La más bella del baile. Te Olvidaré... cap. X

Tras aquellas primeras conversaciones, apenas una par de días después de nuestro milagroso reencuentro, puede que, sin tener la más mínima intención, cometiera un gran error. Dejándome llevar más por el corazón que por la cabeza le hice una confesión obvia a todas luces: "Siempre te he querido", le dije. No pude contener mis emociones y mucho menos después de saber que ella, durante todos esos años, de una u otra manera también me había recordado. Sentí la necesidad de revelarle, no solo mis sentimientos, sino por qué habían seguido vivos después de tantos años. En la soledad de una noche, insomne por los recuerdos, empecé a escribirle...




«Antes de que empieces a leer, perdóname por extenderme y porque con este texto no quiero herirte, ni responsabilizarte de nada que a mi sólo afectaría, ni traerte recuerdos amargos. Sólo quiero responder a la primera pregunta de (para mí) nuestro feliz reencuentro: ¿Quién eres tú?

«La Más bella del baile»



Esa eres tú. La mujer casi niña que se me perdió por el camino. La compañera intuida que nunca tuve…, la más bella del baile.
Todo me ocurrió ayer, cuando recibí tus fotos y con avidez casi vehemente me puse a mirarlas, a contemplarlas, a escudriñar hasta el último rincón exigiéndole a la lupa del ordenador la máxima potencia. Al pasarla por los ojos de tu cara volví a ver unos ojos que se me perdieron en el largo, a veces, demasiadas veces, amargo, muy amargo, recorrido de la vida. Pero estaban ahí, en algún recóndito rincón de mi cerebro, guardados en el desván mental de los recuerdos que se protegen de las inclemencias de la vida. Miré esos ojos, tus ojos, y todo cuanto les rodeaba en esas fotos. ¡Vaya par de rapaces!, pensé al ver a tus hijos. ¡Que bonitos paisajes! ¡Que bellos lugares! Y esos, ¿quiénes serán…?, me preguntaba. Pero estaban tus imborrables ojos traicioneramente sacudiendo mi memoria. De repente, se me nubló la vista. ¡Maldita presbicia! ¿Ya se me han vuelto a ensuciar los cristales de las putas gafas! Así que saqué la toallita de limpiarlas y me puse a ello. Pero no. No eran las gafas. Un sutil cosquilleo en las mejillas me advirtió: ¡pero si estás llorando como un tonto! ¡Imbécil! Estaba, sí, llorando. Pero es de alegría, me dije de inmediato. Hay que ver qué bien te ha tratado la vida que te ha regalado dos estupendos hijos, la parejita.
Empecé a imaginarte como madre. Pariendo, amamantando, preparado biberones y papillas, cambiándoles el pañal, queriéndoles, amándolos, cuidando de ellos con esmero, protegiéndoles. Siempre luchando para llegar a darles las mejores armas y argumentos con los que afrontar la vida y sus traiciones. Diciéndoles “hay que estudiar”, “hay que ser fuertes”, “hay que seguir adelante…”, “hay que llegar a hacer lo que sueñas y quieres”.
Esos ojos estaban bien guardados, en el último rincón del baúl que atesora lo mejores recuerdos, lo más grato de la historia, de la mía. La historia de ese muchacho, casi niño también, que un día quiso romper con todo porque en su incipiente juventud ya estaba harto, o al menos lo creía. Creía que aquel Madrid le ahogaba y que el mundo era amplio. Y que el mundo era suyo. Por eso un día, nada más acabar bachillerato, se cameló a su padre para que le firmara un papel que le permitiera enrolarse en la Marina, esa que desde la tele te llamaba, ¡la Marina te llama!, decían en los tiempos de Antonio Alcántara. La “mili” al fin y al cabo habrá que hacerla, así que mejor ahora, antes de tener que sentarse seriamente a decidir cual será mi destino, me dije. Y a la Marina fui como un pipiolo y  al poco, ya estaba en Vigo y en la ETEA. Como yo, allí había muchos, o cumpliendo la obligación imperdonable, la de la “mili” digo, o buscando un futuro al que aferrarse. Éramos jóvenes, muy jóvenes, y como tales, con nuestro horario limitado y restringido, salíamos a las calles de aquel Vigo a buscar diversión, comida y carne. Pero a mí me seguía abrumando el bullicio urbano, incluso los de allí y entonces, a pesar de tanto cielo abierto y tanta ría. Sólo mirar al mar me consolaba, me hacía sentir libre. Mirar al mar me fascinaba y lo sigue haciendo. Así que un buen día me asomé por el puerto y descubrí motoras que cruzaban la