, ni tampoco volví a hacer ningún comentario sobre él.

Mi casa, mi castillo
Mi verdadera, mi única preocupación no era otra que la orientación que estaba dispuesto a dar a mi vida. Un cambio tan radical que conllevaba dejar mi casa y todo cuanto había supuesto hacer de ella un hogar con su familia; abandonar el lugar en el que había labrado un prestigio profesional y tenía asegurado mi trabajo; dejar el pueblo en el que tenía a mis amigos, allegados y conocidos; volver a comenzar de cero en un lugar en el que nadie me conocería, un lugar distinto, querido y añorado pero desconocido al fin y al cabo. Solo la magnitud de mis sentimientos podían justificar que estuviera tan dispuesto a adoptar estas decisiones que a los ojos de los demás no eran sino una gran locura, más incomprensible cuanto más conocieran mi vida de pareja, acostumbrados a vernos compartirlo todo, trabajar y luchar por nuestra tranquilidad y por el confort de una vida modesta pero sosegada, feliz y sin carencias.

No puedo negar que, a pesar de mis ilusiones, surgieran también temores. Era mucho lo que estaba arriesgando, pero también eran muchas las cicatrices con las que la vida me habían marcado el alma. No quería ser brusco, ni parecer egoísta o desconfiado al plantearlo, pero tampoco debía ser esquivo o ambiguo a la hora de hacerlo. Intenté ser delicado, pero a la vez asertivo cuando hablé con mi recuperado amor sobre esto.

-¿Tú estás segura de lo que sientes? ¿No será todo esto un mero deseo morboso?-, le pregunté
-No, no, no- me espetó con seguridad. –Yo te he elegido a ti y quiero estar contigo-
-Debemos estar muy seguros de lo que sentimos-, le insistí.
-Amor, yo voy estar aquí y no dejaré que te vuelvas a marchar nunca-, concluyó.

Estaba seguro de mis sentimientos, pero temía que algo de lo que estaba ocurriendo obedeciera a lo que en términos cinematográficos se suele describir como “tensión sexual no resuelta”. Recurrí entonces a la retórica literaria que siempre me pareció paradigmática para describir las consecuencias del compromiso personal a la hora de entablar la amistad y, mucho más aún, al  declararse el amor entre dos personas.

mensajes

-Te voy a pedir un favor-, le dije.
-Pídeme lo que quieras, yo me dejo- contestó con cierta sorna.

-No, no…, bromas a un lado. Te pido, por favor, que releas el capítulo de “El Principito” en el que habla con la rosa y luego con un zorro. Es importante para mi-