Al salir del muelle de Moaña
el casco urbano parecía reducirse a una sola calle, una carretera que transcurría junto al litoral. Una estrecha calle con edificios a un lado y el mar al otro. Allá, a lo lejos, un solitario árbol en el lado de la orilla, y al otro una estrecha acera a los pies de casas, la mayoría de dos o tres plantas. Frente al muelle una calle empinada y más arriba, sobre la ladera del monte, un pueblo que se diseminaba en casas bajas con sus respectivos huertos. Subiendo por aquella primera cuesta encontré, en la primera esquina, una pequeña discoteca, La Palma Verde, una de esas que imperaban en aquellos tiempos. Después de un breve paseo por el lugar, allí terminé, al reclamo de la música y de un refrescante combinado. El sitio era tranquilo, sin aglomeraciones, perfecto para mis gustos. No tardé en relacionarme con alguna chica que se prestara a bailar durante las largas sesiones de música lenta bajo los destellos de la bola de cristales que colgaba sobre la pista. En aquellas condiciones era gratificante sentir el contacto con una mujer, sentir su proximidad y aceptación. Más difícil sin embargo resultaba entablar conversación que, por lo general, se reducía a cuatro preguntas tópicas y a respuestas monosílabas. Pero una tarde me fijé en un muchacha que no dejaba de observarme. Permanecía sentada, apoyando la cabeza sobre las palmas de ambas manos y los codos apoyados sobre sus rodillas. Era bellísima, su mirada era intensa y mantenía una leve sonrisa dibujada en su semblante. Era preciosa, verdaderamente guapa, de esas chicas que, de tan guapas y perfectas, provocan en los chicos cierto temor a la hora de acercarse. Por el parecido, quien la acompañaba debería ser su hermana y, desde luego, ella era la menor. De aquella otra solo puedo recordar su larga melena rubia y rizada, pues rara era la ocasión en la que no estuviera acaramelada de manera apasionada con algún muchacho.
Soy tímido por naturaleza, lo reconozco, y me cuesta dar el paso, sobre todo si, como digo, se trata de abordar a una mujer de belleza tan singular como la que se trataba pero, por una vez, superé mis miedos y me dirigí hasta donde se encontraba. Me senté a su lado y aunque le hubiera dicho cualquier otra cosa, me limité a preguntar...
-¿Quieres bailar?-
-Bueno-, respondió mientras se ponía en pie.
Eran los últimos días de Invierno y recuerdo hasta como iba vestida. Jersey blanco de cuello vuelto y un pantalón negro ceñido y embutido en las botas negras que calzaba. De repente, me encontré bailando con ella en una oscura esquina de la pista. No lo puedo asegurar pero, cuando pienso en ese momento me resuena en la cabeza el You’ve got a friend de Carole King, una de las canciones de moda entonces. Lo que sí recuerdo es que en aquella pequeña discoteca, quien lo hacía, ponía muy buena música. Pero, sobre todo, recuerdo aquel momento y como me sentí de emocionado al verme a mi mismo ¡con la más bella del baile!
-Vi que antes me estabas mirando-, le susurré.
-Sí, te miraba porque estabas bailando con otras chicas-
-¿Y qué pensabas…?
-Me daba envidia-, dijo para mi sorpresa.
Nunca lo fui, ni mucho menos me consideré guapo, más bien lo contrario. Aunque por entonces no llegaba a ser tan evidente como lo es al cabo de los años, el color de mi piel era diferente por causa de mi escasez de melalina, lo que siempre me obligó a ser muy prudente a la hora de exponerme al sol que lejos de proporcionarme un bonito tono bronceado, me daba el aspecto del típico veraneante enrojecido después de su primer día intensivo de playa y sus consecuentes e incómodos y dolorosos quemazones.
