¿Quién no ha oído, o
quién no ha podido aplicarse alguna vez en su vida ese viejo dicho que atribuyen a Blaise Pascal y que dice "el corazón tiene motivos que la razón no entiende". Mi reencuentro con la mujer
que durante toda mi vida estuviera en el más entrañable rincón de todos mis recuerdos hizo que conmigo esa frase cobrara más sentido que nunca. Y no era extraño que el corazón mandara pues, si bien es cierto que el tiempo amortigua la intensidad de los sentimientos, también es verdad que cuando un recuerdo que nunca terminó por extinguirse recobra toda su fuerza, todo lo demás queda relegado a un segundo plano, carece de importancia.
Hay quien asegura
que enamorarse es ya un modo de enajenación que incapacita a la hora de ser plenamente
consciente de tu propia realidad. Para enamorarse, dicen, bastan ocho segundos
y medio. Se asegura en informes elaborados por los departamentos de
Psicología de prestigiosas universidades en las que se hicieron trabajos
tratando de explicar eso que llamamos “amor a primera vista”. Y si lo piensas,
el amor siempre surge de una primera impresión que posteriormente, según
las circunstancias, crece y se afianza, o se diluye y desaparece. Solo las
propias experiencias enseñan las consecuencias de estar, o haber estado
enamorado. De poco, por no decir de nada, sirven los consejos, las teorías o
las explicaciones científicas que nos hablan de la oxitocina, la dopamina y demás
hormonas que intervienen en la química del amor. Lo único que relacionado con
esta experiencia puedo afirmar categóricamente es que, mientras que cuando uno
es joven prima el deseo y la pasión, en la madurez amar incluye la necesidad de
ofrecer a tu amada la mejor calidad de vida posible. No es difícil deducir que
cuando recuperas lo que sin lugar a dudas fue el primer y el gran
amor de tu vida después de treinta y tantos años, tanto los deseos juveniles como los adultos se suman e interactúan provocándote un sentimiento muchísimo más intenso que cualquiera de los que pudiste experimentar a lo largo de toda tu vida.
Lo cierto es que el
reencuentro estaba provocando en mi sensaciones desconocidas y que me sentía
francamente sorprendido de que, por una vez, la vida se mostrara tan generosa conmigo devolviéndome lo que
siempre me negó. Sentí tal torbellino de sensaciones que llegué a
creer que, de un momento a otro, iba a encontrarme con la manera de regresar al pasado, como en una de esas ficciones típicas de Hollywood, para resarcirme de la deuda que la vida me dejó. Sentir que esa persona tan especial, esa que nunca llegó
a desaparecer de la memoria, estaba teniendo sensaciones idénticas fue
suficiente para hacer surgir de mi interior un fuerte vínculo, sintiéndola como
si de mi propia familia se tratara, como si siempre hubiéramos estado juntos. ¡Cuántos recuerdos pasaron por mi cabeza! ¡Qué amarga
experiencia la de aquel día lejano en la que tuve que despedirme de ella justo después de atreverme
a depositar en sus labios el único y casto beso que me atreví a darle! ¡Qué gran amor platónico
vivió siempre conmigo! ¡Que gran injusticia la de la felicidad negada!
En aquel momento no podía haber para mi mayor prioridad que ella misma y su
felicidad.
Durante los días
siguientes a nuestro reencuentro virtual, las conversaciones por teléfono
sucedieron a las que ya veníamos manteniendo por escrito. Yo lo quería saber todo de
ella, aunque, en un esfuerzo de prudencia, moderaba mis preguntas por no
llegar a provocar ningún tipo de situación incómoda. Llegados los
últimos días de mayo, se acercaba su quincuagésimo primer cumpleaños. La
distancia me impediría estar junto a ella, pero pensé en la manera de hacerla un regalo especial. Como si de un
programa de radio se tratara, compuse y grabé una fantasía describiendo una
hipotética y grandiosa fiesta en la que, como colofón, sonaba en su honor, mientras aparecía ante los ojos de todos los congregados, el himno gallego.
