Tras aquellas primeras conversaciones, apenas una par de días después de nuestro milagroso reencuentro, puede que, sin tener la más mínima intención, cometiera un gran error. Dejándome llevar más por el corazón que por la cabeza le hice una confesión obvia a todas luces: "Siempre te he querido", le dije. No pude contener mis emociones y mucho menos después de saber que ella, durante todos esos años, de una u otra manera también me había recordado. Sentí la necesidad de revelarle, no solo mis sentimientos, sino por qué habían seguido vivos después de tantos años. En la soledad de una noche, insomne por los recuerdos, empecé a escribirle...
«Antes de que empieces a leer, perdóname por
extenderme y porque con este texto no quiero herirte, ni responsabilizarte de
nada que a mi sólo afectaría, ni traerte recuerdos amargos. Sólo quiero
responder a la primera pregunta de (para mí) nuestro feliz reencuentro: ¿Quién
eres tú?
«La Más bella del baile»
Esa eres tú. La mujer casi niña que se me perdió por el camino. La
compañera intuida que nunca tuve…, la más bella del baile.
Todo me ocurrió ayer, cuando recibí tus fotos y con avidez casi
vehemente me puse a mirarlas, a contemplarlas, a escudriñar hasta el último
rincón exigiéndole a la lupa del ordenador la máxima potencia. Al pasarla por
los ojos de tu cara volví a ver unos ojos que se me perdieron en el largo, a
veces, demasiadas veces, amargo, muy amargo, recorrido de la vida. Pero estaban
ahí, en algún recóndito rincón de mi cerebro, guardados en el desván mental de
los recuerdos que se protegen de las inclemencias de la vida. Miré esos ojos,
tus ojos, y todo cuanto les rodeaba en esas fotos. ¡Vaya par de rapaces!, pensé
al ver a tus hijos. ¡Que bonitos paisajes! ¡Que bellos lugares! Y esos,
¿quiénes serán…?, me preguntaba. Pero estaban tus imborrables ojos
traicioneramente sacudiendo mi memoria. De repente, se me nubló la vista.
¡Maldita presbicia! ¿Ya se me han vuelto a ensuciar los cristales de las putas
gafas! Así que saqué la toallita de limpiarlas y me puse a ello. Pero no. No
eran las gafas. Un sutil cosquilleo en las mejillas me advirtió: ¡pero si estás
llorando como un tonto! ¡Imbécil! Estaba, sí, llorando. Pero es de alegría, me
dije de inmediato. Hay que ver qué bien te ha tratado la vida que te ha
regalado dos estupendos hijos, la parejita.
Empecé a imaginarte como madre. Pariendo, amamantando, preparado
biberones y papillas, cambiándoles el pañal, queriéndoles, amándolos, cuidando
de ellos con esmero, protegiéndoles. Siempre luchando para llegar a darles las
mejores armas y argumentos con los que afrontar la vida y sus traiciones.
Diciéndoles “hay que estudiar”, “hay que ser fuertes”, “hay que seguir
adelante…”, “hay que llegar a hacer lo que sueñas y quieres”.
Esos ojos estaban bien guardados, en el último rincón del baúl que
atesora lo mejores recuerdos, lo más grato de la historia, de la mía. La
historia de ese muchacho, casi niño también, que un día quiso romper con todo
porque en su incipiente juventud ya estaba harto, o al menos lo creía. Creía
que aquel Madrid le ahogaba y que el mundo era amplio. Y que el mundo era suyo.
Por eso un día, nada más acabar bachillerato, se cameló a su padre para que le
firmara un papel que le permitiera enrolarse en la Marina, esa que desde la
tele te llamaba, ¡la Marina te llama!, decían en los tiempos de Antonio
Alcántara. La “mili” al fin y al cabo habrá que hacerla, así que mejor ahora,
antes de tener que sentarse seriamente a decidir cual será mi destino, me dije.
Y a la Marina fui como un pipiolo y
al poco, ya estaba en Vigo y en la ETEA. Como yo, allí había muchos, o
cumpliendo la obligación imperdonable, la de la “mili” digo, o buscando un
futuro al que aferrarse. Éramos jóvenes, muy jóvenes, y como tales, con nuestro
horario limitado y restringido, salíamos a las calles de aquel Vigo a buscar
diversión, comida y carne. Pero a mí me seguía abrumando el bullicio urbano,
incluso los de allí y entonces, a pesar de tanto cielo abierto y tanta ría.