Bailando y, ¡por fin!, conversando, transcurrió la tarde hasta que llegó la nefasta hora de coger el último barco de regreso para no llegar tarde a la Escuela, cosa que podía suponerme la privación de salir al fin de semana siguiente. Quedé totalmente prendado de aquella muchacha y durante toda la semana anhelé con impaciencia que pasaran los días y las horas para volver al lugar donde me encontré con ella. Desde la Escuela miraba con avidez al otro lado de la ría pensando que por allí, en algún lugar, tan cerca pero tan lejos, estaría ella haciendo su vida y me preguntaba si también pensaría en mi.
Durante los fines de semana siguientes siempre corrí a su encuentro. Desde la Escuela me dirigía al puerto y allí tomaba el primer barco que saliera hacía Moaña. En alguna ocasión, aunque no la vería hasta la tarde, llegaba allí a media mañana, lo que me daba ocasión de caminar por aquella larga carretera en la que apenas circulaban coches y de entrar en alguna de las tabernas desde las que se divisaba la ría y más allá, al fondo, Vigo, mientras paladeaba una taza de oscuro tinto ribeiro. Podía ver la silueta de La Guía y eso me hacía sentir especialmente feliz al pensar que allí quedaron mis largos días de espera hasta poder verme, como estaba, disfrutando de un lugar que a mi ya me parecía un pequeño paraíso. Con la marea baja aparecía un numeroso grupo de mariscadoras doblando el espinazo sobre la gran extensión de húmedas arenas que la marea dejaba al descubierto. Un poco más allá, decenas y decenas de bateas bajo las que se cosechan toneladas de ostras y mejillones, las joyas de la corona de la gastronomía local, pero también de la industria conservera.
Pero por mucho que disfrutara de cuanto me rodeara, me sentía más nervioso cuanto más se iba aproximando la hora del posible encuentro. Y cuando finalmente se producía, cuando llegaba ese instante, todo lo demás desaparecía. Ella era todo cuanto había en el mundo. Por suerte, además, era una chica con la que podía hablar de otras cosas que no fueran las acostumbradas de mi restringido entorno de diario. Las pocas con las que intenté relacionarme antes que con ella eran tan parcas y tan reticentes a conversar que siempre me parecieron frías y desconfiadas. Al fin tenía una amiga con la que poder hablar de cualquier cosa. Aunque charlábamos de asuntos triviales, recuerdo algunas conversaciones con las que, francamente, me sorprendió.
-¿Sabes como es la bandera gallega?-, me preguntó en cierta ocasión.
-Sí, claro-, respondí. -Es blanca con una barra azul celeste cruzándola de esquina a esquina-
-Sí, pero te falta algo. Una estrella roja en medio-, me señaló.
¡Caramba!, pensé, es una revolucionaria, subversiva, como se decía entonces, y confieso que fue una característica que me sorprendió gratamente. Aunque mis ideas, como los de la inmensa mayoría de los que éramos jóvenes en aquellos postreros años del franquismo, todavía no estaban muy formadas y claras, empezaban a madurar en esa dirección reivindicativa de democracia y libertad. Estaba de acuerdo con que se pudieran defender y cultivar esos sentimientos de identidad histórica y cultural, signos que quedaron reprimidos, incluso perseguidos con ilógica dureza durante los funestos años de dictadura. Aquella conversación se me quedó tan marcada que cuando concluyó mi compromiso con la Marina y regresé a casa, una de las cosas que hice fue hacerme con una bandera gallega a la que cosí una estrella roja en su centro que recorté de un fieltro. Una bandera que paseé por Madrid en una de las multitudinarias manifestaciones más concurridas y festivas de cuantas recuerdo, la del primero de Mayo de 1976.
Otro día, paseando por la vieja carretera que recorría el pueblo bordeando la orilla de la ría, señaló unos astilleros que se divisaban a lo lejos.
-Allí vivo yo-, dijo.
-¿En los astilleros?-
-Justo al lado. Mi padre tiene un bar y mi madre cocina. Muchos trabajadores vienen todos los días a comer-, me explicó.
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