Aquella tarde, mi última tarde en Moaña, me acompañó hasta el muelle. La marea baja había dejado al descubierto una franja de arena que permitía ocultarse tras el muro del mismo muelle, lejos de miradas indiscretas. La llevé hasta allí y le pedí que cerrara los ojos. Lo hizo sin dudar y entonces, lentamente, temeroso, con tanta suavidad, delicadeza y primor como de la que fui capaz, mientras me latía el corazón con tal fuerza que parecía que se me fuera a salir del pecho, acerqué mis labios a los suyos y en ellos deposité ese inolvidable beso. Ella abrió los ojos clavándolos en los míos y sonrió con una dulzura infinita. Sonó entonces la sirena del barco apremiando su partida.
-Me tengo que ir-, le dije,
y eché a correr hacía la parte superior del dique mientras la embarcación soltaba amarras separándose del muelle.
La corta travesía resultó terriblemente amarga, pero mucho más duro fue llegar a la Escuela. Era el momento en el que todos los alumnos regresábamos y el bullicio en el gran dormitorio común era ensordecedor. Entre las literas, se organizaban grupos en los que, mientras uno alardeaba de sus conquistas, otros reían sus gracias. Fui consciente de mi soledad rodeado de una multitud extraña, un ambiente en el que unos competían con los otros en haber engañado más y mejor, como si cientos de Tenorios porfiaran a otros tantos Luis Mejías. Cuando por fin se hizo el silencio, en la penumbra de la noche, pasé muchas horas pensando en ella y en que allá, al otro lado de la ría, dormía mi dulce niña, mi querido, tierno y dulce amor.
Allí, en Moaña, quedaron enterrados mis anhelos y esperanzas, mi más profundo deseo de amar a la tierna y delicada muchacha que me dedicó su tiempo y que me regaló el calor de sus sonrisas y el vértigo de su inocente y limpia mirada. Allí quedaron enterradas mis ilusiones. Hubo después otros amores, desde luego, pero aquel siempre fue y siempre sería el único, el más extraordinario, el más apasionado y verdadero, el gran amor de mi vida.
A partir de entonces cruzamos algunas cartas, incluso en alguna ocasión pudimos hablar por teléfono. Por entonces, en los primeros años de los 70, las comunicaciones no eran tan fáciles como lo son ahora. No es que no existieran los teléfonos móviles, es que para poder mantener una conversación había que pedir previamente que el telefonista de turno solicitara la conexión, gestión que requería de tiempo y que no siempre concluía con éxito.
En cierta ocasión, cuando llegué a casa de mis padres durante un permiso, me encontré con la increíble sorpresa de que ella, con un par de compañeras, aprovechando un viaje de estudios a Madrid, había estado allí, en mi casa, y conoció a mis padres. Lamentablemente llegué al día siguiente y no pude verla. Solo me quedó el consuelo de una breve nota de su puño y letra. Sentí una gran pena por no haber llegado a tiempo. Hubiera sacrificado todo por haber podido verla unos minutos pero, una vez más, la suerte jugó en mi contra y el destino me privó de la oportunidad de estar con ella.
Más adelante, con ocasión de mi vuelta definitiva a casa después de licenciarme, organicé una fiesta a la que invité a todos mis amigos. Se me ocurrió, aunque por imposible no esperaba su presencia, enviarle por correo una de las invitaciones que diseñé manualmente para la ocasión. Aquella tarde, en plena fiesta y para mi sorpresa, recibí su llamada desde Galicia para decirme que le era imposible asistir.
-Ya lo sé, no pensaba que vinieras. Solo quería que supieras que me acuerdo de ti y que te tuve en cuenta cuando me puse a organizar esta fiesta, tan importante para mi- le contesté. -¡Ojalá pudieras estar aquí!-.
Hubiera sido lo mejor de aquella fiesta. Quienes mejor me conocían notaron que algo me pasaba después aquella llamada. Nada más colgar corrí a refugiarme al cuarto de baño para no dar ocasión a que se me viera triste, quizá derramando alguna lágrima mientras repetía su nombre y volvía a reparar con impotencia lo imposible que el destino me ponía hacer cumplir con mi más íntimo y ardiente deseo. Una vez más sentí la inmensa nostalgia de no volver a mirarme en sus ojos, de no volver a dejar un leve beso sobre sus labios. Borré las lágrimas echándome agua abundante en la cara, respiré hondo, recompuse mi estado de ánimo y me dirigí al salón aparentando que aquí no ha pasado nada. Pero resultó difícil, más de lo que yo pensaba.
Lo que no imaginé, porque ella no me hizo entonces ningún comentario al respecto, es que en el aquel momento ya estaría casada o a punto de casarse, cosa que hizo muy joven, cuando todavía era estudiante en la escuela de Magisterio de Pontevedra. También supe, al cabo de los años, que durante el tiempo en el que estuve embarcado intercambió alguna correspondencia con mi difunta madre a la que le llegó a pedir alguna foto mía que mi madre le envió. La colocó en un álbum familiar donde pasó todos estos años. Era una foto hecha un día en el que, durante mi larga estancia en el portaaéronaves Dédalo, recibí la visita de mis padres estando el barco en la Base Naval de Rota, en Cádiz. Aparecía en ella con uniforme de diario y por eso su hija, que siempre vio aquella foto allí colocada, se refería a mi como «el novio 'militroncho’ de mamá». Pero nunca pude llegar a serlo. ¡Qué más hubiera querido yo!
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