La Marina te llama. Te Olvidaré... cap. I

Hay historias que cuando las lees en novelas o las ves en las películas siempre piensas que son producto de mentes calenturientas o de imaginaciones desbordantes, invenciones que jamás llegaran a ocurrir en la vida real pero,

por increíble que parezca

a veces pasan. 
¿Quién no ha soñado alguna vez con la posibilidad de regresar sobre su propio pasado? Esta historia no tiene nada que ver con la ciencia ficción, pero deja claro que hay que tener cuidado con lo que se desea porque se puede cumplir.

Como el común de los mortales, cuando todo empezó ya había atravesado muchas situaciones difíciles a lo largo de la vida, incluso había pasado por etapas de marginación y gran soledad en las que tuve que sacar fuerzas de flaqueza para sobreponerme y no caer en el abatimiento. Tuve que sacar todo el coraje del que fui capaz cuando me tocó enfrentarme a adversidades muy duras para poder superarlas sin contar con la ayuda de nadie, sin ni siquiera un amigo al que poder recurrir y con la familia a miles de kilómetros. Ante algún que otro episodio de gran exigencia, de verdad que no sé de donde saqué fuerzas. Verme ante tales dificultades fue el precio que tuve que pagar por conservar la dignidad y por defender mi independencia, algo que siempre consideré mi más preciado patrimonio.




Mi infancia fue feliz, muy feliz, lo reconozco, y aunque después pagué el precio de ser hijo único, fui criado como un auténtico príncipe. Mi madre, una mujer de carácter aunque también de gran humanidad, una intelectual adelantada a su época que siempre mostró la impronta parisina que marcó su infancia, fue siempre superprotectora conmigo. Procedía de una familia de aristocrátas a la vieja usanza con la que vivió cordialmente enfrentada desde que llegó el momento de tener que decidir su vida y, sobre todo, con quien la compartiría.


A pesar de la enérgica oposición de sus padres, mis abuelos, se casó con quien es mi padre, por entonces un simple muchacho de pueblo que, frente a los rutilantes títulos de otros pretendientes preferidos por la familia, tan solo era el hijo de un modesto mesonero de un pequeño pueblo aragonés del que salió hacia Barcelona para, durante los duros años de posguerra, costearse con un trabajo de botones en la sucursal de un banco los estudios de perito contable. Y no es porque sea mi padre, pero siempre, en todos los ámbitos en los que le tocó relacionarse, destacó por ser una persona buena, equilibrada, conciliadora, amable, justa, generosa y sobre todo, honrada. Un hombre bueno en toda la extensión de la palabra, de esos que de tanto serlo llegan a ser tomados por tontos.

Campaña en la TV

Ya al inicio de mi adolescencia comencé a sentir una imperiosa necesidad de ser independiente, de dejar de sentirme atrapado en la burbuja en la que mi madre, con la mejor de sus intenciones, me había encerrado. Necesitaba libertad, dejar de sentirme vigilado, atrapado. Un anuncio que por entonces se hizo popular en la televisión, “muchacho, la Marina te llama”, abrió la puerta a mis esperanzas de libertad. Con quince años recién cumplidos había terminado el bachillerato y, como por entonces la “mili”, el servicio militar, era obligatorio para todos lo mozos, pensé que, aunque supusiera tener que comprometerme por más tiempo con el ejército por el hecho de acudir voluntariamente, era preferible alistarse en la Armada, un cuerpo que prometía una formación profesional y la atractiva posibilidad de navegar a quien sabe que puertos, que esperar a que me reclamaran por mi quinta en un momento en el que, de forma intempestiva, interrumpirían mi vida. La idea sonó tan razonable que no me supuso mayor problema conseguir, a pesar de las reticencias de mi madre, la autorización paterna, un requisito indispensable para los que, como era mi caso, todavía no habíamos alcanzado la mayoría de edad. De esa manera pude salir de casa y estrenar mi independencia disponiéndome a vivir una auténtica aventura. Acaba de enrolarme en la Marina.

Pronto me encontré entre cientos de muchachos que como yo, cada uno por sus propios motivos, habían tomado la misma decisión. Todos y cada uno de nosotros no tardamos en darnos cuenta de lo duro que resultaba, no solo el hecho de estar fuera de casa, sino vivir sometidos a una disciplina en la que regían normas decimonónicas, absurdas y que nos obligaba a prescindir de cosas que hasta el momento habían sido cotidianas y normales. Un mundo de rangos, órdenes siempre incuestionables, ranchos incomibles y rígidos horarios. Tras la penosa etapa de instrucción militar, un vistoso acto de jura de bandera puso el colofón a ese martirizante capítulo dando paso a un ansiado descanso. El primer permiso después de semanas encerrado en un cuartel sin contacto con el mundo exterior, semanas que se hicieron eternas, suponía para todos el alivio de volver temporalmente a una relativa libertad. Fue una sorpresa muy agradable que un grupo de amigos vinieran desde Madrid hasta Cádiz, donde me encontraba, para acompañarme y pasar después conmigo unos días antes de volver a casa. Era pleno verano y no desaprovecharon la oportunidad de disfrutar de las excelentes playas de la ciudad de la alegría por antonomasia. Nos alojamos en una típica pensión y, por primera vez en mi vida, pasé toda una noche compartiendo cama con una mujer, una de mis amigas con la que había llegado a tener especial confianza. Pero, en contra de lo que pudiera imaginarse, fueron noches castas, una convivencia acorde con la alegre intrascendencia de la alocada, transgresora y divertida juventud.

Largo recorrido

Llegar a casa después de aquellos días, dormir en mi propia cama, regresar a mi propia y confortable habitación, recuperar el placer de la intimidad, disfrutar de un cuarto de baño para mi solo y esa maravillosa sensación de abrir el frigorífico cada vez que sintiera hambre o sed, actos cotidianos que antes no tenían mayor importancia, se convertían ahora en especiales.


Pero pronto se acabaron los días de disfrutar de la comodidad de mi casa, deambular por el barrio y salir con mis amigos de siempre por nuestros sitios preferidos de Madrid. Nuevamente llegaron las siempre tristes despedidas sobre el andén de una estación. Tras el adiós esperaba una más que larga, interminable noche de insomne traqueteo en el expreso que nos conduciría a un nuevo y desconocido
destino.


Aquel tren nos llevaría hasta Vigo, una ciudad lejana, en la que nos esperaba la ETEA, la Escuela de Transmisiones y Electricidad de la Armada, en la que nos titularíamos como técnicos antes de ser destinados a los puestos en los que completaríamos nuestro tiempo de compromiso con la Marina. Tras un viaje agotador, con paradas en todas las estaciones y casi doce horas más tarde, llegaríamos a la ciudad gallega. En los últimos kilómetros del viaje, con el nuevo día recién estrenado, a través de las ventanillas del vagón empezamos a descubrir un nuevo y deslumbrante paisaje que ya sería el habitual durante todo el tiempo que pasáramos allí.

1 comentario:

Unknown dijo...

Es increíble.

http://titovillanueva.blogspot.com.es/2012/12/la-etea-vigo-y-galicia.html