Sentimientos auténticos - Te Olvidaré... cap. XIII


Cuando se produjo el inesperado reencuentro, lo último que pudo pasar por mi cabeza fue rehacer mi vida junto a la persona de la que me enamoré en mi juventud y a la que siempre añoré con nostalgia. Pensaba que, después de tantos años, lo lógico sería encontrar a una mujer madura, con su vida asentada y estable. Creía que a partir de entonces, se impondría una sincera amistad con una persona con la que podía compartir muchas cosas y que conoció aspectos importantes de mi pasado, algo insólito para quien, como yo, había vivido casi como un nómada la mayor parte de su vida y solo ahora, en los últimos años, disfrutaba de cierto arraigo. Lo inesperado y sorprendente fue encontrar una mujer divorciada, con dos hijos adultos, con una relación que después de siete años estaba al borde de la ruptura y, lo más increíble, que guardaba de mi un recuerdo similar al que yo tenía de ella y que parecía sentir por mi algo similar a lo que yo siempre sentí por ella.


Amistad y compromiso
La gran pregunta era si nuestros sentimientos estaban siendo sinceros o solo se trataba de satisfacer un deseo que quedó frustrado desde aquel día en el que tuvimos que despedirnos, un día ya muy lejano. Yo, por mi parte, estaba siendo muy consciente de lo que sentía, razón por la que no me importaba renunciar a todo lo que constituía mi mundo para dedicarle mi vida por entero, un compromiso que cuando eres joven puede ser algo vehemente, pero que cuando te lo planteas desde la madurez supone una decisión seria y meditada, aunque en ambos casos esté impulsada desde el corazón. Al pedirle que releyera con atención aquel capítulo del cuento de Antoine de Saint-Exupéry, no pretendía sino darle a entender la importancia que para mi tiene el compromiso. Solo pensar que pudiera depender de algo caprichoso y por tanto efímero me provocaba un gran temor. Necesitaba tener la seguridad de que se trataba de una decisión tomada con madurez y sincera convicción.


Responsabilidad del compromiso
De cuanto debía afrontar a la hora de recuperar lo que las circunstancias me negaron hacía treinta y tantos años, lo peor no sería renunciar a nada material, sino poner fin a la relación que durante los últimos veinte años había mantenido con la mujer con la que compartí un sólido proyecto de vida en común al que de ninguna otra manera, ni por ninguna otra causa, hubiera renunciado. Además, tenía que ser coherente y honesto, por lo que, aunque continuáramos compartiendo casa y trabajo, la convivencia quedó de inmediato reducida al trato imprescindible y nuestras vidas, tan estrechamente unidas hasta ese momento, se distanciaron hasta no haber entre nosotros mayor relación que la de compartir los espacios comunes. Por suerte nuestra casa era grande y eso hacía sencillo dividir nuestra respectivas intimidades en habitaciones separadas.


Ella es única
Inevitablemente, rodeado de incomprensión y encerrado en mi silencio cumpliendo el compromiso que me impuse con tal de impedir que mi antiguo amor pudiera sentirse culpable de cuanto acontecía, empecé a sentir algo que ya tenía olvidado por completo pero que no era nada nuevo ni desconocido, esa angustiosa y terrible soledad desde la que, como tantas otras veces, debía afrontar las dificultades. Se despertaron en mi muchos viejos recuerdos llenándome de nostalgia, pero también de rabia por como había transcurrido tanto tiempo sin opción de vivir la vida que hubiera elegido. Sentía cierto dolor al mirar las fotografías que casi a diario me mandaba. En cada una de ellas reconocía a la niña a la que siempre quise y a la que ahora estaba queriendo más que nunca. Ella era mi dulce y tierna niña gallega, el gran amor de mi vida.

-Cuando te hablo de mis hijos te pones my triste-, advirtió en una de las conversaciones que cada día manteníamos por teléfono.

Sí, era cierto. Me era inevitable pensar que esos hijos, máximo exponente de las consecuencias del amor, podían haber sido también mis hijos y que, sin embargo, fueron los de alguien que llegó después de mi para tener el privilegio de ocupar ese lugar.


-Las cosas ya nunca podrán ser como hubiera deseado. Ni siquiera tuve oportunidad de proponerte compartir nada-, le decía.

-Ya no podré compartir los hijos contigo, pero compartiré los nietos-, me prometió.

