Regalo de cumpleaños. Te Olvidaré... cap. XI

¿Quién no ha oído, o quién no ha podido aplicarse alguna vez en su vida ese viejo dicho que atribuyen a Blaise Pascal y que dice "el corazón tiene motivos que la razón no entiende". Mi reencuentro con la mujer que durante toda mi vida estuviera en el más entrañable rincón de todos mis recuerdos hizo que conmigo esa frase cobrara más sentido que nunca. Y no era extraño que el corazón mandara pues, si bien es cierto que el tiempo amortigua la intensidad de los sentimientos, también es verdad que cuando un recuerdo que nunca terminó por extinguirse recobra toda su fuerza, todo lo demás queda relegado a un segundo plano, carece de importancia.

Hay quien asegura que enamorarse es ya un modo de enajenación que incapacita a la hora de ser plenamente consciente de tu propia realidad. Para enamorarse, dicen, bastan ocho segundos y medio. Se asegura en informes elaborados por los departamentos de Psicología de prestigiosas universidades en las que se hicieron trabajos tratando de explicar eso que llamamos “amor a primera vista”. Y si lo piensas, el amor siempre surge de una primera impresión que posteriormente, según las circunstancias, crece y se afianza, o se diluye y desaparece. Solo las propias experiencias enseñan las consecuencias de estar, o haber estado enamorado. De poco, por no decir de nada, sirven los consejos, las teorías o las explicaciones científicas que nos hablan de la oxitocina, la dopamina y demás hormonas que intervienen en la química del amor. Lo único que relacionado con esta experiencia puedo afirmar categóricamente es que, mientras que cuando uno es joven prima el deseo y la pasión, en la madurez amar incluye la necesidad de ofrecer a tu amada la mejor calidad de vida posible. No es difícil deducir que cuando recuperas lo que sin lugar a dudas fue el primer y el gran amor de tu vida después de treinta y tantos años, tanto los deseos juveniles como los adultos se suman e interactúan provocándote un sentimiento muchísimo más intenso que cualquiera de los que pudiste experimentar a lo largo de toda tu vida.


Mensajes en el chat



Lo cierto es que el reencuentro estaba provocando en mi sensaciones desconocidas y que me sentía francamente sorprendido de que, por una vez, la vida se mostrara tan generosa conmigo devolviéndome lo que siempre me negó. Sentí tal torbellino de sensaciones que llegué a creer que, de un momento a otro, iba a encontrarme con la manera de regresar al pasado, como en una de esas ficciones típicas de Hollywood, para resarcirme de la deuda que la vida me dejó. Sentir que esa persona tan especial, esa que nunca llegó a desaparecer de la memoria, estaba teniendo sensaciones idénticas fue suficiente para hacer surgir de mi interior un fuerte vínculo, sintiéndola como si de mi propia familia se tratara, como si siempre hubiéramos estado juntos. ¡Cuántos recuerdos pasaron por mi cabeza! ¡Qué amarga experiencia la de aquel día lejano en la que tuve que despedirme de ella justo después de atreverme a depositar en sus labios el único y casto beso que me atreví a darle! ¡Qué gran amor platónico vivió siempre conmigo! ¡Que gran injusticia la de la felicidad negada! En aquel momento no podía haber para mi mayor prioridad que ella misma y su felicidad.

Durante los días siguientes a nuestro reencuentro virtual, las conversaciones por teléfono sucedieron a las que ya veníamos manteniendo por escrito. Yo lo quería saber todo de ella, aunque, en un esfuerzo de prudencia, moderaba mis preguntas por no llegar a provocar ningún tipo de situación incómoda. Llegados los últimos días de mayo, se acercaba su quincuagésimo primer cumpleaños. La distancia me impediría estar junto a ella, pero pensé en la manera de hacerla un regalo especial. Como si de un programa de radio se tratara, compuse y grabé una fantasía describiendo una hipotética y grandiosa fiesta en la que, como colofón, sonaba en su honor, mientras aparecía ante los ojos de todos los congregados, el himno gallego.

-¡Nunca me habían hecho un regalo así!-, me contestó.
-No puedes imaginar como me gustaría celebrarlo contigo, a tu lado-
-Pues te hago una propuesta-
-Tú dirás… -
-Te propongo que nos veamos-
-Es lo que más me gustaría, ¡pero estamos tan lejos!-
-Pero te propongo quedar a mitad de camino-
-¿En Madrid?-
-Sí, claro. Cuando pase la boda de mi hijo podríamos vernos en Madrid-

Aunque atravesaba una complicada situación en la que cualquier extra no parecía lo más aconsejable, su propuesta era irrenunciable. ¿Cómo rechazar la oportunidad de volver a a tenerla frente a frente? Una propuesta tan emocionante como inquietante. Yo ya no era aquel jovenzuelo que conoció en Moaña treinta y tantos años antes, ni tampoco era un hombre libre. Tenía muchas obligaciones, demasiadas, y estaba atado por compromisos que debía cumplir puntualmente y sin excusas. Mi casa y mi negocio dependían de que así fuera. No podía fallar, ni cometer ningún error. Mi situación estaba siendo crítica.

Como ella, en aquellos momentos yo también vivía en pareja. Llevábamos conviviendo más de veinte años y, aunque es verdad que atravesábamos una crisis alimentada por las circunstancias del momento, mi pareja era la mujer que más generosidad, sinceridad, respeto y afecto me había demostrado. Una pareja intelectual y físicamente perfecta con la que compartí luchas, ilusiones, penas, alegrías, proyectos, fracasos y logros. Una persona comprensiva y capaz de, sin pedírselo, anteponer mis deseos a los suyos propios. Una mujer con la que había construido un proyecto común, con la que había levantado un hogar, con la que me entendía y junto a la que había compartido todo. Una pareja de la que solo me podía apartar una persona en el mundo, la misma persona que acababa de reaparecer en mi vida y que, por su parte, estaba decidida a romper la relación que mantenía con el hombre, algo más joven que ella, con el que compartía su vida.



Alerta


Su relación de convivencia había comenzado unos siete años atrás y fue, según parece, a partir de un accidente que sufrió en el trabajo. Un mal paso la hizo caer por unas escaleras lo que le provocó algunas lesiones. No solo tuvo que someterse a implantes para recomponer la dentadura sino que, además, sufrió fracturas en manos y brazos que le hicieron depender de otra persona. Ese fue el momento que su actual pareja aprovechó para ofrecerle su ayuda. Pero en el momento de reencontrarnos, además de llevar varios meses sin trabajo y por tanto sin contribuir al sostenimiento de la casa que compartían, parece que le llegó a sorprender instalando en el ordenador de casa algún tipo de programa espía que le permitiría conocer sus contraseñas y acceder a sus cuentas privadas. O sea, espiaba sus comunicaciones. Es obvio de que la confianza entre ambos estaba quebrada. Pero en relación a este tipo de cosas me sorprendió que en una de nuestras recientes conversaciones me dijera que había compartido conmigo alguna fotografía que, misteriosamente, desapareció.

-¡Misterios de mi cuenta!-, me dijo.

Mientras todo eso ocurría, se vivían con intensidad los preparativos para la celebración de la boda de su hijo, un gran acontecimiento que claramente centraba sus ilusiones.

-Ya llevan tiempo viviendo juntos-, me explicó, -pero, por lo visto, quieren tener su situación arreglada para tener hijos- me explicó.