Sólo mirar al mar me consolaba, me hacía sentir libre. Mirar al mar me
fascinaba y lo sigue haciendo. Así que un buen día me asomé por el puerto y
descubrí motoras que cruzaban la ría. Miré los precios, registré mis bolsillos,
eche rápidas cuentas y saque un ticket. Era un día de invierno cuando, por vez
primera, pise Moaña. No pretendía nada, más que pasear sobre la ría por pura
distracción pero, ya que estaba allí tenía que fisgonear, entrar en los bares,
observar a la gente. Gentes que dirían “otro popeye. A ver que carallo (con
perdón), se le habrá perdido a éste por aquí”. Y así un día, y otro, y otro... Cada vez que tenía ocasión, lo que como alumno de un centro militar eran
contadas. Pero un día coló y me dieron un permiso de todo un largo puente (no
recuerdo exactamente la fiesta local que se añadía al fin de semana). Me
concedieron eso del “pase de ría” y me dije “la paso, la paso”. Y la pasé. Me
busqué una pensión, estaba frente al puerto marinero. Una señora ya mayor. Me
atendió de maravilla, muy dulce y cariñosa. Y disfruté como un enano. Salí toda
la noche. Había feria y baile en la calle, con su orquesta y todo. ¡Dios, como
me gustaba ese ambiente, esa alegría! Yo sólo quería salir, evadirme de aquella
estricta vida militar de formaciones y limitaciones hasta para ver la tele.
Necesitaba espacio y congeniar con gente distinta con la que, por obligación,
compartía a diario menos de la
mitad de medio kilómetro cuadrado.
Fue entonces cuando empecé a frecuentar un oscuro garito en el que
ponían las músicas underground, de moda en esos tiempos. Una “discoteque” de
sesión doble con escasa música beat y mucho “agarrao”. Yo, que ni era alto, ni
hermoso, sacaba a bailar a las muchachas, a algunas hasta por costumbre, casi
rutina. Bailaban, sí, pero no me daban conversación, ni confianza. Yo no era
más que un uniforme con patas y estábamos en un pueblo al fin y al cabo. Pero
yo quería hablar, tocar (en el sentido del roce, no de “meter mano”), quería
besar, sí, besar como gesto que significa confianza, franca confianza ente
hombre y mujer; ese beso que significa aceptación sin miedo ni fronteras. Y en
medio de la penumbra te descubrí. Mxxxxx, tu hermana, se acaramelaba con un
compañero con el que tenía escaso trato y tú, tú estabas por allí, con uno, con
otro, jovial, alegre, recatada, bella… Para mí eras esa, la bella del baile.
Cómo iba aquella bella querer aproximarse a un bulto sospechoso como el que
dibujaba mi porte de personalidad descolocada pidiendo ternura a gritos
silenciosos, ¡cómo! Pero una de esas tardes, harto de que mi búsqueda se
quedara en una simple rutina de ansiados abrazos al amparo del baile slow bajo
los destellos de la bola de cristales, miré a mi alrededor ¡y estabas sola!
¡Tú! ¡Estabas sola! Me armé de valor y me senté a tu lado. Esos ojos. Sonreías
con tibieza. La conversación fue corta -¿quieres bailar?- y contestaste “sí”.
Bailamos ¡y hablamos! Por fin un poco de conversación sin acento militar ni
bravuconadas de peritos en machismo. Ahí estaba yo, más jubiloso que Compostela
en año jacobeo. Estaba bailando ¡con la más bella del baile!
Una vez fuimos al
cine. Echaban una de hacía un par de años con título de cine bélico que resultó
ser todo lo contrario: “Johnny cogió su fusil”. Una enfermera logró comunicarse
con un despojo, un soldado reducido a muñón después de la batalla. La enfermera
obró el milagro y el pedazo de carne sordo, ciego y mudo pudo volver a sentir
el placer de sentirse aceptado, respetado, casi amado, consolado en su
pensamiento íntimo. ¡Mira!, pensé, es algo parecido a lo que me está pasando a
mí. Tú, sentada a mi lado, eras mi enfermera. A la película le faltaba el
desenlace y yo, malditos horarios militares, me tuve que marchar dejándote en
tu butaca. En la mía, vacía luego, se quedó mi corazón para hacerte compañía.