Por el simple hecho de serlo, sentí por sus hijos un cariño muy especial y comencé a preocuparme por sus vidas, lo que suponía el riesgo de parecer un entrometido, algo que siempre detesté por 
experiencia propia

A pesar de mis esfuerzos me resultaba imposible disimular lo convulso de mis sentimientos. Nostalgia, rabia, soledad, incomprensión… A mi pesar, me estaban traicionando mis propias emociones. En ese momento no era consciente y confiaba en mis propias fuerzas pero, poco a poco, sin que pudiera ser consciente, estaba comenzando a ser presa de una depresión. Mi tendencia a somatizar me dio un primer aviso cuando una tarde sentí con espantosa e inusual intensidad el dolor que mi lesión de espalda originaba. Una sensación con la que, dentro de unos límites normales, había aprendido a vivir soportándolo a base de opiáceos, una medicación que también influía en mi ánimo. De esa manera, aunque no pasaba de ser una molestia constante, el dolor era algo soportable.

Nunca tuve un objetivo tan claro. Como mi recuperado amor me llegó a decir, "solo depende de nosotros. Lo tenemos al alcance de la mano". Tenía ante mi la oportunidad de vivir junto a la persona con la que deseaba compartir mi vida. Pero, siendo realista, el panorama no era el más propicio. Las dificultades no serían pocas. Con el más motivador de los objetivos en el horizonte, solo me preocupaba hacer lo correcto. Quedaban ya pocos días para acudir a nuestra cita en Madrid y mi gran preocupación seguía centrada en el trabajo. Era urgente encontrar la fórmula que me permitiera mantener mi actividad en un lugar tan lejano como en el que pensaba residir. La práctica de mi oficio dependía de una serie de premisas que, en mi ámbito, hacía mucho tiempo que dejaron de ser problema. Conocía bien mi entorno, estaba bien relacionado, disponía de una buena cartera de clientes, mantenía buenas relaciones con los medios de comunicación, gozaba de una buena reputación profesional y conocía el idioma autóctono.  Pero, ¿sería capaz de conseguir todo eso en una tierra nueva, diferente y con su propia lengua, tan rápidamente como necesitaba?

-Pienso en mi trabajo y me preocupa ser un completo analfabeto en gallego-, le confesé en cierta ocasión.
-No te preocupes-, me replicó, -el gallego es muy fácil y esta será 'a nosa terra'-
-No sé, a mi no me parece tan sencillo. Ten en cuenta que para mi trabajo es importante conocer hasta el argot-
-No te costará  mucho, ya verás-
-Bueno, gracias por confiar en mi capacidad pero te advierto que tengo muchos defectos-
-¡Y yo!, yo también los tengo- replicó, -y en ocasiones soy un poco bruta, así que si alguna vez lo soy contigo, no me lo tengas en cuenta-, me advirtió en un tono jocoso.
-Pues yo te veo perfecta y, además, guapísima-
-Pero eso eres tú, que me miras con buenos ojos-
-No creas que lo digo por adularte, estoy siendo objetivo-, le dije.

Y era muy cierto. Cuando la conocí su belleza me encandiló y ahora, a pesar de los años y de haber sido madre por partida doble, seguía siendo una mujer de inusual belleza y físico espectacular. En sus ojos permanecía la luz de una mirada arrebatadora y en su voz el sonido aterciopelado de la inocencia. De su pelo salían mil y un destellos como de una cascada de luz de estrellas y su dulce sonrisa perfecta era el semblante de la felicidad en sí misma. Mi deseo de abrazarla, de besarla, de tenerla entre mis brazos y sentir contra mi pecho su eterno caudal de ternura era tan irreprimible que ponía un nudo en mi garganta y hasta causaba un extraño dolor que parecía salir del corazón.

Cierto día en el que me anunció que iba a pasar la tarde a la playa con su íntima gran amiga aprovechando un día soleado, le pedí que desde allí me enviara un foto. Sinceramente, quería verla en bañador, imagen de la que solo me mostró una en blanco y negro de sus años de pubertad. Cuando al cabo de un rato recibí aquella foto vi su cara con la playa al fondo. Entonces contesté con un mensaje reclamando mi pretensión diciéndole "¡trampa, trampa!". Mi sorpresa fue mayúscula cuando en pocos minutos volví a recibir otra foto, esta vez tumbada de espaldas al sol ¡desde una playa nudista!


Praia nudista
A pocos días de nuestra cita, ese deseado instante de volver a tenerla frente a mi, un momento que me parecía increíble que fuera a llegar, le hice una propuesta que no pretendía sino dar forma simbólica a nuestro mutuo sentimiento que durante tanto tiempo había estado latente, aunque desgraciadamente hubiéramos estado separados.