Me pareció razonable aunque en nuestros tiempos ya no es una condición sine qua non, como lo fuera mucho tiempo atrás, eso de contraer matrimonio para garantizar todos los derechos de los hijos. No obstante se trataba de una muy respetable decisión personal. Desgraciadamente tampoco iba a poder estar presente en esa boda, aunque bien es cierto que cuando llegó el gran día, con sus mensajes, fotos y llamadas me hizo sentir como si estuviera con ellos disfrutando del privilegio de ser un invitado especial. La verdad es que quiso contar conmigo incluso para preparar su discurso. Se trató de una ceremonia civil oficiada por el alcalde del concello de Moaña, la localidad de la que son naturales. Se celebró en un típico pazo preparado para este tipo de eventos. Ella, en calidad de madrina, iba a pronunciar unas palabras dedicadas a los contrayentes, para lo que se inspiró en sendas canciones románticas. Por su parte el padre de ella, como padrino, basó su alocución en un párrafo de “El Pincipito”, el cuento de Antoine de Saint-Euxpéry que, casualmente, desde que lo leí por primera vez cuando todavía era un niño, siempre fue uno de mis libros de cabecera que siempre tuve como un auténtico manual sobre los valores de la amistad y de las relaciones sinceras y desinteresadas. 

Todo salió genial. Los novios lucieron con gran elegancia y especialmente ella, con espectacular belleza. La fiesta se prolongó de la mañana a la noche en un tono de manifiesta alegría. Con todas las fotos que ella me mandó tuve ocasión no solo de hacerme una idea de cuento aconteció, sino, además, de ir poniendo cara a algunas de las personas de las que me había ido hablando, como por ejemplo a su íntima gran amiga con la que se sinceraba y compartía todas sus cosas. En días posteriores, según iba disponiendo de otros materiales fotográficos, desde el profesional del fotógrafo contratado para la ocasión, hasta del procedente de otras cámaras como las de su hija e invitados, me fue surtiendo de cientos de imágenes en las que aparecían otras muchas personas que causaban mi curiosidad pensando quienes serían y que relación tendrían en su vida.

En la boda
Nunca, en ninguna de mis relaciones anteriores, he experimentado, ni mucho menos manifestado, nada que se pareciera a los celos, pero confieso que ahora, cada vez que recibía una de las muchas fotografías que me enviaba no podía reprimir pensar en quién habría hecho cada foto o quiénes serían cada una de las personas que aparecían en algunas de ellas. Todo por pura curiosidad, pero también pensando en que siempre hubo una persona ocupando junto a ella un lugar que, de no haber sido por injustas circunstancias, me hubiera correspondido ocupar a mi. Ya sé que se trata de un pensamiento estúpido, pero en todo caso un pensamiento que se me hacía tan inevitable como un arrebato de pasión desesperada.

Aferrado a los recuerdos, con mis ilusiones palpitantes, me sentí muy próximo a la celebración y, por supuesto, a ella. Había tomado conciencia de que nuestra complicidad era algo natural, que éramos el uno para el otro y que siempre habíamos sido, aún sin saberlo, dos personas unidas que nunca antes pudieron ver cumplido su deseo de estar juntos. No podía sentirme más feliz y en toda hora y momento buscaba la forma de expresarle mi alegría, de estrechar nuestra incipiente intimidad y de demostrarle mi incondicional entrega.

Por cierto que, días previos al evento, me hizo un comentario que me provocó cierta perplejidad. Se trataba de su ex marido que, al parecer, quiso excusar su asistencia a la boda.

-¡Me dijo que no tiene dinero!-, se lamentaba.

No salía de mi asombro. Yo, de haber tenido el privilegio de ocupar su lugar, hubiera actuado con prevención y, de no tenerlo, lo hubiera sacado de debajo de las piedras. No solo para asistir, sino para propiciar a mi hijo y por ende a mi nuera, con todo lo que estuviera en mi mano, un momento inolvidablemente feliz para ambos.
 
Tiempo después me enteré de otros pormenores que no me dejaron menos perplejo y que no alcanzaba a comprender. En su mesa, la central en el ágape, sentó, uno al lado del otro, a su ex marido, a la sazón el padre del novio y por tanto con todo derecho de ocupar ese sitio, y a su pareja del momento, esa con la que estaba ya decidida a cortar la relación. Pensé que de haberme tocado a mi asistir en calidad de su pareja, de ninguna manera hubiera consentido ocupar plaza en esa mesa. Quizá la impronta de mi estirada y aristocrática familia materna me hiciera pensar de forma demodé, pero, de ninguna manera hubiera ocupado un lugar entre los padres de los contrayentes, por mucha relación sentimental que estuviera manteniendo con la madre de él y madrina de ambos. Me pareció una gran desconsideración sustraerles, por muy divorciados que estuvieran, parte de su protagonismo. Y me preguntaba que sensación debió generar tal circunstancia entre familiares e invitados. Quizá estuviera exagerando y era yo el que tenía ideas fuera de lugar pero, de haber asistido, hubiera vivido todo desde otra mesa, alejado del foco principal. No me hubiera sido cómodo compartir, como pareja de la madre del novio, una silla en esa mesa.

Pero esto no sería, ni mucho menos, lo único que me sorprendería. En los días que estaban por venir, además de producirse el deseado encuentro y desatarse un torbellino de pasiones, iba a conocer episodios de su vida y aspectos de su historia personal que creo impresionarían a cualquiera.

La más bella del baile. Te Olvidaré... cap. X

Tras aquellas primeras conversaciones, apenas una par de días después de nuestro milagroso reencuentro, puede que, sin tener la más mínima intención, cometiera un gran error. Dejándome llevar más por el corazón que por la cabeza le hice una confesión obvia a todas luces: "Siempre te he querido", le dije. No pude contener mis emociones y mucho menos después de saber que ella, durante todos esos años, de una u otra manera también me había recordado. Sentí la necesidad de revelarle, no solo mis sentimientos, sino por qué habían seguido vivos después de tantos años. En la soledad de una noche, insomne por los recuerdos, empecé a escribirle...




«Antes de que empieces a leer, perdóname por extenderme y porque con este texto no quiero herirte, ni responsabilizarte de nada que a mi sólo afectaría, ni traerte recuerdos amargos. Sólo quiero responder a la primera pregunta de (para mí) nuestro feliz reencuentro: ¿Quién eres tú?

«La Más bella del baile»



