No hay quien se libre. Todos sabemos lo que es pasar por una mala racha y cuando llega lo que deseamos es que sea lo más leve posible. No es difícil experimentar esa sensación de que las desgracias nunca vienen solas. Cuando el momento exige un esfuerzo adicional para afrontar la coyuntura, parece que las dificultades aprovecharan la oportunidad para aparecer en nuestras vidas una tras otra, sin solución de continuidad. Lo cierto es que eso no es más que la sensación que experimentamos cuando mantenemos un grado de auto exigencia mayor del habitual.
Frente a la tranquilidad que supuso ver a mi padre recuperándose y disfrutando de su nueva casa, contrastaba el hecho de que no dejaran de surgir nuevas preocupaciones, a cada cual más inquietante. Parecía increíble que lo que en principio pareció ser solo algo temporal, un cambio de ciclo en la economía, llegara a consolidarse como el nuevo escenario que supondría la quiebra de muchos negocios y la ruina de no pocas familias. Para quienes, como era nuestro caso, dependíamos de un negocio propio, la gravedad de la situación crecía día a día. Era necesario echarle mucha imaginación y un gran esfuerzo para soportar el envite. No resultaba sencillo mantener la presencia de ánimo cuando cada vez resultaba más difícil y complicado hacer frente a las obligaciones, pagar puntualmente los plazos y recibos sabiendo que no hacerlo suponía traspasar la línea roja del riesgo, no solo del negocio, sino también de todo nuestro patrimonio.
¿Quién no ha oído alguna vez eso de que cuando se cierra una puerta se abre una ventana? Eso era exactamente lo que, justo en ese momento, podía llegar a pasar. Parecía que, por fin, después de casi veinte años de litigio, llegaría a disponer de una herencia cuya historia es, por sí sola, un auténtico culebrón. En realidad se trataba del último coletazo del viejo enfrentamiento familiar. Al fallecer mis abuelos, los padres de mi madre, dejaron un legado de considerable valor, una herencia constituida por una casa en una buena zona de Madrid que llegó a estar tasada en un millón de euros; unas cuentas bancarias, acciones, antigüedades y todo el contenido de aquella casa que, además de vivienda, había sido el lugar de trabajo, los despachos, en el que mi abuelo ejerció la abogacía durante casi medio siglo. Por dar algunos detalles, en la casa había tres cajas fuertes en las que, entre otras cosas, mi abuelo atesoraba su colección de monedas. En la pared de su despacho, entre otras curiosidades, colgaba un pequeño Picasso autentificado. Entre los muebles apreciados por los anticuarios, existía un curioso bargueño, quizá del siglo XVIII, por el que, allá por los años 60, llegaron a ofrecerle un millón de aquellas pesetas. O sea, la suma de todo era un gran patrimonio. Pero al fallecer mis abuelos, aunque todo parecía estar muy bien dispuesto, la cosa empezó a complicarse porque, pocos días más tarde, también falleció su albacea. A partir de ese momento, fue el único hermano de mi madre, también abogado, el que se ocupó de impedir que se llegaran a cumplir las ultimas voluntades de su padre, mi abuelo. Sus razones debían estar fundadas únicamente en un incomprensible odio y sus constantes maniobras jurídicas para frenar lo inevitable no supuso otra cosa que arrojar piedras sobre su propio tejado, aunque, eso sí, para él a coste cero mientras que a mi me suponía afrontar abultadas minutas de procuradores y abogados.
Que no se perdiera el patrimonio o impedir que ese hombre, el hermano de mi madre, pudiera disponer a su antojo del patrimonio familiar, supuso tener que contratar, uno tras otro, a una lista de abogados que, por muy onerosas que fueran sus minutas, no pudieron llegar a resolver el problema. Mi madre falleció sin llegar a disponer de su patrimonio familiar, pero tiempo antes había renunciado a su herencia en mi favor, razón por la que desde hacía algún tiempo tenía contratados los servicios de un abogado que era, además, el administrador de la comunidad de propietarios a la que pertenecía la casa en litigio. Producto de su trabajo, justo en este momento en el que tantos apuros estábamos afrontando, pudimos disponer de unas cuentas bancarias y de algunos paquetes de acciones. De los cerca de diez millones de pesetas que representaba el valor de todo aquello, el abogado se embolsó rápidamente y con independencia de lo ya cobrado, más de siete. Pero, cuanto menos, aquel dinero llovido del cielo sirvió para que pudiéramos capear el temporal económico por el que atravesábamos, angustiosos problemas que ya habían encendido todas las alarmas..