Nunca quise ver el final de esa película, aunque la pusieran por la tele.
Hubiera sido como una especie de traición a un capítulo interrumptus de mi
vida.
Muy poco después, llegó el momento de partir. En mi última hora,
en mi último minuto, salimos de la discoteca caminando a ninguna parte. Llegó
la hora, tenía que marchar, no quería, pero tenía que marchar. “Cierra los
ojos”, te pedí y tú lo hiciste. Y entonces, puse mis labios sobre los tuyos
casi temblorosamente, temiéndome lo peor. Y tú, la más bella del baile, lo aceptaste con condescendencia
y al abrir los ojos sonreíste, ¡esos ojos!
…
...
...
Ha
pasado toda una vida. Luchas, decepciones, frustraciones, desengaños… La cruda
realidad se desata día a día y las alegrías son efímeras. A lo largo de esa
vida (que ahora no te voy a contar porque no quiero aburrirte), hemos sido
testigos de una Transición que me empujó a la militancia política. Luego la
dejé porque descubrí que los intereses humanos están siempre por encima del
idealismo que predicaban los poetas, una mierda. Pero colgué en mi habitación
una bandera blanca con una franja azul de esquina a esquina y una estrella roja
en su centro. Siempre ponía ganador al Celta en la quinielas (cuando las jugué,
que siempre fue muy de vez en cuando porque no me gusta el juego), y siempre,
siempre, esos sentimientos que me transmitiste estuvieron conmigo como un
rescoldo de lo que pudo ser y nunca fue.
En mi etapa de periodista sufrí (y aún sufro) la persecución por defender
la verdad y por ser honesto. Aprendí que en esta vida triunfan los hijoputas,
los que son capaces de obrar sin tener en cuenta a los demás. Y me resigné. Me
refugié en mis propias metas y aún sigo en ese frente, luchando por hacer algo
que me permita vivir, pagar las facturas y sirva en algo a los demás. Muchos
han sido los que han confundido mi generosidad con la gilipollez y han
traspasado la línea de la confianza al abuso, pero sigo (ojo avizor), confiando
en los demás por propia naturaleza y porque así me lo inculcó mi madre.
En mi huída sin fin de
los hábitats urbanos, aunque trabajé en periódicos y emisoras de radio en
Madrid, Alicante, Elche, Cádiz… llegué hasta aquí, a Ibi, un pueblo, el pueblo
de los juguetes, después de un
azaroso y tortuoso camino, y aquí conocí a mi pareja. Concha es un ángel que me
devolvió la paz y me dio el amor que siempre me fue negado, alguien con quien
tengo el compromiso de ser sincero y leal, y lo seré. Junto a ella lucho y vivo
y con ella comparto cuanto soy y tengo, que no es mucho. Pero, de vez en
cuando, sale de mí mi yo más interno e íntimo. Ese que ha sido único testigo de
adversidades y penurias. Ese que ha sufrido la soledad más espantosa y no ha
tenido más opción que afrontar muy crueles e injustas situaciones. Ese que con
su sólo esfuerzo tuvo que resolvérselas. Ese que un día, viendo tus fotos echó
cuentas y le salió positivo porque tiene el más rico, hermoso y bello de los patrimonios: ese, una vez, bailó… con
las más bella del baile».
Supongo que llegué a transmitírselo, pero aquella carta fue una sincera declaración de lo que, desde los días lejanos de nuestra juventud, siempre significó para mi. Quizá solo fueran torpes palabras con las que no podía llegar a decir, ni por aproximación, todo el amor que me brotaba del corazón.
-Mi hija lo leyó y lloró-, me llegó a asegurar.
Pensé entonces que sí, que podía confiar, que iba a ser comprendido, que no iba ser para los suyos un absoluto desconocido salido de una vieja fotografía, ese al que llamaban "el novio 'militroncho' de mamá". Pensé que iba a ser aceptado como lo que verdaderamente era, un muchacho que dejó de serlo sin tener la oportunidad de vivir su verdadera vida. Incluso pensé que podría contar con la compresión de quienes habían nacido en el seno de una familia que podía haber sido la mía y que, en cierta medida, yo ya estaba empezando a sentir como tal. No podía estar más claro, la vida me estaba devolviendo aquello que me negó. La felicidad es un largo camino hacia el futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario