Eso que llamamos
“espíritu de superación”
básicamente consiste en mantener una actitud positiva ante los contratiempos. La experiencia enseña que desesperarse no conduce a nada bueno y, por negro que se vea el panorama, tener temple y la capacidad de jerarquizar los problemas, separar lo importante de lo que, aunque te esté agobiando, no lo es tanto, es el primer estadio para salir de cualquier atolladero. Pero hay veces en que la confianza en uno mismo puede que no sea suficiente, sobre todo cuando estás obligado a depender de una maldita medicación que te permita hacer llevadero un insufrible dolor que, a la postre, está minando tu moral.
Aunque estaba advertido desde un principio, no sospeché que los opiáceos que me prescribieron pudieran llegar a influirme de forma tan acusada. No hubo efecto secundario que tarde o temprano no experimentara. Lo peor, aparte de sentirse como una bayeta retorcida, resultaron ser las dificultades para mantener la concentración, ya de por si mermada por esa intermitente sensación que cada vez aparecía con mayor frecuencia. Lo demás, la falta de apetito, la alteración de ciclos de sueño, incluso las ausencias o los mareos, eran cosas que incluso se puede aprender a vivir con ellas, no queda otra. Pero como de la necesidad surge la fuerza, tenía asegurada la suficiente para seguir adelante.
Era el momento de aprovechar las oportunidades que empezaba a brindar Internet, un medio para encontrar nuevos clientes. Después de unos años desde su incorporación, Internet me proporcionaba la flexibilidad necesaria para que mi estado de salud no afectara es exceso al trabajo. Eran tiempos en los que, por otra parte, se intensificaban, algunas veces hasta el esperpento, las denuncias por el uso indebido de obras protegidas por los derechos de autor, algo que empezaba a afectar de forma grave a las economías de muchos pequeños y medianos negocios, esos que constituían el grueso principal de mis clientes, lo que en el argot del oficio es el “nicho de mercado”. Una galería de alimentación de Tarragona a la que venía elaborando piezas sonoras de promoción fue la primera en expresarme su problema. Poco más tarde una asociación de peluqueros de Reus y, en poco tiempo más, un número significativo de comerciantes me pedían una solución para poder hacer uso del sonido ambiental, de sus respectivas megafonías de interior, sin que ello representara un gasto oneroso para sus ajustadas economías. Fue entonces cuando, para mi sorpresa, empecé a comprobar que no eran pocas, y muchas con una calidad más que aceptable, las obras registradas por sus autores bajo licencias de uso libre y gratuito, siempre y cuando se respetaran las condiciones indicadas por ellos mismos. Estaba irrumpiendo, frente al tradicional copyright usado tradicionalmente por la industria discográfica, la nueva licencia «creative commons», una fórmula que permite al propio creador difundir su obra sin intermediarios como las sociedades de gestión, pudiendo, además, dar a cada una de sus obras las limitaciones que le parecieran convenientes. Comencé entonces un trabajo de investigación, identificación y clasificación de este tipo de obras hasta disponer de librerías clasificadas por estilos de miles de archivos. Con ellos puse en marcha un servicio de sonido streaming que mis clientes podían reproducir en sus respectivos negocios sin que ello les obligara a pagar cantidad alguna a nadie. Resultó ser todo un éxito. Comenzó así a funcionar un canal concebido para el sonido ambiente de todo tipo de locales comerciales y de espacios públicos que pronto consiguió una audiencia más que notable. El canal supuso, por otra parte, un importante aldabonazo al negocio que, de ese momento comenzó a registrar una mayor demanda y, junto a ello, me dio la oportunidad de contactar con muchos artistas independientes, sobre todo con los más destacados, prolíficos y notables. Me resultó especialmente emocionante el que algunos de ellos me citaran en los créditos de sus nuevos trabajos como divulgador de sus trabajos.
Fue uno de esos días cuando, entregado a este nuevo aspecto del trabajo, se me ocurrió escribir en un buscador el nombre y apellidos de mi añorada niña gallega. Para mi sorpresa apareció, entre las coincidencias, un perfil en una red social. Lo abrí y con total incredulidad adiviné que la foto mostraba la imagen de aquella misma linda y dulce muchacha de la que me despedí un día lejano en el muelle de Moaña. ¡No podía dar crédito!