Por fortuna, nunca mejor dicho, la situación quedó temporalmente aliviada porque, como bien se sabe, a todo se puede hacer frente mientras la salud no falte. Pero trabajar muchas más horas, exprimir la imaginación para mantener el funcionamiento del negocio, conservar el ánimo, tratar de solucionar nuevos problemas, afrontar el día a día y hacerlo sin perder ni calma, ni compostura, sobre todo cuando se trataba de reclamar impagos a algún que otro cliente también en apuros, terminó por afectarme en mi punto más débil. Para mi desgracia soy de las personas que somatizan los disgustos y la experiencia ya me había hecho pasar por eso a lo que vulgarmente nos referimos con la expresión "sentir los problemas en nuestras propias carnes". En un principio pensé que se trataba de un nuevo cólico nefrítico, dolorosa y desagradable experiencia por la que ya antes había pasado en un par de ocasiones, pero esta vez ni siquiera los paliativos que se administran para estos casos fueron eficaces. No tardé en saber que se trataba de una lesión de la columna, a la altura lumbar. Me diagnosticaron una hernia de disco extruída que hacía imponderable pasar por el quirófano. Lo peor sería que, mientras estuviera convaleciente, sería un incapacitado para atender lo verdaderamente importante y eso, fatalmente, me originó mayores problemas psicológicos que los puramente físicos.
Por fortuna, nunca mejor dicho, la situación quedó temporalmente aliviada porque, como bien se sabe, a todo se puede hacer frente mientras la salud no falte. Pero trabajar muchas más horas, exprimir la imaginación para mantener el funcionamiento del negocio, conservar el ánimo, tratar de solucionar nuevos problemas, afrontar el día a día y hacerlo sin perder ni calma, ni compostura, sobre todo cuando se trataba de reclamar impagos a algún que otro cliente también en apuros, terminó por afectarme en mi punto más débil. Para mi desgracia soy de las personas que somatizan los disgustos y la experiencia ya me había hecho pasar por eso a lo que vulgarmente nos referimos con la expresión "sentir los problemas en nuestras propias carnes". En un principio pensé que se trataba de un nuevo cólico nefrítico, dolorosa y desagradable experiencia por la que ya antes había pasado en un par de ocasiones, pero esta vez ni siquiera los paliativos que se administran para estos casos fueron eficaces. No tardé en saber que se trataba de una lesión de la columna, a la altura lumbar. Me diagnosticaron una hernia de disco extruída que hacía imponderable pasar por el quirófano. Lo peor sería que, mientras estuviera convaleciente, sería un incapacitado para atender lo verdaderamente importante y eso, fatalmente, me originó mayores problemas psicológicos que los puramente físicos.
Afortunadamente la operación no se retrasó tanto como temíamos y me hizo experimentar un alivio casi inmediato, pero tener que estar inactivo durante todo el tiempo de la recuperación y luego del necesario para la obligada rehabilitación, lo que en un principio era simplemente físico, transcendió a lo psíquico. De visitar con frecuencia al neurólogo, acabé en la consulta del psiquiatra temiéndome recurrir a ese tipo de fármacos que, aunque hagan soportable los efectos de la ansiedad o la depresión, originan, por su parte, otros efectos quizá más contraproducentes que el propio mal. Ahora, mirando hacia atrás, advierto el lamentable estado que debería estar mostrando. Entré en una profunda depresión que, aunque me negara a aceptar, distorsionaba mi percepción de la realidad y estaba alterando mi personalidad.