ría. Miré los precios, registré mis bolsillos, eche rápidas cuentas y saque un ticket. Era un día de invierno cuando, por vez primera, pise Moaña. No pretendía nada, más que pasear sobre la ría por pura distracción pero, ya que estaba allí tenía que fisgonear, entrar en los bares, observar a la gente. Gentes que dirían “otro popeye. A ver que carallo (con perdón), se le habrá perdido a éste por aquí”. Y así un día, y otro, y otro... Cada vez que tenía ocasión, lo que como alumno de un centro militar eran contadas. Pero un día coló y me dieron un permiso de todo un largo puente (no recuerdo exactamente la fiesta local que se añadía al fin de semana). Me concedieron eso del “pase de ría” y me dije “la paso, la paso”. Y la pasé. Me busqué una pensión, estaba frente al puerto marinero. Una señora ya mayor. Me atendió de maravilla, muy dulce y cariñosa. Y disfruté como un enano. Salí toda la noche. Había feria y baile en la calle, con su orquesta y todo. ¡Dios, como me gustaba ese ambiente, esa alegría! Yo sólo quería salir, evadirme de aquella estricta vida militar de formaciones y limitaciones hasta para ver la tele. Necesitaba espacio y congeniar con gente distinta con la que, por obligación, compartía a diario menos de  la mitad de medio kilómetro cuadrado.
Fue entonces cuando empecé a frecuentar un oscuro garito en el que ponían las músicas underground, de moda en esos tiempos. Una “discoteque” de sesión doble con escasa música beat y mucho “agarrao”. Yo, que ni era alto, ni hermoso, sacaba a bailar a las muchachas, a algunas hasta por costumbre, casi rutina. Bailaban, sí, pero no me daban conversación, ni confianza. Yo no era más que un uniforme con patas y estábamos en un pueblo al fin y al cabo. Pero yo quería hablar, tocar (en el sentido del roce, no de “meter mano”), quería besar, sí, besar como gesto que significa confianza, franca confianza ente hombre y mujer; ese beso que significa aceptación sin miedo ni fronteras. Y en medio de la penumbra te descubrí. Mxxxxx, tu hermana, se acaramelaba con un compañero con el que tenía escaso trato y tú, tú estabas por allí, con uno, con otro, jovial, alegre, recatada, bella… Para mí eras esa, la bella del baile. Cómo iba aquella bella querer aproximarse a un bulto sospechoso como el que dibujaba mi porte de personalidad descolocada pidiendo ternura a gritos silenciosos, ¡cómo! Pero una de esas tardes, harto de que mi búsqueda se quedara en una simple rutina de ansiados abrazos al amparo del baile slow bajo los destellos de la bola de cristales, miré a mi alrededor ¡y estabas sola! ¡Tú! ¡Estabas sola! Me armé de valor y me senté a tu lado. Esos ojos. Sonreías con tibieza. La conversación fue corta -¿quieres bailar?- y contestaste “sí”. Bailamos ¡y hablamos! Por fin un poco de conversación sin acento militar ni bravuconadas de peritos en machismo. Ahí estaba yo, más jubiloso que Compostela en año jacobeo. Estaba bailando ¡con la más bella del baile!
Una vez  fuimos al cine. Echaban una de hacía un par de años con título de cine bélico que resultó ser todo lo contrario: “Johnny cogió su fusil”. Una enfermera logró comunicarse con un despojo, un soldado reducido a muñón después de la batalla. La enfermera obró el milagro y el pedazo de carne sordo, ciego y mudo pudo volver a sentir el placer de sentirse aceptado, respetado, casi amado, consolado en su pensamiento íntimo. ¡Mira!, pensé, es algo parecido a lo que me está pasando a mí. Tú, sentada a mi lado, eras mi enfermera. A la película le faltaba el desenlace y yo, malditos horarios militares, me tuve que marchar dejándote en tu butaca. En la mía, vacía luego, se quedó mi corazón para hacerte compañía. Nunca quise ver el final de esa película, aunque la pusieran por la tele. Hubiera sido como una especie de traición a un capítulo interrumptus de mi vida.
Muy poco después, llegó el momento de partir. En mi última hora, en mi último minuto, salimos de la discoteca caminando a ninguna parte. Llegó la hora, tenía que marchar, no quería, pero tenía que marchar. “Cierra los ojos”, te pedí y tú lo hiciste. Y entonces, puse mis labios sobre los tuyos casi temblorosamente, temiéndome lo peor. Y  tú, la más bella del baile, lo aceptaste con condescendencia y al abrir los ojos sonreíste, ¡esos ojos!