En la pequeña foto aparecía de cuerpo entero, apoyada en el tronco de un pino cuya copa ensombrecía su rostro y silueta, envuelta en una pashmina rojiza, con un gesto que rezumaba ternura y que me resultaba tan familiar. Al fondo, una pequeña playa de la ría. Contemplando la imagen mi corazón comenzó a latir con fuerza y de un solo golpe acudieron a mi mente cientos de recuerdos que me llenaron de nostalgia. ¿Sería ella realmente? ¿Me recordaría después de tantos años? ¿podría recuperar su amistad? Antes de dejarme llevar por mi primer impulso, me detuve un instante intentando atemperar mis ánimos y diciéndome a mi mismo que la mayor de las probabilidades y después de tantos años, más de treinta, es que fuera una mujer casada, con una vida establecida y asentada, además de, como sucedía, estar a mil kilómetros de distancia. Pero, a pesar de todo ello, nada me pudo disuadir de enviar a aquel perfil una prudente pregunta. Y así, con una emoción contenida, envié un primer mensaje.
-Perdona el “atraco” de pedirte amistad así, a las bravas, pero es que tu nombre y apellidos coinciden, a no ser que seas la misma persona, con alguien que conocí en Moaña siendo yo marinero en la ETEA. Claro que no puedes ser porque tu eres muy joven (como se ve), y yo ya soy un “viejuno carrozón”-
No tardó en contestar…
-Yo tengo un amigo que se llama así, pero no sé si eres tú-
Solo fue necesario hacer referencia a algún pequeño detalle para que a continuación me confirmara…
-¡Claro que soy yo! ¡Cuéntame más de ti! ¡Qué alegría acabo de recibir!-
Entonces le hablé de mi, de mi trabajo, de mi lugar de residencia y de mi situación sentimental.
-Pues no te imaginas la alegría que me das-, respondió. –Me alegro mucho de que vivas una vida feliz… Yo no me puedo quejar. Me divorcié, aunque ahora vivo también con una pareja-, me dijo. –Imagina que este mes ¡se va a casar mi hijo! Así que no soy tan joven como dices que aparento…, pero ya seguiré contándote-, concluyó.
En aquella primera conversación, la primera después de treinta años, rememoramos tiempos de mi paso por la ETEA de Vigo, sobre la que me explicó que ya no existía como tal y que una de las posibilidades que se barajaban era la de dedicar las instalaciones a un centro docente, quizá una Universidad del Mar. Le hablé de mi posterior tiempo embarcado en el Dédalo, donde llegué a recibir alguna de sus últimas cartas.
-Llegué a navegar al continente americano-, le dije-
-Lo sé… ¡sí te digo que incluso te estuve tratando de localizar en el grupo de antiguos alumnos!-, contestó. -¿Sabes que aún tengo guardada una invitación tuya para una fiesta de fin de Año!-
Claro, se trataba de aquella fiesta que organicé cuando, definitivamente, regresé a casa al concluir mi tiempo de servicio en la Marina y en la que, inesperadamente, recibí su llamada telefónica. Me resulto conmovedor que guardara aquella invitación entre sus recuerdos.
No puedo describir la sensación que me invadió. ¡Era ella!, la mujer que siempre estuvo presente en mi memoria, la que tantas veces evoqué y con la que siempre sentí la necesidad de compartir la vida, mi gran amor, ¡ella! Con un gran nudo en la garganta y mientras sentía que por una de mis mejillas se escurría alguna lágrima incontenible, intercambiamos un mensaje tras otro, intentando saberlo todo, conocerlo todo, descubrirlo todo el uno del otro. Empezaron a llegarme fotos, centenares de fotos con instantes de su vida y empecé a deducir que se trataba de una persona exactamente igual a como siempre la había imaginado. Con sus cincuenta años ya cumplidos, parecía que por ella no hubiera pasado el tiempo. Cuanto más la miraba, más reconocía a la misma niña que conocí. Seguía siendo una mujer extraordinariamente bella y, a pesar de haber sido madre por dos veces, con una apariencia juvenil de excelente figura.