-¡Nunca me habían
hecho un regalo así!-, me contestó.
-No puedes imaginar como me gustaría celebrarlo contigo, a tu lado-
-Pues te hago una propuesta-
-Tú dirás… -
-Te propongo que nos veamos-
-Es lo que más me gustaría, ¡pero estamos tan lejos!-
-Pero te propongo quedar a mitad de camino-
-¿En Madrid?-
-Sí, claro. Cuando pase la boda de mi hijo podríamos vernos en Madrid-
-No puedes imaginar como me gustaría celebrarlo contigo, a tu lado-
-Pues te hago una propuesta-
-Tú dirás… -
-Te propongo que nos veamos-
-Es lo que más me gustaría, ¡pero estamos tan lejos!-
-Pero te propongo quedar a mitad de camino-
-¿En Madrid?-
-Sí, claro. Cuando pase la boda de mi hijo podríamos vernos en Madrid-
Aunque atravesaba una complicada situación en la que cualquier extra no parecía lo
más aconsejable, su propuesta era irrenunciable. ¿Cómo rechazar la oportunidad
de volver a a tenerla frente a frente? Una propuesta tan emocionante como
inquietante. Yo ya no era aquel jovenzuelo que conoció en Moaña treinta y
tantos años antes, ni tampoco era un hombre libre. Tenía muchas obligaciones, demasiadas, y
estaba atado por compromisos que debía cumplir puntualmente y sin excusas. Mi casa y mi negocio dependían de que así fuera. No podía fallar, ni cometer ningún error. Mi situación estaba siendo crítica.
Como ella, en aquellos momentos yo también vivía en pareja. Llevábamos conviviendo más de veinte años y, aunque es verdad que atravesábamos una crisis alimentada por las circunstancias del momento, mi pareja era la mujer que más generosidad, sinceridad, respeto y afecto me había demostrado. Una pareja intelectual y físicamente perfecta con la que compartí luchas, ilusiones, penas, alegrías, proyectos, fracasos y logros. Una persona comprensiva y capaz de, sin pedírselo, anteponer mis deseos a los suyos propios. Una mujer con la que había construido un proyecto común, con la que había levantado un hogar, con la que me entendía y junto a la que había compartido todo. Una pareja de la que solo me podía apartar una persona en el mundo, la misma persona que acababa de reaparecer en mi vida y que, por su parte, estaba decidida a romper la relación que mantenía con el hombre, algo más joven que ella, con el que compartía su vida.
Su relación de convivencia había comenzado unos siete años atrás y fue, según parece, a partir de un accidente que sufrió en el trabajo. Un mal paso la hizo caer por unas escaleras lo que le provocó algunas lesiones. No solo tuvo que someterse a implantes para recomponer la dentadura sino que, además, sufrió fracturas en manos y brazos que le hicieron depender de otra persona. Ese fue el momento que su actual pareja aprovechó para ofrecerle su ayuda. Pero en el momento de reencontrarnos, además de llevar varios meses sin trabajo y por tanto sin contribuir al sostenimiento de la casa que compartían, parece que le llegó a sorprender instalando en el ordenador de casa algún tipo de programa espía que le permitiría conocer sus contraseñas y acceder a sus cuentas privadas. O sea, espiaba sus comunicaciones. Es obvio de que la confianza entre ambos estaba quebrada. Pero en relación a este tipo de cosas me sorprendió que en una de nuestras recientes conversaciones me dijera que había compartido conmigo alguna fotografía que, misteriosamente, desapareció.