Esa eres tú. La mujer casi niña que se me perdió por el camino. La compañera intuida que nunca tuve…, la más bella del baile.
Todo me ocurrió ayer, cuando recibí tus fotos y con avidez casi vehemente me puse a mirarlas, a contemplarlas, a escudriñar hasta el último rincón exigiéndole a la lupa del ordenador la máxima potencia. Al pasarla por los ojos de tu cara volví a ver unos ojos que se me perdieron en el largo, a veces, demasiadas veces, amargo, muy amargo, recorrido de la vida. Pero estaban ahí, en algún recóndito rincón de mi cerebro, guardados en el desván mental de los recuerdos que se protegen de las inclemencias de la vida. Miré esos ojos, tus ojos, y todo cuanto les rodeaba en esas fotos. ¡Vaya par de rapaces!, pensé al ver a tus hijos. ¡Que bonitos paisajes! ¡Que bellos lugares! Y esos, ¿quiénes serán…?, me preguntaba. Pero estaban tus imborrables ojos traicioneramente sacudiendo mi memoria. De repente, se me nubló la vista. ¡Maldita presbicia! ¿Ya se me han vuelto a ensuciar los cristales de las putas gafas! Así que saqué la toallita de limpiarlas y me puse a ello. Pero no. No eran las gafas. Un sutil cosquilleo en las mejillas me advirtió: ¡pero si estás llorando como un tonto! ¡Imbécil! Estaba, sí, llorando. Pero es de alegría, me dije de inmediato. Hay que ver qué bien te ha tratado la vida que te ha regalado dos estupendos hijos, la parejita.
Empecé a imaginarte como madre. Pariendo, amamantando, preparado biberones y papillas, cambiándoles el pañal, queriéndoles, amándolos, cuidando de ellos con esmero, protegiéndoles. Siempre luchando para llegar a darles las mejores armas y argumentos con los que afrontar la vida y sus traiciones. Diciéndoles “hay que estudiar”, “hay que ser fuertes”, “hay que seguir adelante…”, “hay que llegar a hacer lo que sueñas y quieres”.
Esos ojos estaban bien guardados, en el último rincón del baúl que atesora lo mejores recuerdos, lo más grato de la historia, de la mía. La historia de ese muchacho, casi niño también, que un día quiso romper con todo porque en su incipiente juventud ya estaba harto, o al menos lo creía. Creía que aquel Madrid le ahogaba y que el mundo era amplio. Y que el mundo era suyo. Por eso un día, nada más acabar bachillerato, se cameló a su padre para que le firmara un papel que le permitiera enrolarse en la Marina, esa que desde la tele te llamaba, ¡la Marina te llama!, decían en los tiempos de Antonio Alcántara. La “mili” al fin y al cabo habrá que hacerla, así que mejor ahora, antes de tener que sentarse seriamente a decidir cual será mi destino, me dije. Y a la Marina fui como un pipiolo y  al poco, ya estaba en Vigo y en la ETEA. Como yo, allí había muchos, o cumpliendo la obligación imperdonable, la de la “mili” digo, o buscando un futuro al que aferrarse. Éramos jóvenes, muy jóvenes, y como tales, con nuestro horario limitado y restringido, salíamos a las calles de aquel Vigo a buscar diversión, comida y carne. Pero a mí me seguía abrumando el bullicio urbano, incluso los de allí y entonces, a pesar de tanto cielo abierto y tanta ría. Sólo mirar al mar me consolaba, me hacía sentir libre. Mirar al mar me fascinaba y lo sigue haciendo. Así que un buen día me asomé por el puerto y descubrí motoras que cruzaban la ría. Miré los precios, registré mis bolsillos, eche rápidas cuentas y saque un ticket. Era un día de invierno cuando, por vez primera, pise Moaña. No pretendía nada, más que pasear sobre la ría por pura distracción pero, ya que estaba allí tenía que fisgonear, entrar en los bares, observar a la gente. Gentes que dirían “otro popeye. A ver que carallo (con perdón), se le habrá perdido a éste por aquí”. Y así un día, y otro, y otro... Cada vez que tenía ocasión, lo que como alumno de un centro militar eran contadas. Pero un día coló y me dieron un permiso de todo un largo puente (no recuerdo exactamente la fiesta local que se añadía al fin de semana). Me concedieron eso del “pase de ría” y me dije “la paso, la paso”. Y la pasé. Me busqué una pensión, estaba frente al puerto marinero. Una señora ya mayor. Me atendió de maravilla, muy dulce y cariñosa. Y disfruté como un enano. Salí toda la noche. Había feria y baile en la calle, con su orquesta y todo. ¡Dios, como me gustaba ese ambiente, esa alegría! Yo sólo quería salir, evadirme de aquella estricta vida militar de formaciones y limitaciones hasta para ver la tele. Necesitaba espacio y congeniar con gente distinta con la que, por obligación, compartía a diario menos de  la mitad de medio kilómetro cuadrado.
Fue entonces cuando empecé a frecuentar un oscuro garito en el que ponían las músicas underground, de moda en esos tiempos. Una “discoteque” de sesión doble con escasa música beat y mucho “agarrao”. Yo, que ni era alto, ni hermoso, sacaba a bailar a las muchachas, a algunas hasta por costumbre, casi rutina. Bailaban, sí, pero no me daban conversación, ni confianza. Yo no era más que un uniforme con patas y estábamos en un pueblo al fin y al cabo. Pero yo quería hablar, tocar (en el sentido del roce, no de “meter mano”), quería besar, sí, besar como gesto que significa confianza, franca confianza ente hombre y mujer; ese beso que significa aceptación sin miedo ni fronteras. Y en medio de la penumbra te descubrí. Mxxxxx, tu hermana, se acaramelaba con un compañero con el que tenía escaso trato y tú, tú estabas por allí, con uno, con otro, jovial, alegre, recatada, bella… Para mí eras esa, la bella del baile. Cómo iba aquella bella querer aproximarse a un bulto sospechoso como el que dibujaba mi porte de personalidad descolocada pidiendo ternura a gritos silenciosos, ¡cómo! Pero una de esas tardes, harto de que mi búsqueda se quedara en una simple rutina de ansiados abrazos al amparo del baile slow bajo los destellos de la bola de cristales, miré a mi alrededor ¡y estabas sola! ¡Tú! ¡Estabas sola! Me armé de valor y me senté a tu lado. Esos ojos. Sonreías con tibieza. La conversación fue corta -¿quieres bailar?- y contestaste “sí”. Bailamos ¡y hablamos! Por fin un poco de conversación sin acento militar ni bravuconadas de peritos en machismo. Ahí estaba yo, más jubiloso que Compostela en año jacobeo. Estaba bailando ¡con la más bella del baile!
Una vez  fuimos al cine. Echaban una de hacía un par de años con título de cine bélico que resultó ser todo lo contrario: “Johnny cogió su fusil”. Una enfermera logró comunicarse con un despojo, un soldado reducido a muñón después de la batalla. La enfermera obró el milagro y el pedazo de carne sordo, ciego y mudo pudo volver a sentir el placer de sentirse aceptado, respetado, casi amado, consolado en su pensamiento íntimo. ¡Mira!, pensé, es algo parecido a lo que me está pasando a mí. Tú, sentada a mi lado, eras mi enfermera. A la película le faltaba el desenlace y yo, malditos horarios militares, me tuve que marchar dejándote en tu butaca. En la mía, vacía luego, se quedó mi corazón para hacerte compañía. Nunca quise ver el final de esa película, aunque la pusieran por la tele. Hubiera sido como una especie de traición a un capítulo interrumptus de mi vida.
Muy poco después, llegó el momento de partir. En mi última hora, en mi último minuto, salimos de la discoteca caminando a ninguna parte. Llegó la hora, tenía que marchar, no quería, pero tenía que marchar. “Cierra los ojos”, te pedí y tú lo hiciste. Y entonces, puse mis labios sobre los tuyos casi temblorosamente, temiéndome lo peor. Y  tú, la más bella del baile, lo aceptaste con condescendencia y al abrir los ojos sonreíste, ¡esos ojos!



Despedida

...
Ha pasado toda una vida. Luchas, decepciones, frustraciones, desengaños… La cruda realidad se desata día a día y las alegrías son efímeras. A lo largo de esa vida (que ahora no te voy a contar porque no quiero aburrirte), hemos sido testigos de una Transición que me empujó a la militancia política. Luego la dejé porque descubrí que los intereses humanos están siempre por encima del idealismo que predicaban los poetas, una mierda. Pero colgué en mi habitación una bandera blanca con una franja azul de esquina a esquina y una estrella roja en su centro. Siempre ponía ganador al Celta en la quinielas (cuando las jugué, que siempre fue muy de vez en cuando porque no me gusta el juego), y siempre, siempre, esos sentimientos que me transmitiste estuvieron conmigo como un rescoldo de lo que pudo ser y nunca fue.
En mi etapa de periodista sufrí (y aún sufro) la persecución por defender la verdad y por ser honesto. Aprendí que en esta vida triunfan los hijoputas, los que son capaces de obrar sin tener en cuenta a los demás. Y me resigné. Me refugié en mis propias metas y aún sigo en ese frente, luchando por hacer algo que me permita vivir, pagar las facturas y sirva en algo a los demás. Muchos han sido los que han confundido mi generosidad con la gilipollez y han traspasado la línea de la confianza al abuso, pero sigo (ojo avizor), confiando en los demás por propia naturaleza y porque así me lo inculcó mi madre.
En mi huída sin fin de los hábitats urbanos, aunque trabajé en periódicos y emisoras de radio en Madrid, Alicante, Elche, Cádiz… llegué hasta aquí, a Ibi, un pueblo, el pueblo de los juguetes,  después de un azaroso y tortuoso camino, y aquí conocí a mi pareja. Concha es un ángel que me devolvió la paz y me dio el amor que siempre me fue negado, alguien con quien tengo el compromiso de ser sincero y leal, y lo seré. Junto a ella lucho y vivo y con ella comparto cuanto soy y tengo, que no es mucho. Pero, de vez en cuando, sale de mí mi yo más interno e íntimo. Ese que ha sido único testigo de adversidades y penurias. Ese que ha sufrido la soledad más espantosa y no ha tenido más opción que afrontar muy crueles e injustas situaciones. Ese que con su sólo esfuerzo tuvo que resolvérselas. Ese que un día, viendo tus fotos echó cuentas y le salió positivo porque tiene el más rico,  hermoso y bello de los patrimonios: ese, una vez, bailó… con las más bella del baile».