Despedida

...
Ha pasado toda una vida. Luchas, decepciones, frustraciones, desengaños… La cruda realidad se desata día a día y las alegrías son efímeras. A lo largo de esa vida (que ahora no te voy a contar porque no quiero aburrirte), hemos sido testigos de una Transición que me empujó a la militancia política. Luego la dejé porque descubrí que los intereses humanos están siempre por encima del idealismo que predicaban los poetas, una mierda. Pero colgué en mi habitación una bandera blanca con una franja azul de esquina a esquina y una estrella roja en su centro. Siempre ponía ganador al Celta en la quinielas (cuando las jugué, que siempre fue muy de vez en cuando porque no me gusta el juego), y siempre, siempre, esos sentimientos que me transmitiste estuvieron conmigo como un rescoldo de lo que pudo ser y nunca fue.
En mi etapa de periodista sufrí (y aún sufro) la persecución por defender la verdad y por ser honesto. Aprendí que en esta vida triunfan los hijoputas, los que son capaces de obrar sin tener en cuenta a los demás. Y me resigné. Me refugié en mis propias metas y aún sigo en ese frente, luchando por hacer algo que me permita vivir, pagar las facturas y sirva en algo a los demás. Muchos han sido los que han confundido mi generosidad con la gilipollez y han traspasado la línea de la confianza al abuso, pero sigo (ojo avizor), confiando en los demás por propia naturaleza y porque así me lo inculcó mi madre.
En mi huída sin fin de los hábitats urbanos, aunque trabajé en periódicos y emisoras de radio en Madrid, Alicante, Elche, Cádiz… llegué hasta aquí, a Ibi, un pueblo, el pueblo de los juguetes,  después de un azaroso y tortuoso camino, y aquí conocí a mi pareja. Concha es un ángel que me devolvió la paz y me dio el amor que siempre me fue negado, alguien con quien tengo el compromiso de ser sincero y leal, y lo seré. Junto a ella lucho y vivo y con ella comparto cuanto soy y tengo, que no es mucho. Pero, de vez en cuando, sale de mí mi yo más interno e íntimo. Ese que ha sido único testigo de adversidades y penurias. Ese que ha sufrido la soledad más espantosa y no ha tenido más opción que afrontar muy crueles e injustas situaciones. Ese que con su sólo esfuerzo tuvo que resolvérselas. Ese que un día, viendo tus fotos echó cuentas y le salió positivo porque tiene el más rico,  hermoso y bello de los patrimonios: ese, una vez, bailó… con las más bella del baile».

Supongo que llegué a transmitírselo, pero aquella carta fue una sincera declaración de lo que, desde los días lejanos de nuestra juventud, siempre significó para mi. Quizá solo fueran torpes palabras con las que no podía llegar a decir, ni por aproximación, todo el amor que me brotaba del corazón.

-Mi hija lo leyó y lloró-, me llegó a asegurar.

Pensé entonces que sí, que podía confiar, que iba a ser comprendido, que no iba ser para los suyos un absoluto desconocido salido de una vieja fotografía, ese al que llamaban "el novio 'militroncho' de mamá". Pensé que iba a ser aceptado como lo que verdaderamente era, un muchacho que dejó de serlo sin tener la oportunidad de vivir su verdadera vida. Incluso pensé que podría contar con la compresión de quienes habían nacido en el seno de una familia que podía haber sido la mía y que, en cierta medida, yo ya estaba empezando a sentir como tal. No podía estar más claro, la vida me estaba devolviendo aquello que me negó. La felicidad es un largo camino hacia el futuro.

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