Adiós mamá; hola papá. Te Olvidaré... cap. VII

De repente nos faltaba la mujer que había sido el alma y la fuerza de nuestra escueta familia, una familia que rara vez iba más allá de nosotros tres, mi madre, mi padre y yo mismo, y en la que era más fácil compartir con los considerados amigos que con otro consanguíneo que, dicho sea de paso, cada vez eran más escasos a la par que extraños y lejanos. Fue extremadamente dura su pérdida y sumamente injusto el que hubiera sido tan pronto, precisamente ahora que podía empezar a disfrutar de la vida con la que soñó durante muchos años. De repente mi padre se vio solo, sin su pareja de toda la vida junto a la que había afrontado las no pocas vicisitudes con las que tuvieron que bregar. Solo y en aquel apartamento cerca de la playa en el que habían planeado disfrutar de una plácida y tranquila jubilación. A pesar de la distancia, agradecimos mucho a los que vinieron desde Madrid y mucho más, desde Bélgica, para sumarse a este fatal adiós. Cumplimos con su voluntad, pues aunque fuera medio en broma, medio en serio, cuando surgieron conversaciones sobre este trance, mi madre siempre expresó una voluntad con la que estoy muy de acuerdo: nada de flores, ni boatos. Todo simple e íntimo. Nada de símbolos religiosos, ni liturgias. Nada de excesos, ni gastos superfluos  y, sobre todo, nada de tumbas, ni nichos. Incineración.

Durante los días siguientes estuve tan pendiente de mi padre como me fue posible. No es fácil sacar a mi padre de su casa porque para él, como para nosotros, la intimidad y la independencia de la casa propia es primordial. Aunque venía a estar con nosotros y a comer, se marchaba tan pronto como podía. Me preocupaba su soledad, pero me tranquilizaba saber que es una persona autosuficiente para cuidar de si mismo y llevar su propia casa. Pero un día llegó especialmente cansado. Pensamos que se trataba de un momento de agobio, quizá de cierta ansiedad provocada por los acontecimientos. Aunque de momento se tranquilizó, al cabo de un rato se volvió a quejar, la respiración se le aceleraba y, aunque en casa la temperatura era agradable, se notaba que sudaba como si acabara de hacer un gran esfuerzo. Llamé a un amigo médico y nos pidió que nos acercáramos a su clínica. Le sometió a un reconocimiento y, entre otras cosas, le hizo un electro. Enseguida me advirtió...

-Tu padre está infartado. Llevadlo de inmediato al hospital-
-¿Infartado? Pero si no se ha quejado de dolor en el pecho, o en el brazo... Vamos, que no le hemos advertido los síntomas habituales-
-No siempre se manifiesta así y si lo hiciera, quizá ya sería demasiado tarde para él. El electro lo deja claro. Su corazón está fallando-, me aclaró.

No había nada que discutir, de inmediato nos dirigimos a urgencias con el informe que redactó mi amigo el doctor. Y allí tampoco hubo duda, de inmediato lo prepararon para un cateterismo. La espera fue larga y, cuando la prueba terminó lo ingresaron en la UCI. No tardó en aparecer un cirujano. Se trataba de un joven muy asertivo que, a pesar de que cuanto nos dijo fue muy alarmante, nos inspiró confianza.

-Su padre está grave. Digamos que en este momento el corazón le funciona al treinta por ciento de su capacidad. Hay que operarlo urgentemente-, nos explicó.

Tan pronto como hubo disponibilidad de quirófano, comenzó una intervención que se prolongó casi diez horas. En la sala de espera ya no quedaba nadie cuando, por fin, apareció el cirujano.

-Todo ha salido bien. Le hemos hecho un doble by-pass y le hemos puesto un marcapasos. Cuando despierte de la anestesia lo  pasaremos a un box para vigilar su recuperación. Si en las próximas cuarenta y ocho horas no se producen novedades, le pasaremos a planta-, nos dijo.

Respiramos aliviados y, a pesar de que éramos conscientes de que la situación seguía siendo grave, confiamos en su fortaleza y, sobre todo, en que estaba permanentemente monitorizado. Después de tantas horas de tensión sin movernos del hospital de Alicante, decidimos emprender camino a casa, a la que estábamos deseando llegar para recuperar fuerzas y poder relajarnos un poco. A la mañana siguiente, para aprovechar el escaso y restringidísimo horario de visitas que permiten en la UCI, estábamos en el hospital, pero ni ese día, ni los siguientes, pudimos hablar con él. Solo pudimos verle a través de una cristalera, lleno de tubos, electrodos y sensores. Al tercer día, tras una recuperación progresiva, pasó a planta con lo que, entre otras cosas, pudimos llevarle comida preparada en casa pues la del hospital le resultaba incomible. Fueron unos días complicados durante los que, entre otras cosas, nos planteamos la necesidad de que viniera a vivir a casa, con nosotros. Ahora, en su estado, teniendo que recuperarse y sin poder hacer esfuerzos, no cabía otra posibilidad.


Operación del corazón
Cuando abandonó el hospital lo trajimos a casa pero pronto dejó clara su voluntad de vivir en su propia casa. No resultó fácil porque el panorama, desde que compraron su casa de San Juan hasta este día, había dado un cambio espectacular. No era el mejor momento para vender, quizá tampoco para comprar. Aún asumiendo pérdidas, vendimos su casa y compramos otra de similares características, pero en nuestro mismo pueblo. Superados trámites, pagos, mudanzas y acondicionamientos, en cuestión de días mi padre pudo disponer de su nueva casa y ciertamente que no tardó ni uno más en tomar posesión y disponerse a disfrutar de su "castillo", sobre todo de un salón con aire acondicionado, pantallón de televisión y butaca anatómica reclinable.

Lo cierto es que, aunque la situación se salvó, todo aquello no había hecho sino generar nuevas obligaciones como una nueva hipoteca. Pero, claro, lo importante era procurarle a mi padre una vida lo más tranquila y sosegada posible, teniéndole cerca, pudiendo estar pendiente y cuidando de todo lo necesario. Su marcapasos, por ejemplo, requería revisiones trimestrales al principio, semestrales después y finalmente cada año. Por lo demás, su recuperación resultó satisfactoria y su estado de salud llegó a ser más que buena para un hombre de su edad.

Ahora llegaba el momento de afrontar otros problemas, no comparables, pero también muy serios puesto que de su resolución dependía nuestro futuro. La situación era crítica, muy adversa, y las obligaciones y los pagos crecían y crecían, mientras que los ingresos no dejaban de mermar. Había que empezar a buscar soluciones con urgencia. Comenzó, a partir de ese momento, una desaforada huida hacía adelante. Todo dependía de un hilo. ¿Ocurriría algún milagro?

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