Supongo que llegué a transmitírselo, pero aquella carta fue una sincera declaración de lo que, desde los días lejanos de nuestra juventud, siempre significó para mi. Quizá solo fueran torpes palabras con las que no podía llegar a decir, ni por aproximación, todo el amor que me brotaba del corazón.

-Mi hija lo leyó y lloró-, me llegó a asegurar.

Pensé entonces que sí, que podía confiar, que iba a ser comprendido, que no iba ser para los suyos un absoluto desconocido salido de una vieja fotografía, ese al que llamaban "el novio 'militroncho' de mamá". Pensé que iba a ser aceptado como lo que verdaderamente era, un muchacho que dejó de serlo sin tener la oportunidad de vivir su verdadera vida. Incluso pensé que podría contar con la compresión de quienes habían nacido en el seno de una familia que podía haber sido la mía y que, en cierta medida, yo ya estaba empezando a sentir como tal. No podía estar más claro, la vida me estaba devolviendo aquello que me negó. La felicidad es un largo camino hacia el futuro.

Espíritu de superación. Te Olvidaré... cap. IX

Eso que llamamos 

“espíritu de superación”

básicamente consiste en mantener una actitud positiva ante los contratiempos. La experiencia enseña que desesperarse no conduce a nada bueno y, por negro que se vea el panorama, tener temple y la capacidad de jerarquizar los problemas, separar lo importante de lo que, aunque te esté agobiando, no lo es tanto, es el primer estadio para salir de cualquier atolladero. Pero hay veces en que la confianza en uno mismo puede que no sea suficiente, sobre todo cuando estás obligado a depender de una maldita medicación que te permita hacer llevadero un insufrible dolor que, a la postre, está minando tu moral.

Aunque estaba advertido desde un principio, no sospeché que los opiáceos que me prescribieron pudieran llegar a influirme de forma tan acusada. No hubo efecto secundario que tarde o temprano no experimentara. Lo peor, aparte de sentirse como una bayeta retorcida, resultaron ser las dificultades para mantener la concentración, ya de por si mermada por esa intermitente sensación que cada vez aparecía con mayor frecuencia. Lo demás, la falta de apetito, la alteración de ciclos de sueño, incluso las ausencias o los mareos, eran cosas que incluso se puede aprender a vivir con ellas, no queda otra. Pero como de la necesidad surge la fuerza,  tenía asegurada la suficiente para seguir adelante.

Era el momento de aprovechar las oportunidades que empezaba a brindar Internet, un medio para encontrar nuevos clientes. Después de unos años desde su incorporación, Internet me proporcionaba la flexibilidad necesaria para que mi estado de salud no afectara es exceso al trabajo. Eran tiempos en los que, por otra parte, se intensificaban, algunas veces hasta el esperpento, las denuncias por el uso indebido de obras protegidas por los derechos de autor, algo que empezaba a afectar de forma grave a las economías de muchos pequeños y medianos negocios, esos que constituían el grueso principal de mis clientes, lo que en el argot del oficio es el “nicho de mercado”. Una galería de alimentación de Tarragona a la que venía elaborando piezas sonoras de promoción fue la primera en expresarme su problema. Poco más tarde una asociación de peluqueros de Reus y, en poco tiempo más, un número significativo de comerciantes me pedían una solución para poder hacer uso del sonido ambiental, de sus respectivas megafonías de interior, sin que ello representara un gasto oneroso para sus ajustadas economías. Fue entonces cuando, para mi sorpresa, empecé a comprobar que no eran pocas, y muchas con una calidad más que aceptable, las obras registradas por sus autores bajo licencias de uso libre y gratuito, siempre y cuando se respetaran las condiciones indicadas por ellos mismos. Estaba irrumpiendo, frente al tradicional copyright usado tradicionalmente por la industria discográfica, la nueva licencia «creative commons», una fórmula que permite al propio creador difundir su obra sin intermediarios como las sociedades de gestión, pudiendo, además, dar a cada una de sus obras las limitaciones que le parecieran convenientes. Comencé entonces un trabajo de investigación, identificación y clasificación de este tipo de obras hasta disponer de librerías clasificadas por estilos de miles de archivos. Con ellos puse en marcha un servicio de sonido streaming que mis clientes podían reproducir en sus respectivos negocios sin que ello les obligara a pagar cantidad alguna a nadie. Resultó ser todo un éxito. Comenzó así a funcionar un canal concebido para el sonido ambiente de todo tipo de locales comerciales y de espacios públicos que pronto consiguió una audiencia más que notable. El canal supuso, por otra parte, un importante aldabonazo al negocio que, de ese momento comenzó a registrar una mayor demanda y, junto a ello, me dio la oportunidad de contactar con muchos artistas independientes, sobre todo con los más destacados, prolíficos y notables. Me resultó especialmente emocionante el que algunos de ellos me citaran en los créditos de sus nuevos trabajos como divulgador de sus trabajos.

Fue uno de esos días cuando, entregado a este nuevo aspecto del trabajo, se me ocurrió escribir en un buscador el nombre y apellidos de mi añorada niña gallega. Para mi sorpresa apareció, entre las coincidencias, un perfil en una red social. Lo abrí y con total incredulidad adiviné que la foto mostraba la imagen de aquella misma linda y dulce muchacha de la que me despedí un día lejano en el muelle de Moaña. ¡No podía dar crédito!


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En la pequeña foto aparecía de cuerpo entero, apoyada en el tronco de un pino cuya copa ensombrecía su rostro y silueta, envuelta en una pashmina rojiza, con un gesto que rezumaba ternura y que me resultaba tan familiar. Al fondo, una pequeña playa de la ría. Contemplando la imagen mi corazón comenzó a latir con fuerza y de un solo golpe acudieron a mi mente cientos de recuerdos que me llenaron de nostalgia. ¿Sería ella realmente? ¿Me recordaría después de tantos años? ¿podría recuperar su amistad? Antes de dejarme llevar por mi primer impulso, me detuve un instante intentando atemperar mis ánimos y diciéndome a mi mismo que la mayor de las probabilidades y después de tantos años, más de treinta, es que fuera una mujer casada, con una vida establecida y asentada, además de, como sucedía, estar a mil kilómetros de distancia. Pero, a pesar de todo ello, nada me pudo disuadir de enviar a aquel perfil una prudente pregunta. Y así, con una emoción contenida, envié un primer mensaje.

-Perdona el “atraco” de pedirte amistad así, a las bravas, pero es que tu nombre y apellidos coinciden, a no ser que seas la misma persona, con alguien que conocí en Moaña siendo yo marinero en la ETEA. Claro que no puedes ser porque tu eres muy joven (como se ve), y yo ya soy un “viejuno carrozón”-

No tardó en contestar…
-Yo tengo un amigo que se llama así, pero no sé si eres tú-

Solo fue necesario hacer referencia a algún pequeño detalle para que a continuación me confirmara…
-¡Claro que soy yo! ¡Cuéntame más de ti! ¡Qué alegría acabo de recibir!-

Entonces le hablé de mi, de mi trabajo, de mi lugar de residencia y de mi situación sentimental.
-Pues no te imaginas la alegría que me das-, respondió. –Me alegro mucho de que vivas una vida feliz… Yo no me puedo quejar. Me divorcié, aunque ahora vivo también con una pareja-, me dijo. –Imagina que este mes ¡se va a casar mi hijo! Así que no soy tan joven como dices que aparento…, pero ya seguiré contándote-, concluyó.