Como ella, en aquellos momentos yo también vivía en pareja. Llevábamos conviviendo más de veinte años y, aunque es verdad que atravesábamos una crisis alimentada por las circunstancias del momento, mi pareja era la mujer que más generosidad, sinceridad, respeto y afecto me había demostrado. Una pareja intelectual y físicamente perfecta con la que compartí luchas, ilusiones, penas, alegrías, proyectos, fracasos y logros. Una persona comprensiva y capaz de, sin pedírselo, anteponer mis deseos a los suyos propios. Una mujer con la que había construido un proyecto común, con la que había levantado un hogar, con la que me entendía y junto a la que había compartido todo. Una pareja de la que solo me podía apartar una persona en el mundo, la misma persona que acababa de reaparecer en mi vida y que, por su parte, estaba decidida a romper la relación que mantenía con el hombre, algo más joven que ella, con el que compartía su vida.
Su relación de convivencia había comenzado unos siete años atrás y fue, según parece, a partir de un accidente que sufrió en el trabajo. Un mal paso la hizo caer por unas escaleras lo que le provocó algunas lesiones. No solo tuvo que someterse a implantes para recomponer la dentadura sino que, además, sufrió fracturas en manos y brazos que le hicieron depender de otra persona. Ese fue el momento que su actual pareja aprovechó para ofrecerle su ayuda. Pero en el momento de reencontrarnos, además de llevar varios meses sin trabajo y por tanto sin contribuir al sostenimiento de la casa que compartían, parece que le llegó a sorprender instalando en el ordenador de casa algún tipo de programa espía que le permitiría conocer sus contraseñas y acceder a sus cuentas privadas. O sea, espiaba sus comunicaciones. Es obvio de que la confianza entre ambos estaba quebrada. Pero en relación a este tipo de cosas me sorprendió que en una de nuestras recientes conversaciones me dijera que había compartido conmigo alguna fotografía que, misteriosamente, desapareció.
-¡Misterios de mi
cuenta!-, me dijo.
Mientras todo
eso ocurría, se vivían con intensidad los preparativos para la celebración de
la boda de su hijo, un gran acontecimiento que claramente centraba sus ilusiones.
-Ya llevan tiempo
viviendo juntos-, me explicó, -pero, por lo visto, quieren tener su situación
arreglada para tener hijos- me explicó.
Me pareció razonable
aunque en nuestros tiempos ya no es una condición sine qua non, como lo fuera
mucho tiempo atrás, eso de contraer matrimonio para garantizar todos los derechos
de los hijos. No obstante se trataba de una muy respetable decisión
personal. Desgraciadamente tampoco iba a poder estar presente en esa boda,
aunque bien es cierto que cuando llegó el gran día, con sus mensajes, fotos y
llamadas me hizo sentir como si estuviera con ellos disfrutando del privilegio
de ser un invitado especial. La verdad es que quiso contar conmigo incluso para
preparar su discurso. Se trató de una ceremonia civil oficiada por el alcalde del concello de Moaña, la localidad de la que son naturales. Se celebró en un típico pazo preparado para este tipo de eventos. Ella, en calidad de madrina, iba a pronunciar unas palabras dedicadas a los contrayentes, para lo que se inspiró en sendas canciones románticas. Por su parte el padre de ella, como
padrino, basó su alocución en un párrafo de “El Pincipito”, el cuento de Antoine de Saint-Euxpéry que, casualmente, desde que lo leí por primera vez cuando todavía era un niño, siempre fue uno de mis libros de cabecera que siempre tuve como un auténtico manual sobre los valores de la amistad y de las relaciones sinceras y desinteresadas.
Todo salió genial. Los novios lucieron con gran elegancia y especialmente ella, con espectacular belleza. La fiesta se prolongó de la mañana a la noche en un tono de manifiesta alegría. Con todas las fotos que ella me mandó tuve ocasión no solo de hacerme una idea de cuento aconteció, sino, además, de ir poniendo cara a algunas de las personas de las que me había ido hablando, como por ejemplo a su íntima gran amiga con la que se sinceraba y compartía todas sus cosas. En días posteriores, según iba disponiendo de otros materiales fotográficos, desde el profesional del fotógrafo contratado para la ocasión, hasta del procedente de otras cámaras como las de su hija e invitados, me fue surtiendo de cientos de imágenes en las que aparecían otras muchas personas que causaban mi curiosidad pensando quienes serían y que relación tendrían en su vida.