Las noches de insomnio comenzaron a ser cada vez más frecuentes. Durante horas, en la soledad de la noche, no podía dejar de pensar en todo lo que acontecía y en cómo, por una cosa tras otra, había llegado a estar donde estaba. El reciente fallecimiento de mi madre; la relativamente preocupante situación de mi padre que sí, se recuperaba satisfactoriamente de su cardiopatía, pero soportando una innecesaria soledad; la imposibilidad de zanjar aquella inacabable herencia que, mientras tanto, no hacía sino resucitar lo peor de los tiempos pasados y que, por las malintencionadas acciones del hermano de mi madre, se alargaba todavía más y más; el coraje de que cada pequeña recuperación parcial del patrimonio familiar fuera esquilmada de inmediato por de abogado de turno; el panorama en el trabajo, cada vez más escaso y problemático por el número creciente de impagados de difícil cobro; los acuciantes problemas económicos; una nefasta acumulación de realidades que, en aquellos momentos no pasaron a mayores por la providencial intervención de mis extraordinarios compañeros y compañeras a los que, no hacía mucho, había tenido que despedir y que, conocedores de mi estado salud, acudieron en mi ayuda. No podía consentir que mi situación de mermada capacidad se prolongara por más tiempo. Solo el sentido de la responsabilidad y el pundonor me empujaban para no dejarme caer en el desánimo, la desesperación y abocarme a la derrota personal.
Consciente de la gravedad del momento, no era cuestión de dejarse vencer y empezar a considerar las cosas positivas. A pesar de todo, tenía cerca a mi padre y, sobre todo, contaba con una compañera en la que podía confiar plenamente y que se desvivía por mi. No era momento de tener miedo, pero sí de ser prudente para evitar cualquier error que, en una situación tan crítica, pudiera acabar en fatales consecuencias. Era momento de meditar con cuidado qué hacer y calcular cómo hacerlo. Pasé duras y largas noches insomne, rumiando mis pensamientos en una desesperada búsqueda de soluciones a todos nuestros problemas.
Impulsar el negocio, asegurar trabajo, era primordial. Con una estrategia diseñada para captar nuevos clientes y diversificar actividades, me propuse contactar con asociaciones de comerciantes de toda la provincia. Mi gran inconveniente estaba siendo lo que hasta el momento fue mi gran ventaja, vivir en un lugar alejado de la vorágine de las grandes ciudades, en el que disfrutaba de tranquilidad y una buena calidad de vida. No había más remedio que salir, conducir muchos kilómetros y dedicar muchas horas a trabajar fuera de casa para alcanzar resultados. Todo esfuerzo da sus frutos y, poco a poco, incrementé la actividad lo suficiente como para mantener la situación. Lo malo es que aquella lesión de espalda que me hizo pasar por el quirófano, empezó a reproducirse. Sentarse al volante tantas horas comenzaba a convertirse en un auténtico suplicio. El dolor se repetía cada vez con más frecuencia e intensidad, razón por la que a partir de ahí, los médicos comenzaron a recetarme opiáceos. El problema es que se trata de un tipo de medicación no compatible con conducir ya que, entre otros efectos, los opiáceos producen somnolencia y dificultan la concentración. Pero, con independencia de lo que indicaran los prospectos, lo peor era mi propio estado físico. Ese sí que me impedía conducir y trabajar con normalidad.
Había llegado a un momento en el que, después del gran esfuerzo con el que conseguí salvar la situación, nuevamente me veía atrapado por problemas de salud. Por mucho empeño que le pusiera y por muy decidido que estuviera, mantener la intensidad de actividad comenzaba a convertirse en misión imposible. Tanta presión no tardaría en empezar a repercutir en todos los aspectos de mi vida aunque, algo inesperado y maravilloso estaba a punto de ocurrir, algo capaz de cambiarlo todo de golpe y que vendría a suponer el sorprendente regreso a un momento crucial de mi vida. No lo podía imaginar, pero pronto iba a ocurrir una milagro.
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