En aquella primera conversación, la primera después de treinta años, rememoramos tiempos de mi paso por la ETEA de Vigo, sobre la que me explicó que ya no existía como tal y que una de las posibilidades que se barajaban era la de dedicar las instalaciones a un centro docente, quizá una Universidad del  Mar. Le hablé de mi posterior tiempo embarcado en el Dédalo, donde llegué a recibir alguna de sus últimas cartas.

-Llegué a navegar al continente americano-, le dije-
-Lo sé… ¡sí te digo que incluso te estuve tratando de localizar en el grupo de antiguos alumnos!-, contestó. -¿Sabes que aún tengo guardada una invitación tuya para una fiesta de fin de Año!-

Claro, se trataba de aquella fiesta que organicé cuando, definitivamente, regresé a casa al concluir mi tiempo de servicio en la Marina y en la que, inesperadamente, recibí su llamada telefónica. Me resulto conmovedor que guardara aquella invitación entre sus recuerdos.


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No puedo describir la sensación que me invadió. ¡Era ella!, la mujer que siempre estuvo presente en mi memoria, la que tantas veces evoqué y con la que siempre sentí la necesidad de compartir la vida, mi gran amor, ¡ella! Con un gran nudo en la garganta y mientras sentía que por una de mis mejillas se escurría alguna lágrima incontenible, intercambiamos un mensaje tras otro, intentando saberlo todo, conocerlo todo, descubrirlo todo el uno del otro. Empezaron a llegarme fotos, centenares de fotos con instantes de su vida y empecé a deducir que se trataba de una persona exactamente igual a como siempre la había imaginado. Con sus cincuenta años ya cumplidos, parecía que por ella no hubiera pasado el tiempo. Cuanto más la miraba, más reconocía a la misma niña que conocí. Seguía siendo una mujer extraordinariamente bella y, a pesar de haber sido madre por dos veces, con una apariencia juvenil de excelente figura.

Sentí como si la vida se hubiera estando burlado de nosotros negándonos, hasta ese mismo momento, toda posibilidad de reencontrarnos, de tener un nuevo contacto, de habernos visto en alguna de las contadas ocasiones en las que fue posible. Ambos lo recordábamos así y no pasamos por alto la ocasión en la que, un día antes de que yo regresa a casa para disfrutar de un permiso, se presentara en casa de mis padres aprovechando un viaje de estudios a Madrid.

-Pues la verdad es que fui una atrevida y ¡me presenté en tu casa!-, recordó. –La verdad es que me alegró mucho conocer a tus padres. Me recibieron como si me conocieran de toda la vida. Y ahora que sabemos, más o menos, donde estamos, no te preocupes que acepto la revancha. Si no se tuercen las cosas, yo cuento con que mi hija vaya el próximo año para Madrid a hacer un master-, me dijo.

Si siempre, en todos los momentos más cruciales de mi vida, apareció en mis pensamientos y con el inesperado reencuentro, mientras leía y releía sus textos y miraba y remiraba sus fotografías, no podía apartar de mi cabeza todo lo que hubiera podido ser y nuca fue. Aunque en ese momento no podía pretender, ni esperar nada más que recuperar una entrañable y añorada amistad, me lamentaba amargamente de que nunca hubiera tenido la opción que otros si tuvieron después. Primero por mi compromiso con la Marina, después por los estudios en Madrid y finalmente por los compromisos laborales que me llevaron de una ciudad a otra, siempre en busca de un trabajo que me permitiera vivir con dignidad de mi profesión, un periodista con vocación radiofónica. Siempre, por desgracia, quedó exiliada toda esperanza de poder volver junto a ella, de compartir con ella el grato compromiso de compartir el futuro, de haber vivido juntos las etapas de la vida, incluso, por qué no, de haber sido el padre de sus hijos. Deseé desesperadamente poder viajar atrás en el tiempo, regresar hasta el momento en el que pudiera impedir tan gran injusticia y hacer posible la historia como siempre la soñé. Mi profunda tristeza al recordar lo que sufrí soportando la frustración de tener que separarnos, contrastaba ahora, al cabo de tanto tiempo, con la inmensa alegría de haberla encontrado. Nos dijimos muchas cosas, todas se me quedaron grabadas en el alma, especialmente las que alentaban mis esperanzas.

-Ahora nos hemos encontrado y ya no volveré a dejar que te vayas-, me escribió.

Una afirmación así, no podía sino llenarme de alegría. Yo tampoco estaba dispuesto a dejarla marchar nunca más. Ahora, pasara lo que pasara, siempre estaría a su lado y dispuesto a compartir con ella todo lo que fuera necesario, todo cuento estuviera en mi mano y tanto como ella aceptara. No es una frase hecha, ni una expresión de pasión vehemente, puedo asegurar con toda certeza que jamás, nunca jamás, puede llegar a querer a nadie como a ella, aunque no me fuera posible cumplir mis sueños, siempre la quise y siempre la querría con toda mi alma, con absoluta sinceridad y entrega. Evidentemente era, por esa razón inexplicable a la que obedece ese sentimiento, el gran amor de mi vida.

La herencia. Te Olvidaré... cap. VIII

No hay quien se libre. Todos sabemos lo que es pasar por una mala racha y cuando llega lo que deseamos es que sea lo más leve posible. No es difícil experimentar esa sensación de que las desgracias nunca vienen solas. Cuando el momento exige un esfuerzo adicional para afrontar la coyuntura, parece que las dificultades aprovecharan la oportunidad para aparecer en nuestras vidas una tras otra, sin solución de continuidad. Lo cierto es que eso no es más que la sensación que experimentamos cuando mantenemos un grado de auto exigencia mayor del habitual.

Frente a la tranquilidad que supuso ver a mi padre recuperándose y disfrutando de su nueva casa, contrastaba el hecho de que no dejaran de surgir nuevas preocupaciones, a cada cual más inquietante. Parecía increíble que lo que en principio pareció ser solo algo temporal, un cambio de ciclo en la economía, llegara a consolidarse como el nuevo escenario que supondría la quiebra de muchos negocios y la ruina de no pocas familias. Para quienes, como era nuestro caso, dependíamos de un negocio propio, la gravedad de la situación crecía día a día. Era necesario echarle mucha imaginación y un gran esfuerzo para soportar el envite. No resultaba sencillo mantener la presencia de ánimo cuando cada vez resultaba más difícil y complicado hacer frente a las obligaciones, pagar puntualmente los plazos y recibos sabiendo que no hacerlo suponía traspasar la línea roja del riesgo, no solo del negocio, sino también de todo nuestro patrimonio.

¿Quién no ha oído alguna vez eso de que cuando se cierra una puerta se abre una ventana? Eso era exactamente lo que, justo en ese momento, podía llegar a pasar. Parecía que, por fin, después de casi veinte años de litigio, llegaría a disponer de una herencia cuya historia es, por sí sola, un auténtico culebrón. En realidad se trataba del último coletazo del viejo enfrentamiento familiar. Al fallecer mis abuelos, los padres de mi madre, dejaron un legado de considerable valor, una herencia constituida por una casa en una buena zona de Madrid que llegó a estar tasada en un millón de euros; unas cuentas bancarias, acciones, antigüedades y todo el contenido de aquella casa que, además de vivienda, había sido el lugar de trabajo, los despachos, en el que mi abuelo ejerció la abogacía durante casi medio siglo. Por dar algunos detalles, en la casa había tres cajas fuertes en las que, entre otras cosas, mi abuelo atesoraba su colección de monedas. En la pared de su despacho, entre otras curiosidades, colgaba un pequeño Picasso autentificado. Entre los muebles apreciados por los anticuarios, existía un curioso bargueño, quizá del siglo XVIII, por el que, allá por los años 60, llegaron a ofrecerle un millón de aquellas pesetas. O sea, la suma de todo era un gran patrimonio. Pero al fallecer mis abuelos, aunque todo parecía estar muy bien dispuesto, la cosa empezó a complicarse porque, pocos días más tarde, también falleció su albacea. A partir de ese momento, fue el único hermano de mi madre, también abogado, el que se ocupó de impedir que se llegaran a cumplir las ultimas voluntades de su padre, mi abuelo. Sus razones debían estar fundadas únicamente en un incomprensible odio y sus constantes maniobras jurídicas para frenar lo inevitable no supuso otra cosa que arrojar piedras sobre su propio tejado, aunque, eso sí, para él a coste cero mientras que a mi me suponía afrontar abultadas minutas de procuradores y abogados.