Todo salió genial. Los novios lucieron con gran elegancia y especialmente ella, con espectacular belleza. La fiesta se prolongó de la mañana a la noche en un tono de manifiesta alegría. Con todas las fotos que ella me mandó tuve ocasión no solo de hacerme una idea de cuento aconteció, sino, además, de ir poniendo cara a algunas de las personas de las que me había ido hablando, como por ejemplo a su íntima gran amiga con la que se sinceraba y compartía todas sus cosas. En días posteriores, según iba disponiendo de otros materiales fotográficos, desde el profesional del fotógrafo contratado para la ocasión, hasta del procedente de otras cámaras como las de su hija e invitados, me fue surtiendo de cientos de imágenes en las que aparecían otras muchas personas que causaban mi curiosidad pensando quienes serían y que relación tendrían en su vida.
Nunca, en ninguna de
mis relaciones anteriores, he experimentado, ni mucho menos manifestado, nada
que se pareciera a los celos, pero confieso que ahora, cada vez que recibía una
de las muchas fotografías que me enviaba no podía reprimir pensar en quién
habría hecho cada foto o quiénes serían cada una de las personas que aparecían
en algunas de ellas. Todo por pura curiosidad, pero también pensando en que siempre hubo una persona ocupando junto a ella un lugar que, de no
haber sido por injustas circunstancias, me
hubiera correspondido ocupar a mi. Ya sé que se trata de un pensamiento estúpido, pero en
todo caso un pensamiento que se me hacía tan inevitable como un arrebato de
pasión desesperada.
Aferrado a los
recuerdos, con mis ilusiones palpitantes, me sentí muy próximo a la celebración
y, por supuesto, a ella. Había tomado conciencia de que nuestra complicidad era
algo natural, que éramos el uno para el otro y que siempre habíamos sido, aún
sin saberlo, dos personas unidas que nunca antes pudieron ver cumplido su deseo de estar juntos. No podía sentirme más feliz y en toda hora y momento buscaba
la forma de expresarle mi alegría, de estrechar nuestra incipiente intimidad y
de demostrarle mi incondicional entrega.
Por cierto que, días previos al evento, me hizo un comentario que me provocó cierta perplejidad. Se trataba de su ex marido que, al parecer, quiso excusar su asistencia a la boda.
-¡Me dijo que no tiene
dinero!-, se lamentaba.
No salía de mi
asombro. Yo, de haber tenido el privilegio de ocupar su lugar, hubiera actuado con prevención y, de no tenerlo, lo
hubiera sacado de debajo de las piedras. No solo para asistir, sino para
propiciar a mi hijo y por ende a mi nuera, con todo lo que estuviera en mi mano, un momento inolvidablemente feliz para ambos.
Tiempo después me enteré de otros pormenores que no me dejaron menos perplejo y que no alcanzaba a comprender. En su mesa, la central en el ágape, sentó, uno al lado del otro, a su ex marido, a la sazón el padre del novio y por tanto con todo derecho de ocupar ese sitio, y a su pareja del momento, esa con la que estaba ya decidida a cortar la relación. Pensé que de haberme tocado a mi asistir en calidad de su pareja, de ninguna manera hubiera consentido ocupar plaza en esa mesa. Quizá la impronta de mi estirada y aristocrática familia materna me hiciera pensar de forma demodé, pero, de ninguna manera hubiera ocupado un lugar entre los padres de los contrayentes, por mucha relación sentimental que estuviera manteniendo con la madre de él y madrina de ambos. Me pareció una gran desconsideración sustraerles, por muy divorciados que estuvieran, parte de su protagonismo. Y me preguntaba que sensación debió generar tal circunstancia entre familiares e invitados. Quizá estuviera exagerando y era yo el que tenía ideas fuera de lugar pero, de haber asistido, hubiera vivido todo desde otra mesa, alejado del foco principal. No me hubiera sido cómodo compartir, como pareja de la madre del novio, una silla en esa mesa.