Sentí como si la vida se hubiera estando burlado de nosotros negándonos, hasta ese mismo momento, toda posibilidad de reencontrarnos, de tener un nuevo contacto, de habernos visto en alguna de las contadas ocasiones en las que fue posible. Ambos lo recordábamos así y no pasamos por alto la ocasión en la que, un día antes de que yo regresa a casa para disfrutar de un permiso, se presentara en casa de mis padres aprovechando un viaje de estudios a Madrid.
-Pues la verdad es que fui una atrevida y ¡me presenté en tu casa!-, recordó. –La verdad es que me alegró mucho conocer a tus padres. Me recibieron como si me conocieran de toda la vida. Y ahora que sabemos, más o menos, donde estamos, no te preocupes que acepto la revancha. Si no se tuercen las cosas, yo cuento con que mi hija vaya el próximo año para Madrid a hacer un master-, me dijo.
Si siempre, en todos los momentos más cruciales de mi vida, apareció en mis pensamientos y con el inesperado reencuentro, mientras leía y releía sus textos y miraba y remiraba sus fotografías, no podía apartar de mi cabeza todo lo que hubiera podido ser y nuca fue. Aunque en ese momento no podía pretender, ni esperar nada más que recuperar una entrañable y añorada amistad, me lamentaba amargamente de que nunca hubiera tenido la opción que otros si tuvieron después. Primero por mi compromiso con la Marina, después por los estudios en Madrid y finalmente por los compromisos laborales que me llevaron de una ciudad a otra, siempre en busca de un trabajo que me permitiera vivir con dignidad de mi profesión, un periodista con vocación radiofónica. Siempre, por desgracia, quedó exiliada toda esperanza de poder volver junto a ella, de compartir con ella el grato compromiso de compartir el futuro, de haber vivido juntos las etapas de la vida, incluso, por qué no, de haber sido el padre de sus hijos. Deseé desesperadamente poder viajar atrás en el tiempo, regresar hasta el momento en el que pudiera impedir tan gran injusticia y hacer posible la historia como siempre la soñé. Mi profunda tristeza al recordar lo que sufrí soportando la frustración de tener que separarnos, contrastaba ahora, al cabo de tanto tiempo, con la inmensa alegría de haberla encontrado. Nos dijimos muchas cosas, todas se me quedaron grabadas en el alma, especialmente las que alentaban mis esperanzas.
-Ahora nos hemos encontrado y ya no volveré a dejar que te vayas-, me escribió.
Una afirmación así, no podía sino llenarme de alegría. Yo tampoco estaba dispuesto a dejarla marchar nunca más. Ahora, pasara lo que pasara, siempre estaría a su lado y dispuesto a compartir con ella todo lo que fuera necesario, todo cuento estuviera en mi mano y tanto como ella aceptara. No es una frase hecha, ni una expresión de pasión vehemente, puedo asegurar con toda certeza que jamás, nunca jamás, puede llegar a querer a nadie como a ella, aunque no me fuera posible cumplir mis sueños, siempre la quise y siempre la querría con toda mi alma, con absoluta sinceridad y entrega. Evidentemente era, por esa razón inexplicable a la que obedece ese sentimiento, el gran amor de mi vida.
Una afirmación así, no podía sino llenarme de alegría. Yo tampoco estaba dispuesto a dejarla marchar nunca más. Ahora, pasara lo que pasara, siempre estaría a su lado y dispuesto a compartir con ella todo lo que fuera necesario, todo cuento estuviera en mi mano y tanto como ella aceptara. No es una frase hecha, ni una expresión de pasión vehemente, puedo asegurar con toda certeza que jamás, nunca jamás, puede llegar a querer a nadie como a ella, aunque no me fuera posible cumplir mis sueños, siempre la quise y siempre la querría con toda mi alma, con absoluta sinceridad y entrega. Evidentemente era, por esa razón inexplicable a la que obedece ese sentimiento, el gran amor de mi vida.
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