AntigüedadesQue no se perdiera el patrimonio o impedir que ese hombre, el hermano de mi madre, pudiera disponer a su antojo del patrimonio familiar, supuso tener que contratar, uno tras otro, a una lista de abogados que, por muy onerosas que fueran sus minutas, no pudieron llegar a resolver el problema. Mi madre falleció sin llegar a disponer de su patrimonio familiar, pero tiempo antes había renunciado a su herencia en mi favor, razón por la que desde hacía algún tiempo tenía contratados los servicios de un abogado que era, además, el administrador de la comunidad de propietarios a la que pertenecía la casa en litigio. Producto de su trabajo, justo en este momento en el que tantos apuros estábamos afrontando, pudimos disponer de unas cuentas bancarias y de algunos paquetes de acciones. De los cerca de diez millones de pesetas que representaba el valor de todo aquello, el abogado se embolsó rápidamente y con independencia de lo ya cobrado, más de siete. Pero, cuanto menos, aquel dinero llovido del cielo sirvió para que pudiéramos capear el temporal económico por el que atravesábamos, angustiosos problemas que ya habían encendido todas las alarmas..

Por fortuna, nunca mejor dicho, la situación quedó temporalmente aliviada porque, como bien se sabe, a todo se puede hacer frente mientras la salud no falte. Pero trabajar muchas más horas, exprimir la imaginación para mantener el funcionamiento del negocio, conservar el ánimo, tratar de solucionar nuevos problemas, afrontar el día a día 
y hacerlo sin perder ni calma, ni compostura, sobre todo cuando se trataba de reclamar impagos a algún que otro cliente también en apuros, terminó por afectarme en mi punto más débil. Para mi desgracia soy de las personas que somatizan los disgustos y la experiencia ya me había hecho pasar por eso a lo que vulgarmente nos referimos con la expresión "sentir los problemas en nuestras propias carnes". En un principio pensé que se trataba de un nuevo cólico nefrítico, dolorosa y desagradable experiencia por la que ya antes había pasado en un par de ocasiones, pero esta vez ni siquiera los paliativos que se administran para estos casos fueron eficaces. No tardé en saber que se trataba de una lesión de la columna, a la altura lumbar. Me diagnosticaron una hernia de disco extruída que hacía imponderable pasar por el quirófano. Lo peor sería que, mientras estuviera convaleciente, sería un incapacitado para atender lo verdaderamente importante y eso, fatalmente, me originó mayores problemas psicológicos que los puramente físicos.

Afortunadamente la operación no se retrasó tanto como temíamos y me hizo experimentar un alivio casi inmediato, pero tener que estar inactivo durante todo el tiempo de la recuperación y luego del necesario para la obligada rehabilitación, lo que en un principio era simplemente físico, transcendió a lo psíquico. De visitar con frecuencia al neurólogo, acabé en la consulta del psiquiatra temiéndome recurrir a ese tipo de fármacos que, aunque hagan soportable los efectos de la ansiedad o la depresión, originan, por su parte, otros efectos quizá más contraproducentes que el propio mal. Ahora, mirando hacia atrás, advierto el lamentable estado que debería estar mostrando. Entré en una profunda depresión que, aunque me negara a aceptar, distorsionaba mi percepción de la realidad y estaba alterando mi personalidad.

Las noches de insomnio comenzaron a ser cada vez más frecuentes. Durante horas, en la soledad de la noche, no podía dejar de pensar en todo lo que acontecía y en cómo, por una cosa tras otra, había llegado a estar donde estaba. El reciente fallecimiento de mi madre; la relativamente preocupante situación de mi padre que sí, se recuperaba satisfactoriamente de su cardiopatía, pero soportando una innecesaria soledad; la imposibilidad de zanjar aquella inacabable herencia que, mientras tanto, no hacía sino resucitar lo peor de los tiempos pasados y que, por las malintencionadas acciones del hermano de mi madre, se alargaba todavía más y más; el coraje de que cada pequeña recuperación parcial del patrimonio familiar fuera esquilmada de inmediato por de abogado de turno; el panorama en el trabajo, cada vez más escaso y problemático por el número creciente de impagados de difícil cobro; los acuciantes problemas económicos; una nefasta acumulación de realidades que, en aquellos momentos no pasaron a mayores por la providencial intervención de mis extraordinarios compañeros y compañeras a los que, no hacía mucho, había tenido que despedir y que, conocedores de mi estado salud, acudieron en mi ayuda. No podía consentir que mi situación de mermada capacidad se prolongara por más tiempo. Solo el sentido de la responsabilidad  y el pundonor me empujaban para no dejarme caer en el desánimo, la desesperación y abocarme a la derrota personal.

Consciente de la gravedad del momento, no era cuestión de dejarse vencer y empezar a considerar las cosas positivas. A pesar de todo, tenía cerca a mi padre y, sobre todo, contaba con una compañera en la que podía confiar plenamente y que se desvivía por mi. No era momento de tener miedo, pero sí de ser prudente para evitar cualquier error que, en una situación tan crítica, pudiera acabar en fatales consecuencias. Era momento de meditar con cuidado qué hacer y calcular cómo hacerlo. Pasé duras y largas noches insomne, rumiando mis pensamientos en una desesperada búsqueda de soluciones a todos nuestros problemas.

Impulsar el negocio, asegurar trabajo, era primordial. Con una estrategia diseñada para captar nuevos clientes y diversificar actividades, me propuse contactar con asociaciones de comerciantes de toda la provincia. Mi gran inconveniente estaba siendo lo que hasta el momento fue mi gran ventaja, vivir en un lugar alejado de la vorágine de las grandes ciudades, en el que disfrutaba de tranquilidad y una buena calidad de vida. No había más remedio que salir, conducir muchos kilómetros y dedicar muchas horas a trabajar fuera de casa para alcanzar resultados. Todo esfuerzo da sus frutos y, poco a poco, incrementé la actividad lo suficiente como para mantener la situación. Lo malo es que aquella lesión de espalda que me hizo pasar por el quirófano, empezó a reproducirse. Sentarse al volante tantas horas comenzaba a convertirse en un auténtico suplicio. El dolor se repetía cada vez con más frecuencia e intensidad, razón por la que a partir de ahí, los médicos comenzaron a recetarme opiáceos. El problema es que se trata de un tipo de medicación no compatible con conducir ya que, entre otros efectos, los opiáceos producen somnolencia y dificultan la concentración. Pero, con independencia de lo que indicaran los prospectos, lo peor era mi propio estado físico. Ese sí que me impedía conducir y trabajar con normalidad.

Había llegado a un momento en el que, después del gran esfuerzo con el que conseguí salvar la situación, nuevamente me veía atrapado por problemas de salud. Por mucho empeño que le pusiera y por muy decidido que estuviera, mantener la intensidad de actividad comenzaba a convertirse en misión imposible. Tanta presión no tardaría en empezar a repercutir en todos los aspectos de mi vida aunque, algo inesperado y maravilloso estaba a punto de ocurrir, algo capaz de cambiarlo todo de golpe y que vendría a suponer el sorprendente regreso a un momento crucial de mi vida. No lo podía imaginar, pero pronto iba a ocurrir una milagro.