-Quiero proponerte algo-, le dije.
-Dime, dime… ¡yo me dejo!-, bromeó.
-Hemos estado tanto tiempo separados que el tiempo que debemos esperar ahora hasta que todas las cosas se arreglen para poder estar juntos no será mucho pero, cualquier tiempo separado de ti a mi me parece una eternidad. ¿Qué te parece si llevamos a Madrid algo, algún pequeño objeto personal que tenga algún significado para cada uno de nosotros y nos los intercambiamos? Se trataría de que el uno le guarde al otro algo por lo que sienta aprecio. Es una manera de simbolizar nuestra unidad y confianza?-
-Bueno. Bien, me parece bien-, me dijo.

 Los días parecían pasar con una lentitud pasmosa. Ya ni recordaba esa sensación de ansiedad que provocaba estar esperando la llegada de una fecha marcada en el calendario. Hacía días que había sacado un billete de tren que me llevaría hasta la estación de Príncipe Pío en Madrid y una y otra vez revisaba en el mapa el itinerario que debería hacer para, una vez allí, llegar a tiempo de recibirla en el aeropuerto. Tenía tiempo suficiente, pero temía que cualquier incidencia no prevista me impidiera llegar a tiempo. Para nuestro primer fin de semana juntos había reservado una habitación en un céntrico hotel del Madrid más castizo, cerca de la Puerta de Toledo, un sitio desde el que podríamos llegar en un corto paseo a otros sitios de interés como la Plaza Mayor, la Puerta del Sol o la de Cascorro, la llamada cabecera del Rastro, el típico mercadillo de los domingos en Madrid.


Cabecera del Rastro
No podía dejar de sentir cierto temor ante lo que iba a ser, no ya nuestra primera cita en muchos años, sino la primera vez en la vida en la que íbamos a tenerla en completa intimidad. Un sentimiento que siempre había quedado en lo platónico, pasaría de repente a su forma más apasionada, todo en un solo instante. Se aproximaba la primera vez en la vida en la pasaríamos juntos toda una noche y en la misma cama.

-¿Te das cuenta?- le pregunté a pocos días del gran momento- ¡Vamos a pasar de cero a todo más rápido que un Ferrari! Te confieso que me produce cierto temor-
-Pues no temas- me respondió, -lo que tenga que pasar pasará-

Yo ya no era aquel jovenzuelo que veía en las viejas fotos de entonces en las que ¡hasta a mi me parecía verme guapo y apuesto! Me había convertido en un señor mayor, con sus canas, sus arrugas y sus defectos. Aunque hacía mucho tiempo que había dejado de tener importancia y de causarme ningún tipo de complejo, la palidez de mi piel no pasaba inadvertida. Por esta causa, en aeropuertos o en la recepción de los hoteles, siempre soy tomado por un extranjero, quizá por uno de origen nórdico. Mi blanco color se debe a la incapacidad de sintetizar la melalina, algo que me impide broncearme al tomar el sol, hacerlo solo me produce incómodas quemaduras. Por esta razón tengo adquirida la costumbre de usar cremas de alto factor de protección, aunque solo sea para salir a la calle, sobre todo durante las estaciones en las que el sol es más intenso. Pero esa falta de melanina no solo afecta mi piel, también al pelo, cejas, pestañas…, a todo lo que contribuye a darme un aspecto raro. Y por mucho que me empeñe en combatirlo, también lo nota mi dentadura que no consigo blanquear como quisiera, ni con los tratamientos que se consideran más eficaces. Quizá cuando, con el tiempo, me llegue el momento de recurrir a las prótesis, pueda entonces lucir una bonita y blanca sonrisa.


Hacía mucho tiempo que mi físico no me había preocupado tanto como mi aspecto personal. Tal cosa no hacía sino denotar mi preocupación por no defraudar en ningún sentido. A  pesar de sus muestras de afecto, a pesar de su amor, tenía el temor de que tantos defectos, los que estaban a la vista y los que no, pudieran causarle una mala impresión. Era la noche previa a la gran fecha. A la mañana siguiente debía llegar a la estación con la antelación suficiente para subirme al tren. Había llegado el día y contener los nervios eran tan difícil como atemperar el ritmo de los latidos de mi acelerado corazón. Por fin íbamos a encontrarnos, después de toda una vida. ¿Cómo sería ese momento?

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