La tristeza por la separación de todo lo que unas horas antes quedó atrás, comenzaba a convertirse en
renovadas ilusiones
desde el mismo momento en el que pisábamos la estación ferroviaria de Vigo. Se iniciaba una etapa que nos posibilitaría llegar a ser técnicos radiotelegrafistas, señaleros, mecánico-electricistas o electrónicos, como era mi caso. Casi como autómatas, uno tras otro, enfilamos el camino hacia la Escuela, a faldas del monte La Guía, en un recoveco del interior de la ría y lejos de la ruidosa vorágine del Vigo portuario. La Escuela era un amplio recinto abierto al mar con diversos edificios de singular arquitectura en piedra, cada uno de ellos bautizado con el nombre de un inventor como Graham Bell, Faraday, Kelvin…, zonas ajardinadas, deportivas y una amplia plaza de armas con su propio muelle. Desde allí se divisaba una bello paisaje que llegó a ser tan familiar como siempre misterioso, la zona en la que la ría se estrecha y en la que hoy se levanta el atirantado puente de Rande.
Mi primer contacto con las aulas de la Escuela supuso, para empezar, revivir un odioso episodio que ya se había repetido en anteriores ocasiones desde mis años de instituto, aunque esta vez, en tan singular ambiente, fue aún más bochornoso y la repercusión no pudo ser más nefasta. Llegó el momento de pasar lista, cosa que se repetía en cada clase con cada oficial o suboficial instructor de cada una de las asignaturas del curso. Debo decir que en el ejército de la época, especialmente en la Marina, existía entre la oficialidad una halo de cierta aristocracia que solía ser denostada por quienes, en un mundo tan sumamente clasista y jerárquico, reprochaban a los que pudieran dar la impresión de tener tal condición el que, por el simple hecho de llevar ciertos apellidos, se les regalaran méritos. Y, aunque nunca hice alarde de ello, sino todo lo contrario, para mi desgracia mis apellidos maternos dejaban al descubierto su rancio abolengo. Y digo apellidos y no apellido porque se trata de uno compuesto, uno de esos tan rimbombantes y sonoros como odiados por quienes, a lo largo de su vida militar, en uno u otro destino, habían tenido que soportar estar a las órdenes de alguno de esos oficiales aristocráticos. Fue mencionar mi nombre y apellidos y de inmediato surgir la broma malintencionada coreada con sorna por las risitas de los presentes, algo que suponía tener que pasar, una y otra vez, por la evidencia de ser quien no era, o de quien no quería ser. No fueron pocas las ocasiones en las que me sentí señalado por esta razón, como si yo hubiera elegido mi linaje, o como si alguna vez me hubiera servido para algo. Nada más lejos de la realidad que, entre otras cosas, suponía una parte de las razones por las que, queriendo escapar de aquella condición, me encontraba precisamente allí.
A pesar de tratarse de una Escuela militar, lo que conllevaba un régimen de estudio y férrea disciplina, más estricta cuanto más novato se fuese, empezamos también a disfrutar de cierta libertad. Cuando el turno de guardia lo permitía el aliciente era salir de paseo, eso sí, con un horario restrictivo y muy, muy limitado pero que, por lo menos, nos daba la oportunidad de perdernos por las calles de la ciudad, rodearnos de civiles y confundirnos entre ambientes distintos a los del agobiante recinto militar. Y aunque estuviera entonces especialmente prohibido y hasta perseguido por la policía naval que ocasionalmente patrullaba los sitios más concurridos de la ciudad, todos disponíamos de un lugar, generalmente una habitación compartida en alguna pensión próxima, para poder despojarnos del uniforme reglamentario y cambiarnos de ropa. Por unas horas podíamos sentirnos personas normales y corrientes o, como se dice en la jerga militar, simples paisanos.
Lo normal era frecuentar ciertas cafeterías, algunas discotecas o salas de baile y asistir a sus espectáculos. Siempre, eso sí, buscando alguna efímera relación con lugareñas. Aunque por entonces la oferta lúdica de Vigo no era especialmente abundante, sí que se agradecía poder ver películas de estreno, presenciar la actuación de algún artista del momento o darse el placer, si la economía lo permitía, de alguna comida o cena que rompiera con la rutina del rancho, aunque es justo señalar que lo que servían en la Escuela no era precisamente el peor de los menús que se podían probar en la Marina.
Mi mayor placer en esas horas de asueto siempre fue disfrutar de mi propia soledad. Siempre odié las aglomeraciones y, además, los gustos de mis compañeros, salvo raras excepciones, poco o nada tenían que ver conmigo. Hay maneras de divertirse que, más allá de un rato, me resultaban y me siguen resultando insoportables, aburridas, a la par que zafias y burdas. Prefería dar grandes paseos descubriendo la ciudad, perdiéndome por sus calles y observar discretamente a la gente y sus costumbres. Algunas veces, escudriñando las ventanas, imaginaba la confortable vida familiar que se escondía detrás de los cristales y añoraba mi propia casa, mi familia. Pero, sobre todo, llamaba mi atención el otro lado de la ría, la otra orilla en la que se podían vislumbrar pequeños pueblos marineros. Una de aquellas tardes, andando por el puerto descubrí un muelle desde el que partían barcos que llevaban pasajeros de uno al otro lado. Miré los horarios y los precios, registré mis bolsillos y saqué un billete. Fue interesante y divertido poder contemplar el espacio de la ría desde su interior y, una vez completada la corta travesía, ver la otra orilla. Todo desde otra perspectiva. Había llegado a Moaña, un sitio cuyo puerto evidenciaba un arraigado carácter marinero.
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