Adiós mamá; hola papá. Te Olvidaré... cap. VII

De repente nos faltaba la mujer que había sido el alma y la fuerza de nuestra escueta familia, una familia que rara vez iba más allá de nosotros tres, mi madre, mi padre y yo mismo, y en la que era más fácil compartir con los considerados amigos que con otro consanguíneo que, dicho sea de paso, cada vez eran más escasos a la par que extraños y lejanos. Fue extremadamente dura su pérdida y sumamente injusto el que hubiera sido tan pronto, precisamente ahora que podía empezar a disfrutar de la vida con la que soñó durante muchos años. De repente mi padre se vio solo, sin su pareja de toda la vida junto a la que había afrontado las no pocas vicisitudes con las que tuvieron que bregar. Solo y en aquel apartamento cerca de la playa en el que habían planeado disfrutar de una plácida y tranquila jubilación. A pesar de la distancia, agradecimos mucho a los que vinieron desde Madrid y mucho más, desde Bélgica, para sumarse a este fatal adiós. Cumplimos con su voluntad, pues aunque fuera medio en broma, medio en serio, cuando surgieron conversaciones sobre este trance, mi madre siempre expresó una voluntad con la que estoy muy de acuerdo: nada de flores, ni boatos. Todo simple e íntimo. Nada de símbolos religiosos, ni liturgias. Nada de excesos, ni gastos superfluos  y, sobre todo, nada de tumbas, ni nichos. Incineración.

Durante los días siguientes estuve tan pendiente de mi padre como me fue posible. No es fácil sacar a mi padre de su casa porque para él, como para nosotros, la intimidad y la independencia de la casa propia es primordial. Aunque venía a estar con nosotros y a comer, se marchaba tan pronto como podía. Me preocupaba su soledad, pero me tranquilizaba saber que es una persona autosuficiente para cuidar de si mismo y llevar su propia casa. Pero un día llegó especialmente cansado. Pensamos que se trataba de un momento de agobio, quizá de cierta ansiedad provocada por los acontecimientos. Aunque de momento se tranquilizó, al cabo de un rato se volvió a quejar, la respiración se le aceleraba y, aunque en casa la temperatura era agradable, se notaba que sudaba como si acabara de hacer un gran esfuerzo. Llamé a un amigo médico y nos pidió que nos acercáramos a su clínica. Le sometió a un reconocimiento y, entre otras cosas, le hizo un electro. Enseguida me advirtió...

-Tu padre está infartado. Llevadlo de inmediato al hospital-
-¿Infartado? Pero si no se ha quejado de dolor en el pecho, o en el brazo... Vamos, que no le hemos advertido los síntomas habituales-
-No siempre se manifiesta así y si lo hiciera, quizá ya sería demasiado tarde para él. El electro lo deja claro. Su corazón está fallando-, me aclaró.

No había nada que discutir, de inmediato nos dirigimos a urgencias con el informe que redactó mi amigo el doctor. Y allí tampoco hubo duda, de inmediato lo prepararon para un cateterismo. La espera fue larga y, cuando la prueba terminó lo ingresaron en la UCI. No tardó en aparecer un cirujano. Se trataba de un joven muy asertivo que, a pesar de que cuanto nos dijo fue muy alarmante, nos inspiró confianza.

-Su padre está grave. Digamos que en este momento el corazón le funciona al treinta por ciento de su capacidad. Hay que operarlo urgentemente-, nos explicó.

Tan pronto como hubo disponibilidad de quirófano, comenzó una intervención que se prolongó casi diez horas. En la sala de espera ya no quedaba nadie cuando, por fin, apareció el cirujano.

-Todo ha salido bien. Le hemos hecho un doble by-pass y le hemos puesto un marcapasos. Cuando despierte de la anestesia lo  pasaremos a un box para vigilar su recuperación. Si en las próximas cuarenta y ocho horas no se producen novedades, le pasaremos a planta-, nos dijo.

Respiramos aliviados y, a pesar de que éramos conscientes de que la situación seguía siendo grave, confiamos en su fortaleza y, sobre todo, en que estaba permanentemente monitorizado. Después de tantas horas de tensión sin movernos del hospital de Alicante, decidimos emprender camino a casa, a la que estábamos deseando llegar para recuperar fuerzas y poder relajarnos un poco. A la mañana siguiente, para aprovechar el escaso y restringidísimo horario de visitas que permiten en la UCI, estábamos en el hospital, pero ni ese día, ni los siguientes, pudimos hablar con él. Solo pudimos verle a través de una cristalera, lleno de tubos, electrodos y sensores. Al tercer día, tras una recuperación progresiva, pasó a planta con lo que, entre otras cosas, pudimos llevarle comida preparada en casa pues la del hospital le resultaba incomible. Fueron unos días complicados durante los que, entre otras cosas, nos planteamos la necesidad de que viniera a vivir a casa, con nosotros. Ahora, en su estado, teniendo que recuperarse y sin poder hacer esfuerzos, no cabía otra posibilidad.


Operación del corazón
Cuando abandonó el hospital lo trajimos a casa pero pronto dejó clara su voluntad de vivir en su propia casa. No resultó fácil porque el panorama, desde que compraron su casa de San Juan hasta este día, había dado un cambio espectacular. No era el mejor momento para vender, quizá tampoco para comprar. Aún asumiendo pérdidas, vendimos su casa y compramos otra de similares características, pero en nuestro mismo pueblo. Superados trámites, pagos, mudanzas y acondicionamientos, en cuestión de días mi padre pudo disponer de su nueva casa y ciertamente que no tardó ni uno más en tomar posesión y disponerse a disfrutar de su "castillo", sobre todo de un salón con aire acondicionado, pantallón de televisión y butaca anatómica reclinable.

Lo cierto es que, aunque la situación se salvó, todo aquello no había hecho sino generar nuevas obligaciones como una nueva hipoteca. Pero, claro, lo importante era procurarle a mi padre una vida lo más tranquila y sosegada posible, teniéndole cerca, pudiendo estar pendiente y cuidando de todo lo necesario. Su marcapasos, por ejemplo, requería revisiones trimestrales al principio, semestrales después y finalmente cada año. Por lo demás, su recuperación resultó satisfactoria y su estado de salud llegó a ser más que buena para un hombre de su edad.

Ahora llegaba el momento de afrontar otros problemas, no comparables, pero también muy serios puesto que de su resolución dependía nuestro futuro. La situación era crítica, muy adversa, y las obligaciones y los pagos crecían y crecían, mientras que los ingresos no dejaban de mermar. Había que empezar a buscar soluciones con urgencia. Comenzó, a partir de ese momento, una desaforada huida hacía adelante. Todo dependía de un hilo. ¿Ocurriría algún milagro?

Vacaciones inesperadas. Te Olvidaré... cap. VI

Inicié así, en el verano de 1987, unas inesperadas e indefinidas vacaciones. Recibí la llamada de un antiguo compañero al que conocí en Alicante, cuando ambos trabajábamos en la misma emisora. Eran los años en los que comenzaron a proliferar las emisoras municipales, las radios locales, lo que abrió nuevas expectativas a la profesión a pesar del intrusismo que alimentado por el enchufismo y los amiguismos imperaba por doquier, en todo municipio. Pero de vez en cuando surgía una oportunidad para algún profesional, siempre necesario a la hora de encauzar y dirigir proyectos que requieren cierto conocimiento y experiencia.

-Me he metido en esto porque es un reto divertido y el sitio es tranquilo- me dijo. 
-Llevo aquí unos meses y he alquilado un bungalow en una urbanización de montaña muy chula. ¡Vente a pasar unos días y lo conoces!-, me sugirió.

Sin tener otra cosa mejor que hacer que recapitular y reorientar mi vida, la sugerencia me pareció atractiva. Unos días de descanso lejos del ambiente rutinario no me vendrían nada mal. Hice el equipaje, me subí en mi R-5 y conduje hasta Ibi, el pueblo alicantino desde el que me llamó mi antiguo compañero. Una pequeña localidad en un extremo de un valle a menos de 30 kilómetros de la costa pero a 800 metros de altura. Orografía y situación confieren al lugar un clima y unas características especiales. De aquí, en el siglo XIX, surgió la industria del helado cuyo principio radicaba en la técnica de conservar, en hondas cavas o neveros, la nieve que luego los heladeros pioneros acarreaban a cientos de kilómetros de distancia para usarla como materia prima.

Consecuencia de la anterior, el latón y la hojalata fueron el germen de una nueva industria. A principios del siglo XX surgió en Ibi la industria del juguete, lo que le valió a esta villa la denominación de «Centro Español del Juguete». Hasta mediados del años 60 el sector experimentó un crecimiento espectacular. En pocos años, la inmigración terminó por triplicar la población y la cantidad de espacio de los polígonos industriales comenzó a ser mucho mayor que la que ocupa el casco urbano. Y aunque hoy la industria se ha diversificado, en Ibi, en todo el denominado «Valle del Juguete» y en municipios próximos, se concentra el ochenta por ciento de la producción de cuantos juguetes se fabrican en España.


Un pueblo del interior de Alicante
No transcurrió mucho tiempo para que, con independencia de colaboraciones puntuales en aquella incipiente emisora de radio municipal que mi compañero trataba de dirigir, empezara a necesitar tener mi propia ocupación y, aunque disponía de dinero ahorrado, contar con nuevos ingresos. Conseguí hacerme con la corresponsalía del periódico de referencia en la provincia, el diario Información. Empecé a recuperar el hábito de escribir para redactar noticias, crónicas y algunas entrevistas. Con ocasión de alguna visita que necesariamente tenía que hacer a Madrid para resolver asuntos o cobrar atrasos en Prado del Rey pendientes de mi anterior trabajo en televisión, aprovechaba para entrevistar a cualquier personaje popular que se me pusiera a tiro. Así lo hice, por ejemplo, con Chicho Ibáñez Serrador que por entonces dirigía la última temporada de su celebérrimo «Un, dos, tres». Este tipo de trabajos me proporcionaban un tipo de material que acababa por publicarse en páginas destacadas como contraportadas o en especiales dominicales lo que, en consecuencia, me proporcionaba ingresos extra, lo que siempre venían muy bien.

Mi mayor pericia con la prensa escrita supuso verme involucrado en el proyecto de fundación de una nueva publicación periódica local en la que, desde un principio, fui el único redactor para todas las secciones, un trabajo árduo, ingrato y mal retribuido que me originó más problemas que satisfacciones. La irrupción en la provincia del diario «El Mundo», cuando abrió una nueva delegación en la capital, me proporcionó la oportunidad de convertirme en un free lance y, aunque no me identificara con su línea editorial, pude publicar grandes reportajes sobre fiestas locales de toda la provincia, que no eran pocas, y otros temas de sociedad. Casi sin darme cuenta, me fui acomodando en el sitio al que había llegado con el propósito de pasar unos días de vacaciones.

Fue durante ese tiempo cuando tuve ocasión de conocer a la persona que hasta la fecha, más generosa y compresiva ha sido conmigo. Un psicóloga a la que conocí en una fiesta y que poco después acudió a mi, como empezaban a hacer muchos otros profesionales liberales, comerciantes y responsables de negocios, para pedirme consejo sobre cómo promocionar su actividad profesional. Aunque por entonces tenía una pareja con la que mantenía una relación tan inestable como aburrida, a veces incluso incómoda, empezamos a salir. Pronto congeniamos y nuestra relación adquirió un carácter romántico con el que disfrutamos de días muy felices. Tras un rápido viaje de fin de semana a Madrid para celebrar nuestra recién estrenada relación, decidimos comenzar nuestra convivencia en pareja. Todo me hacía presagiar que, por fin, había encontrado a la persona adecuada. Mi nueva compañera llegó como un regalo llovido del cielo y no me resultó difícil hacer de lo nuestro un proyecto sólido y con futuro.

Por entonces, después de cerca de veinte años en Lieja, ciudad belga en la que había venido ejerciendo como director de la Casa de España, a mi padre le llegó el día de su jubilación. Su despedida de aquella ciudad tuvo una gran repercusión, de lo que dejó constancia la prensa local y una gran fiesta para la que, por primera vez en mucho tiempo, se unieron sectores de la emigración española tradicionalmente enfrentados. En poco tiempo mis padres organizaron su viaje de vuelta definitiva a España. Mi residencia en Alicante y sus deseos de disfrutar de la luminosidad y el apacible clima mediterráneo después de haber pasado tanto tiempo bajo el frío y plomizo cielo centroeuropeo, les animó a buscar una casa cerca del mar, en San Juan.

Todo comenzó a cambiar de forma tal que, casi sin darme cuenta, empecé a adoptar nuevas filosofías de vida en las antípodas de las que hasta no hacía mucho tiempo habían sido las que imperaban en mi vida, siempre dispuesto a mudar de residencia y a comenzar un nuevo trabajo en cualquier parte. Ahora, las circunstancias requerían comenzar a pesar de manera bien distinta. Todo apuntaba a que lo que viniera lo haría, a partir de entonces, en clave de tranquilidad y que, junto a mi pareja, lo compartiríamos con felicidad lo que, cuando asaltaba mi memoria, me hacía suponer que ya quedaban definitivamente en un lejano recuerdo todas aquellas esperanzas de vivir la vida que siempre creí era la que me correspondía, allí en Galicia y con aquella muchacha de la que, a pesar de todo, siempre llevaba conmigo como un recuerdo imborrable grabado en mi corazón.

Los cambios empezaron por plantear la necesidad de disponer de nuestro propio negocio y así, mi pareja y yo, decidimos dar un cambio de rumbo a nuestras respectivas vidas. Ella dejaría a un lado su consulta clínica de psicología y yo mis labores periodísticas para, sumando habilidades y experiencias, poner en marcha un negocio con el que ofrecer orientación y formación para profesionales, servicios de selección de personal para empresas y, paralelamente, trabajos de promoción, marketing y campañas de publicidad para comercios e instituciones. Llegamos a fundar una pequeña revista de bolsillo de reparto gratuito que, con la base de sencillas secciones fijas, funcionaría como soporte, económico y eficaz, para la difusión y promoción de los comercios y servicios de cada localidad en la que se distribuyera. Todo funcionó incluso mejor de lo inicialmente esperado hasta que comenzaron los años en los todo quedó lastrado por los efectos de una crisis económica tan inesperada como demoledora.

Pronto vimos en riesgo el producto de nuestros esfuerzos y, antes que soportar un colapso total, nos vimos obligados a dejar de publicar aquella pequeña revista e incluso a despedir a algunas de las personas que hasta la fecha habían venido colaborando con nosotros en un ambiente de trabajo que siempre fue más familiar que jerárquico. Unas nuevas circunstancias que, no hay porque negarlo, llegaron a influir en nuestra relación hasta desatar momentos complicados en la convivencia. Además de la crisis global que estaba convulsionándolo todo, otra se estaba desatando en nuestro mundo interior afectando a nuestra intimidad.

Y ya se sabe, las desgracias nunca vienen solas. A consecuencia de una fractura de cadera que se produjo por una caída fortuita, el estado de salud de mi madre empezó a decaer a pasos agigantados. Una noche recibí una alarmante llamada de mi padre.

-Tu madre está muy mal, no sé que puedo hacer-, me dijo en un tono de evidente nerviosismo.

Me era inusual encontrar a mi padre tan sumamente desorientado y eso me causó aún mayor alarma. No dudé en desplazarme con urgencia hasta casa de mis padres que, aunque próxima, suponía recorrer una distancia suficiente, parte de ella por el casco urbano de Alicante, como para que se tardara un tiempo que esa noche se me hizo interminable. Cuando llegué encontré a mi madre francamente mal. De inmediato pedí una ambulancia. Por suerte el hospital, el mismo en el que la operaron, estaba muy cerca, pero la ambulancia tardaba una eternidad. A nuestra llegada a Urgencias, nos acomodaron en una pequeña salita en la que esperamos solos, sin compañía de otras personas. Al cabo de un rato llegó la peor de las noticias posibles. El Universo entero parecía haberse confabulado en nuestra contra, dejando caer todo el peso de su crueldad más despiadada. Grandes cambios estaban a punto de llegar.